Chesterton y el fútbol

Si hay algo que me pudiera haber gustado más que ser un astro del fútbol, sería escribir como Chesterton. Ahora que lo pienso, no recuerdo ninguna referencia del autor al fútbol, lo que me confirma en mi sospecha de que el fútbol ha llegado a ser lo que es a partir de la década del cincuenta. Chesterton escribe, sin embargo, como pudiera hacerlo un futbolista que dominase todas las suertes del juego, el regate corto, el desmarque, el pase largo, el arranque imparable, el tiro a la media vuelta, la vaselina, el pase al hueco, o cualquiera de los recursos sorprendentes de todos los buenos jugadores.

Por esa razón leer a Chesterton es instalarse en la sorpresa y, de vez en cuando, sentir ganas vehementes de gritar o de aplaudir frenéticamente; lo malo es que la lectura es un vicio solitario y todo lo que uno puede hacer es interrumpirse para reír a carcajadas, pero se corre el riesgo de que te tomen por loco. Hay una cosa todavía más llamativa en los textos de Chesterton que su carácter dinámico, revelador; es muy difícil no estar de acuerdo con lo que dice, lo que realmente es una rareza, sobre todo si, como me parece que es mi caso, se lee a la contra, tratando de quitarle el balón al autor para meterle un gol por la escuadra.

Los escritores que se dejan ganar no son siempre los peores, pero con Chesterton se te quitan las ganas de jugar y te pones, simplemente, a ver el partido que, en consecuencia, acaba siempre con goleada. Todo esto viene a cuenta de una cosa que ayer subrayé leyéndolo, y que dice algo así como que es un grave error suponer que la ausencia de convicciones definidas proporcione libertad y agilidad. No pude evitar el sentimiento de que, como diría Billy Wilder, nadie es perfecto: es obvio que Chesterton no es un posmoderno, y, por supuesto, que no ha tenido el placer de convivir con ZP, aunque no creo que esto pueda considerarse una carencia.

¡Todos al suelo!

Yo no sé si el comentario de Esperanza Aguirre sobre la abstención del PP frente a la propuesta de financiación autonómica ha sido conveniente o no, es decir, no sé si, por ejemplo, ayuda o no ayuda a su partido. No lo sé, sobre todo, porque el partido de Esperanza Aguirre tiene unas formas muy raras de procurarse ayuda y, por tanto, siempre acaba siendo un misterio si decir que dos y dos son cuatro pudiera ser conveniente. Bien, no sé eso, pero sí sé que lo que ha dicho Esperanza Aguirre es lo que piensa muchísima gente, aunque el PP parece tener unos estrategas que se dedican a tratar de ganar las elecciones no diciendo lo que piensa muchísima gente, y haciendo una gran variedad de cosas igual de sorprendentes.

La vida política no debiera construirse al margen de la lógica, ni de los sentimientos comunes. No se me alcanzan las intrincadas razones por las que algún sesudo líder del PP haya decidido que había que abstenerse en este asunto, pero reconocerán conmigo que resulta molesto no conocer esas razones, si se prefiere que gane el PP. Pues bien, para no hacer cosas raras, es bueno que doña Esperanza Aguirre haya dicho lo que piensa de esa votación, aunque, por disciplina, haya votado lo contrario de lo que creía conveniente. Ya es hora de que los españoles desmintamos a Quevedo y podamos decir lo que se siente sin necesidad de sentir lo que se dice, pero, sobre todo, no puede ser bueno, de ninguna manera, que se apunte a alguien en una lista por decir lo que piensa, cuando se forma parte de un partido que dice creer en la libertad y hasta en la persona.

Por eso me asustan los que dicen que hay mucha gente en Génova que mira mal a la presidenta madrileña porque se ha atrevido a decir lo que piensa. No puede ser. Ni siquiera en Génova debiera haber gente tan retorcida y tan rara. Me dicen algunos que para ganar las elecciones hay que hacer siempre lo que dicen en Génova, y con esto sí que estoy en total desacuerdo. Mi argumento no puede ser más simple: si se ganasen las elecciones haciendo lo que se dice en Génova, se ganarían siempre, y es evidente que ese no ha sido el caso, porque se han perdido en ocasiones memorables.

Si en Génova existiera un grupito de líderes que se dedicasen a marcar tan de cerca a sus rivales como marcan a sus correligionarios, es posible que los chicos de ZP no se mostrasen tan sueltos a la hora de zurrarnos la badana y vaciarnos el bolsillo. Y ya puestos, tal vez fuera bueno probar con procurar aquello que se dice defender, por ejemplo, que todos los españoles debiéramos ser iguales ante la ley, incluso los catalanes. Puede molestar a los catalanes que viven de serlo, pero les parecerá lógico a los demás, y de perlas a tantos españoles hartos de los complejos de quienes dicen representarlos.

Un balance de nuestra democracia

Ya quedan lejos los tiempos en que muchos españoles eran invitados a cualquier parte para hablar de nuestra transición a la democracia; ahora, con más de treinta años a las espaldas, somos ya uno más en un club que tampoco crece tan deprisa como pudo parecer entonces. En pura lógica, sería tiempo de reflexión y, por qué negarlo, de reformas, pero aquí parece existir un miedo a plantear esta clase de asuntos. La clave puede estar en que los que se sienten legitimados, el Rey y los partidos, no parecen necesitar más, al menos de momento, y piensan que puede ser peor el “meneallo”.  

Es evidente, sin embargo, que la mayoría está descontenta con nuestras instituciones y con los hábitos que imperan en la vida pública.  La gente no considera a los políticos como individuos admirables que se ocupan de asuntos de los que nadie quiere ocuparse, sino que los ve, más bien, como personas que se aferran al cargo y se olvidan con facilidad de servir a quienes representan. Suponiendo que esto sea así, al menos en alguna medida, la pregunta que se ha de hacer es muy sencilla: ¿por qué consienten los electores que sus representantes los ignoren? ¿Por qué apenas se abren paso en política personas de las que nos podamos sentir justamente orgullosos? 

Me parece que el quid de esta situación es relativamente sencillo. Los partidos han conseguido consolidar su poder a través de unas redes clientelares (que, dicho sea de paso, favorecen enormemente la corrupción), y mediante un proceso de apropiación del electorado que se fomenta promoviendo una cultura dogmática y maniquea, que sirve para bloquear cualquier atisbo de divergencia y de renovación en ambos lados del espectro. Los partidos consideran, por tanto, que los electores son suyos, y una buena parte de esos electores se siente premiada por semejante distinción. El éxito de esa cultura política, una oposición visceral entre izquierdas y derechas,  ha traído consigo una práctica desertización de la opinión independiente, una contracción del debate público a términos vergonzosos y un empobrecimiento de la atmósfera de libertad y de pluralismo realmente asombrosa. 

Necesitamos gente capaz de cambiar el sentido de su voto, personas que sepan ser exigentes y no consientan a los partidos que pretendan atraparlos en la infame dialéctica de o conmigo, o contra mí, una degeneración absurda de la democracia. No puede ser que todo se reduzca a decir si algo es de derechas o de izquierdas sin pensar si es útil, razonable o necesario. Es lamentable que el plan hidrológico nacional, la reforma de la educación o la disminución de la burocracia, sean malas para muchos, simplemente, porque las ha propuesto la derecha, o que, por el contrario, las desaladoras o las relaciones con Marruecos o la lucha contra el cambio climático sean perversas para otros muchos, simplemente porque han sido promovidas por la izquierda. 

Necesitamos gente que se empeñe en ser independiente, en no dejarse reducir a la síntesis que conviene a las cúpulas de los partidos. En realidad, sin personas capaces de pensar por cuenta propia, ni la libertad ni la democracia tendrían el menor sentido. Solamente cuando los partidos se den cuenta de que necesitan ganar los votos a base de buenas razones, y no a base de repetir eslóganes, ataques rituales e insultos, se preocuparán de poder contar con los mejores y se abrirán a la sociedad. Sin independencia, los partidos creerán que somos sus rehenes, gente con la que cuentan para embestir o para aplaudir, pero para nada más. 

Produce verdadero asombro ver la clase de gentes que, en muchas ocasiones, promocionan los partidos. A veces, se tiene la sensación de que muchos de ellos apenas podrían ganarse la vida honradamente en otras partes, que nada tendrían que hacer en situaciones en que no bastase con repetir como papagayos las frases supuestamente ingeniosas que ha ideado la central de propaganda de su organización.  

Sin la presión de las personas de criterio  independiente, los partidos se pueden dedicar, exclusivamente, a llenar espacios con figurantes, con aplaudidores, a mostrar supuestos actos políticos en las televisiones, reuniones en los que los ciudadanos reales están ausentes porque han sido sustituidos por disciplinados y telegénicos militantes que, al  parecer, no tienen otra cosa que hacer que sonreír al líder de turno. 

La independencia es muy necesaria en las personas, pero su ausencia es letal en las instituciones. Apenas hay parlamentarios capaces de hacer un trabajo propio, entre otras cosas, porque se les impide votar lo que mejor les parece: su voto está siempre cautivo. De este modo, la democracia languidece, se reduce a una mera apariencia, a una retórica que sirve para justificar las acciones de los poderosos. El poder del pueblo se convierte en una caricatura cuando la gente abdica de su obligación de tener un criterio propio y de atenerse a él por encima de todo. Muchos pensarán, con razón, que una democracia así, es un fraude.

Un problema de Arcadi

En uno de sus últimos artículos, Arcadi Espada muestra su temor de que, debido a la fuerza expansiva de la red, acabemos confundiendo el periodismo con la publicidad. Creo que, efectivamente, se trata de un problema, aunque es un problema con muchas caras, una vieja dificultad a la que la red añade aceleración y eficiencia, esto es, confusión.  

En una entrevista que le hizo Gaceta de los negocios, Jack Dorsey, uno de los fundadores de Twitter insistía en que lo que él ha creado es un medio de comunicación, una herramienta: mala cosa es corregir a los millonarios listos, pero no es lo mismo una herramienta que un medio de comunicación, y ese es el error que se comete tantas veces. Una herramienta te permite hacer algo, un medio de comunicación es una institución y ahí acaba la tecnología y empieza, o debería empezar, la moralidad, la racionalidad, la democracia y la ley.

La Prensa, pero no solo la prensa, puede ser víctima de esta clase de confusiones. Hace años Wittgenstein hizo una parodia de algunas ideas sobre la verdad  comparándolas con un individuo que, al leer una noticia, saliera a la calle a conseguir más ejemplares del mismo periódico para comprobarla. La credibilidad exige contrastes y puede perecer si el único criterio es la abundancia. No estoy clamando por ningún poder absoluto, pero sería necio desconocer que no podemos conformarnos con herramientas.

En la red no sobra libertad, pero faltan instituciones de referencia, lugares capaces de elaborar informaciones valiosas y críticas sobre lo que meramente se obtiene en fuentes primarias. Pasa en el mundo de la ciencia y en el de la noticia. Siempre que no sea fácil distinguir entre información y fuente, y entre distintos tipos de fuente, la información se confundirá con su contrario. Y eso no es algo que no deba preocuparnos. Creo que Rorty tenía razón cuando decía preocúpate por la libertad que la verdad ya se ocupa de sí misma, pero no me parece que eso equivalga a no discutir, justo lo contrario.

 [publicado en adiosgutenberg]

La libertad va por barrios

Leo las declaraciones de un músico catalán que dice una cosa muy sensata, a primera vista: que la libertad está en la cabeza de las personas. En una segunda lectura, veo que lo que ha dicho es distinto. Lo que dice el cantante es que la libertad de un país está en la cabeza de las personas. Luego, aparte de hablar de sus músicas, se dedica a dar una serie de opiniones sobre la dominación borbónica de estos últimos trescientos años (imagino que se refiere solo a Cataluña, pero quizá el argumento sea más general). Sobre este asunto dice algo un poco sorprendente, a saber, que hay dos interpretaciones, cuando lo lógico sería que dijese que hay muchas más, porque habrá que suponer que haya más de dos personas que se han ocupado del asunto. La libertad es una cosa delicuescente, sobre todo en las cabezas del personal. Ya se entiende que es una forma de hablar. Pero la libertad de un país es una entidad  que cabe mal en las cabezas. Los tratadistas políticos, que algo creen saber del asunto, suelen considerar que la libertad de un país está no en las cabezas de sus ciudadanos sino en la naturaleza jurídica de sus instituciones y, precisamente porque está ahí, pues los ciudadanos pueden actuar con libertad, es decir pensar lo que quieran, decir lo que les apetezca y hacer lo que estiman les conviene. Eso es, exactamente, lo que hace con donosura nuestro músico. Pero, al parecer, él cree poseer un grado más alto de libertad por tener una cabeza, digamos, libre de prejuicios y, a su manera, prodigiosa. Esta es una creencia muy positiva para casi todo el mundo y, como ya hizo notar, Michel de Montaigne, hace más de trescientos años, se trata de un patrimonio muy bien repartido por el buen Dios puesto que cada cual cree gozar de la mejor parte. Lo curioso de nuestra democracia es que abundan los que tienen que buscar en su cabeza para encontrar la libertad de su país. Algo anda mal, fuera de sus cabezas.

[publicado en Gaceta de los negocios]

Carbonell, a por todas

El presidente del CAC, un organismo con sede en Cataluña y difícilmente homologable con cualquier otro del mundo libre, como se decía hasta que la corrección política prohibió la palabra, ha decidido que la acción benéfica del organismo que preside, la regulación de los medios de comunicación para que no se propasen, debe extenderse a Internet que, como todo el mundo sabe, es un lugar de desmadre al que ya es hora de poner en su sitio.

La sensibilidad de Carbonell a las demandas populares es impresionante. Son muy pocos los que han sabido percibir hasta ahora ese auténtico clamor, sordo pero inmenso, de los usuarios del mundo entero pidiendo que alguien ponga coto a los excesos de Internet. Menos mal que en Cataluña, para muchos el nuevo vigía de Occidente, alguien no descansa y no pasa por alto las cosas realmente importantes.

El mundo va mal porque está descontrolado. Por ejemplo, la crisis financiera no habría tenido lugar si, como propuso IU en Madrid, de controlase el tráfico de los billetes de 500 euros. Seguro que IU o su franquicia en Barcelona apoya la iniciativa del presidente del CAC, porque todos los progresistas tienen las ideas claras con independencia del lugar en que se oponen. La cosa no es tan clara cuando mandan y, como en Cataluña manda el tripartito, Barcelona podría dar ejemplo de coordinación de funciones dentro de una ordenada concurrencia de criterios.

No sé si Carbonell se da cuenta de la cantidad de nuevas tecnologías y de nuevos empleos que se pueden derivar de una iniciativa como la suya, con la posibilidad de exportar know how a economías en pleno crecimiento, como la China o la de aquellos países islámicos que quieren poner coto a la colonización que padecen mediante la red, un caso que también preocupa en Cataluña. Se podrían crear inspectores de barrio, quizá de manzana si la penetración avanza, para evitar que la gente se salte las sabias  normas del CAC mediante artificios y piraterías diversas: un auténtico maná de empleo en una sociedad cada vez más armónica. Así da gusto.

[publicado en Gaceta de los negocios]

Conducir por tí

Veo en el Washington Post que algunos padres en los EEEU están instalando cámaras en los coches de sus hijos para poder controlarlos en el caso del que el coche haga algo raro, acelerar bruscamente, girar más deprisa de lo debido etc. La aplicación puede ser sorprendente, pero el uso parece un poco espantoso. 
El amor filial, como todos los amores si se desmiden, puede producir sus monstruos. El afán de control de lo ajeno es siempre un poco patológico, aunque ese ajeno sea nada menos que carne de nuestra carne. Yo recuerdo con inmensa gratitud la libertad que supieron darme mis padres en un momento en el que la libertad estaba escasamente de moda. A mi manera, he procurado hacer lo mismo, pero podría resultar que eso fuese una irresponsabilidad. No lo creo. Me temo, más bien, que las posibilidades que nos brinda la tecnología se pervierten cuando en lugar de servir para hacer el mundo más interesante y nuestro conocimiento más ágil y sencillo se convierten en garlitos, en trampas. Desgraciadamente hay situaciones en que los controles parecen necesarios, pero nada hay más absurdo que el exceso en estas materias. Aunque sea con los mejores propósitos.