Sentimientos y leyes

Los separatistas catalanes juegan obscenamente con dos sentimientos básicos: el de identidad y, sobre todo, el miedo. El primero tiene, como todos, una base perfectamente real, pues, en efecto, Cataluña no es Castilla, aunque España no haya sido nunca más castellana que catalana. El miedo hace que ese sentimiento se convierta en una espiral imparable, en un arma de poder. Pero  ¿qué miedo? Para empezar, el miedo de los catalanes no separatistas a quedar ahogados en una Cataluña hostil, lo que lleva al camuflaje del charnego (a quien no se llama así para que no sea consciente de lo que es, y de serlo), y, sobre todo, el miedo absurdo y culpable del PP y del PSOE, a que se les eche la culpa de todo, de manera que su claudicación acaba  por hacer que las mentiras circulen como verdades indiscutibles: que los españoles somos opresores, vagos y ladrones, mientras que ellos, los  verdaderos catalanes son  limpios, honestos y laboriosos, y que si se quedan con un 3%, que algo habrá subido, es para impedir males mayores.
Para evitar que se formen comunidades supuestamente enfrentadas, se consintió que la lengua catalana expulsase a la española de la escuela, de la administración y del imaginario del prestigio y del poder; para evitar no se sabe exactamente qué, se permite que se incumplan las sentencias; para evitar que se nos llame lo que fuere, se consiente a los separatistas que vejen nuestros símbolos y sentimientos.  El miedo trae más miedo, y la victoria sobre los cobardes acrecienta el poder que obtienen con su disimulada violencia.  
Ahora el Parlamento catalán acaba de aprobar una resolución manifiestamente ilegal, y todo lo que se le ocurre decir al Gobierno es que tiene medios para evitarlo, pero para no asustar a nadie no dice cuáles: una muestra más de quién manda en Cataluña, y de que allí no hay otra ley que la que dicten los Pujoles. No todo está perdido, pero no se puede seguir así.
Mal comienzo

El problema no es Cataluña

Se encoge el corazón pensando si sabremos superar inteligentemente el desafío de Mas. No será fácil, bastó el debate en El gato al agua entre Josep Maria Gay, Ernesto Juan Viladrich y Alejo Vidal Cuadras, tres catalanes de solera, para entenderlo.
El separatismo plantea un escenario que requiere  una combinación de serenidad, comprensión, firmeza y afecto. Lo peor es que se funda en los graves defectos de nuestro sistema, en el hábito partidista de olvidarse de lo esencial, de la libertad y de la dignidad. En una democracia plena nadie osaría manipular los sentimientos con tanta desvergüenza para no alterar a los mandarines.
Juegan con fuego quienes se oponen a una unidad pacífica y multisecular, pero también les ayudan los que han carecido de valor para defender a España y los españoles de la marea negacionista fomentada por irresponsables dispuestos a ser héroes del pueblo a costa de su ruina completa.  Cuando el partidismo oprime a la sociedad, cuando le dicta los sentimientos y la moral, la democracia muere y se entroniza la tiranía, por más que se disfrace de galas identitarias.
Es la hora del valor, de los catalanes, en primer lugar. Se enfrentan al riesgo de dejar de ser españoles, y al todavía mayor de perder la libertad en aras de un ídolo tiránico. Hemos de ser capaces de ofrecer un proyecto atractivo de convivencia, una patria común de la que nadie tenga motivos reales para querer marcharse.

La ambición de los chacales crece con la crisis: quieren una justicia propia para delinquir sin temor, una hacienda propia para evadir más impuestos, una policía propia para detener a españoles. Algo muy hondo está fallando cuando un programa así es capaz de seducir a alguien más que a sus directos beneficiarios. No basta con refugiarnos en la conllevancia orteguiana, es hora de hacer las cosas que permitan a la libertad política abrirse paso, en Cataluña y en España.

¡Viva la Pepa!

El día de San José, se cumplieron los doscientos años de la proclamación de la primera Constitución  española. En su reunión en las Cortes de Cádiz en 1812, celebradas en un clima de enorme tribulación interna y bajo un implacable asedio militar extranjero, la Nación española supo estar por encima de los complejos y las carencias de sus autoridades para fijar un rumbo político con altura de miras. En Cádiz se afirmó con solemnidad y valentía la unidad de la Nación, su deseo de felicidad colectiva y la importancia de la libertad y la soberanía popular.  Al conmemorar esa fecha no nos referimos meramente a un hecho del pasado, sino al inicio de un proceso, a la voluntad inteligente de fortalecer los vínculos que nos unían y nos unen, lazos que la Constitución de 1978 ha revivido para fortalecer, como es obligación de cualquier español que no sea un traidor o un inconsciente.
Los españoles de 1812 supieron muy bien lo que querían y lo que estaban dispuestos a lograr. Luego, nuestra historia no ha sido siempre fiel a la grandeza generosa de ese impulso, pero lo importante es que, doscientos años después, hemos recuperado lo mejor de aquella aventurada apuesta, y que tras unas largas y afortunadas décadas, la convivencia y la libertad están mejor asentadas que nunca.
La democracia en España está firmemente establecida de modo tal que haría sonreír con orgullo y satisfacción a cualquiera de los padres de la patria gaditanos. Pero, como muy bien sabían los constituyentes, una Nación no es únicamente un legado del pasado, sino que supone un ejercicio continuo de convivencia y de civilidad, de democracia. Son todavía muchas las cosas en que podemos y debemos mejorar, y el bicentenario no debiera ser únicamente motivo de legítima satisfacción por la buena marcha de nuestra historia colectiva, sino un catalizador de las reformas que tenemos pendientes, de las soluciones que nos impiden dar lo mejor de nosotros mismos, superar nuestras limitaciones y tocar con los dedos nuestros sueños españoles. El espíritu reformista de Cádiz es una excelente medicina del espíritu, un recordatorio de que no podemos ni dormirnos en los laureles, ni dejarnos vencer por la adversidad. Nuestro pasado, por tantos motivos glorioso, es un testimonio vivo de las posibilidades de esta Nación cuando apuesta por la libertad, por la convivencia y por la democracia. No habríamos podido lograr esto sin el impulso generoso y audaz de aquellos patriotas valientes, sin su aprecio a la libertad, su reconocimiento de la tradición histórica y su apuesta por un futuro de bienestar y progreso. Que su ejemplo generoso sea guía efectiva de nuestra convivencia.
Hábitos de compra

La asignatura pendiente

La democracia española tiene una asignatura pendiente que es el fortalecimiento de la nación, que es principio de libertad política, es decir lo contrario del nacionalismo, una realidad tontamente atacada, preterida y olvidada por unos y otros con los más necios, hipócritas y falaces motivos. El gobierno se la juega en este punto, y sus electores no le perdonarán ninguna vacilación, menos aún un paso en falso; pero, aparte de la retórica al uso, la nación es tanto Cataluña como Andalucía, y no se puede reprochar a los primeros que se quejen de las arbitrariedades y privilegios  que se cultivan entre los segundos. Una ola de igualdad jurídica y política en lo esencial debe dejar las diferencias en su sitio, sin un solo cuento. 
La incompetencia de los competentes en materia de competencia

Vaclav Havel

Hoy ha muerto Vaclav Havel, uno de los mejores ejemplos de que las dictaduras comunistas no consiguieron acabar, del todo, con la libertad intelectual. Llegó a presidente de su país, pero nunca fue un político al uso, un profesional del poder, sino un hombre de ideas, un tipo raro entre nosotros pero, a Dios gracias, presente en esos países del Este de Europa que un día parecieron haber muerto para la libertad, pero gracias a Havel, y a muy pocos más, no fue así. Es emocionante que haya habido gentes dignas que se resistieron por todos los medios al avasallamiento del poder totalitario, una resistencia que es indiscernible de la libertad y que debe ejercerse en todo momento, incluso cuando la libertad no parezca estar amenazada, porque siempre lo está.

El insólito prestigio de una palabra

Me refiero a regeneración una palabra que, a la hora de hablar de los problemas políticos,  se repite como si  fuera un auténtico bálsamo de Fierabrás. A ella se refieren unas clarividentes declaraciones de José Varela Ortega en El Imparcial: “Quizá podríamos empezar evitando el término “regeneración”, una idea que arranca de 1898, positiva pero desmedida, que evoca ecos catastróficos y despierta expectativas poco razonables”. En efecto, quienes defienden la regeneración se dejan llevar por una analogía biológica mal fundada, muy típica del voluntarismo y del radicalismo hispano, poco propenso a hablar de los problemas como modo de buscar soluciones adecuadas y modestas. Los regeneracionistas pretenden que no hay nada salvable en el orden político vigente, aluden también a una brumosa crisis de valores, sin darse cuenta de que uno de nuestros males ha venido siempre el radicalismo mal administrado, el arbitrismo que, para mayor INRI, se suele aliar con esa mentalidad propia de la cruzada, de la idea de guerra santa con la que nos contaminamos de tanto pelear y convivir con los sarracenos.
Son muchas las cosas que no van bien en la política española, pero, como no me canso de repetir, todas ellas derivan, en último término, de defectos típicos de nuestra cultura política. No servirá de nada la apelación a una supuesta regeneración que nadie sabe de dónde podría venir, dado que el resto de las instituciones españolas, la universidad, la prensa, la justicia, etc. etc. no son precisamente ejemplares. No se trata pues de regenerar nada, sino de sean muchos los que empiecen a actuar con coherencia y valor, de  una manera libre y educada, defendiendo sus posiciones y tratando de entender sin demonizar las ideas de sus adversarios. Ya sé que todo esto puede parecer más utópico que la regeneración, pero, al menos, tendríamos la ventaja de no engañarnos con palabras simples que ocultan una gigantesca dosis de malentendidos.


Impresoras sin cables

La política y la cucaña

En España cunde la confusión de la política con la agenda del sistema, con los temas que nos proporciona la prensa, la actividad de las grandes máquinas institucionales, es decir, con una enorme abundancia de minucias. Quien quiera ejercer la política tiene que aprender a enfrentarse a horizontes de grandeza, a conflictos aparentemente irresolubles, a batallas de intereses, a operaciones de jibarización de la vida pública, a ortodoxias forzadas, absurdas y mentecatas. No estoy proponiendo ninguna revolución, la toma de Génova o de Ferraz, ni la fundación de un nuevo partido purista; estoy recordando, simplemente, que política es política,  y que esa actividad, que Burke consideraba la más noble de todas las humanas, no se puede ejercer de manera perpetuamente complaciente, ni con los electores, ni con los mediadores ni, menos que con nadie,  con los líderes de nuestro propio partido. Es cierto, pues, que las democracias de masas pueden adormecer a los políticos y esterilizar la política misma, algo de eso nos pasa, más a la derecha que a la izquierda, por cierto. Cuando se sustituye la política por la cucaña se puede acertar en la propia carrera, pero se comete un fraude moral de consecuencias desastrosas para la comunidad, y para la libertad, ese bien que tanta gente no sabe echar en falta. Lo dijo de manera inmejorable Pericles, hace ya mucho tiempo, el precio de la libertad es el valor. La política debiera ser una actividad de valientes, más aun en un país en el que abundan los perros guardianes que ladran y muerden a cualquiera que se atreve a ser mínimamente diferente, por supuesto a cualquiera que quiera alterar el orden establecido, sin demasiado brillo, por otra parte. 
¿derecho a la intimidad?

La nobleza de la política

Siempre he estado de acuerdo con Edmund Burke al pensar que la política es el más noble de los oficios humanos. Es obvio de que, como siempre que se habla de virtudes, hablamos de una posibilidad, de un óptimo que puede darse o no. De hecho, la imagen que tenemos habitualmente de la política se aparta bastante de la idealización y nos recuerda, con frecuencia, a un lodazal, pero la democracia se defiende, entre otras cosas, proclamando la nobleza esencial e ideal de las funciones políticas.
He pensado mucho en este tema mientras veía, y me sumaba, las muestras de alborozo de tantísima gente por un triunfo deportivo tan resonante como el del Mundial de fútbol en Sudáfrica. ¿Cómo es posible que tantas personas capaces de llorar de emoción ante un ejemplo de abnegación, de calidad, de compañerismo, de alegría, de unidad, y de mil cosas más, como el que ha dado el equipo de España, no sepan premiar con su elección a los políticos mejores y más nobles? Creo que la respuesta hay que buscarla en los reglamentos, en la letra pequeña, en la parcialidad de los árbitros.
Nuestra democracia es aún muy joven y ha desarrollado un sistema de representación y de partidos que constituye una caricatura de la democracia; nuestros políticos, en lugar de jugar un fútbol alegre, con clase y camaradería, se dedican a echar balones fuera y a buscar la tibia del contrario. Esto tendría que cambiar, pero requerirá probablemente tanta paciencia como la que hemos tenido los aficionados con la selección a lo largo de años escasamente brillantes, apenas épicos. La fuerza que ha de cambiarlo es el pueblo, empujando con sus críticas, participando más en los partidos, siendo más exigente con las cosas que los políticos nos dicen y con las que nos ocultan. Es una batalla larga, pero, al final, venceremos. No hay que olvidar nunca que los problemas de la democracia se curan con más democracia: en eso se parece también al fútbol.
Como decía Burke, “El pueblo no renuncia nunca a sus libertades sino bajo el engaño de una ilusión”, de manera que los ideales de la democracia se fundan mejor tras el desengaño, y eso lleva su tiempo, igual que conseguir la preciada Copa que muchos creyeron fuese imposible.

¿Queda en algún lugar amor a la libertad?

En las páginas finales de su apasionado El sometimiento de la mujer dice John Stuart Mill que “el amor al poder y el amor a la libertad se hallan en eterno antagonismo”. Mill está hablando de asuntos de sustancia no inmediatamente política, sino moral, pero creo que ese antagonismo define hoy de un modo muy radical la pugna ideológica.

La peculiaridad de nuestra situación es que la libertad parece no echarse en falta, o que, cuando se echa en falta, siempre hay alguien que te recuerde, más o menos, aquello tan patético de “libertad, sí, pero sin libertinaje”. En España hemos construido una sociedad en la que casi todo está sometido a un control agobiante, y en la que los políticos, como si tuviesen un campo escaso para controlar, aspiran sin disimulo a romper el límite entre lo público y lo privado, y a legislar también en el terreno de las conciencias, de la conducta personal; me parece que no será necesario aducir ejemplos.

Lo que me preocupa es que abundan los que no son conscientes de cómo, en nombre de la democracia, se perfeccionan cada vez más los mecanismos de constricción, los sistemas de sometimiento riguroso. Esa es la razón, a mi modo de ver, de que muchos españoles se sientan impotentes ante el panorama, de que detesten, cada vez más, la política y los políticos. No se dan cuenta, sin embargo, de que por apartarse mentalmente de esas cuestiones su libertad solo crece de un modo engañoso.

Fíjense que incluso nos quieren reeducar, que empecemos a hablar de otro modo. Los partidarios de la libertad estamos siendo perseguidos y sometidos por todas partes, entre otras cosas porque buena parte de la derecha conservadora tampoco tiene nada de liberal. Tenemos el peligroso antecedente de haber vivido sin libertad política durante décadas y, acostumbrados a eso, tampoco nos extraña que quien diga hablar en nombre del pueblo nos ponga obligaciones y aduanas. Pero la democracia no merecería la pena si se redujere a ser el patíbulo de la libertad.

La jibarización de la democracia

Me parece que era Romanones el que decía que se dejase al Parlamento legislar, que él se reservaba los reglamentos. Es evidente que el Conde conocía los entresijos del poder en España, un país en el que la mentira y el embuste compiten siempre con ventaja, de acostumbrados que estamos a que nada de lo que se proclama con solemnidad sea mínimamente cierto.
España, digan lo que digan los que dicen negar que exista, es, sobre todo, un país muy viejo, una sociedad en que las cosas funcionan de manera mucho más inmemorial que razonable. Sobre esa base tradicional, que podría describirse como la costumbre de que nada cambie, aunque nada parezca igual, la cultura española ha favorecido un barroquismo retórico muy alejado de la modernidad europea. Aquí se siguen valorando las palabras, los testimonios, y las apariencias, mucho más que los hechos, las evidencias o las razones. Si se domina esta regla se puede llegar muy lejos en la política española, y si no se lo creen, miren a la Moncloa.
Cuando llegó la democracia, vivimos una eclosión de iniciativas de todo tipo y nos llenamos la boca de principios, pero, poco a poco, hemos ido volviendo mansamente al redil del orden, al sometimiento a la voluntad de unos pocos. No hemos sabido organizar una verdadera poliarquía, y por todas partes se han ido asentando monarcas que pretenden gobernar sus ínsulas, y lo hacen la mayoría de las veces, enteramente al margen de cualquier control, de manera que, aunque no se use la fórmula, muchos siguen actuando como si el poder se consiguiese “por la gracia de Dios”, sin respetar nada, ni dar cuenta a nadie.
La democracia es, a la vez, un sistema de legitimación y de control del poder, pero entre nosotros tiende a convertirse en un cheque en blanco; de este modo, el que llega al poder, en cualquier ámbito, en la política, en los sindicatos, en las universidades, etc. empieza a comportarse como si el poder le fuese otorgado exclusivamente por ser vos quien sois, no por la voluntad de quienes le han elegido y, que, por ello, tienen derecho a relevarle.
Estos días hemos visto como, por poner un ejemplo cualquiera, el rector de la UCM ha abusado de manera notoria de sus funciones presidiendo un acto político de acoso al Tribunal Supremo sin sentir, imagino, ni una ligera duda acerca de la legitimidad de su conducta. Este sujeto cree que la Universidad es suya, y hace con ella lo que quiere, y lo malo es que acabará por tener razón, porque se apoya en todos los que quieren ser dictadorcillos de algún nivel inferior y hacer, como el rector, de su capa un sayo.
Con esta idolatría al poder del que lo tiene, con esta falta absoluta de control y de exigencia de responsabilidades, estamos jibarizando nuestra democracia. Es penoso que todo un partido dependa, en realidad, del capricho de un único hombre, pero es así. El PSOE depende completamente del presidente, y aunque muchos se lamenten en privado de la extraordinaria letanía de errores que está cometiendo, nadie puede hacer nada, porque el partido está completamente jibarizado, hasta el punto de que su única cabeza es la de ZP, que acaba de parecer bastante. Solo se atreven a insinuar alguna crítica los que ya están fuera de la carrera política, los que nada tienen que perder.
Los ministros de ZP, es vox populi, son meros ejecutores de sus políticas, y de ahí su nombramiento de alguna de las personas más simples y necias que hayan obtenido nunca un cargo público. ZP, como el rey Sol, lo es todo, es el alfa y la omega del socialismo español, de la clase obrera, de los intelectuales comprometidos, sobre todo de una buena corte de afanadores que se refugian en sus inmediaciones para llenarse los bolsillos con cualquier motivo.
Los partidos se han convertido en un mero decorado, y podrían ser sustituidos con ventaja por coros de vociferantes a sueldo, porque detrás de sus imágenes no hay nada que no hayan decidido sus líderes, normalmente en soledad, raras veces en compañía de otros.
¿Se puede dar la vuelta a esta situación? ¿Es posible hacerlo mediante cambios en las leyes? Sin negar la conveniencia de ciertos cambios, como es común en cualquier democracia, creo que la hora presente exige valor cívico y responsabilidad personal. La democracia española está en un estado lamentable, secuestrada por muy pocos, con la pasiva sumisión de muchos, reducida a oscuras maniobras de palacio. Esto se arreglaría si los parados, y los que todavía no lo están, dejasen de consentir a los sindicatos lo que hacen, si los electores exigiesen a los políticos que no se olviden de sus problemas, si los periodistas impidieran que su trabajo se convierta en mera propaganda, si los intelectuales dejasen de avalar tanta mercancía averiada, etc. La democracia es el pueblo atento, los ciudadanos exigiendo a los poderes públicos. Estamos muy lejos de eso, pero no podremos echarle a nadie la culpa si la libertad vuelve a abandonarnos por largo tiempo.