Día del libro

Según la tradición, más fuerte en Barcelona que en Madrid, me parece, el 24 de abril es el día del libro. Esto de celebrar “días de” es un recurso que se emplea, sobre todo, para promover causas que, por alguna razón, se supone que debieran suscitar más entusiasmo del que de hecho suscitan. No hay por ejemplo un día del dinero, o del fútbol, me parece que no lo necesitarían. El día del libro, en concreto, es un buen momento para practicar el fariseísmo cultural, que es una de las especialidades de la hipocresía que tiene mejor prensa.  
Ahora se habla mucho de la crisis del libro y de la crisis de la lectura. Hay quienes, opositores a cualquier clase de cambios, ven en la tecnología, y, en especial, en los e-book o libros electrónicos, la causa universal de todos los males, una nueva barbarie. Tienen razón, desde el punto de vista de sus intereses, porque suelen defender un negocio que muy pronto va a desaparecer y que, en cualquier caso, no conocerá ya más días de gloria. Me refiero, como es obvio a la edición en papel, a la mercadotecnia de los best-seller, a la promoción de vistosos objetos con letra gruesa, destinados generalmente a los que apenas leen, si no es a impulsos de la propaganda.
Se equivocan gravemente en sus diagnósticos. El peligro para la lectura no está en la tecnología, sino en la ignorancia, en la mala educación, en el atontamiento general de esos públicos que se sienten obligados a leer libros como si fuesen noticias o signos de  una moda, culta, por supuesto.
La lectura se está convirtiendo en una posibilidad infinita, barata, riquísima, gracias a Internet y a pesar de la imprenta. No hay que tener ningún miedo a que se pierda nada valioso, aunque no creo que se vayan a poder evitar las plagas, suecas o de otro tipo, porque los mercaderes no suelen tener nada de tontos y aprenderán, más pronto que tarde, a conquistar estas nuevas posibilidades, pero cualquiera que quiera aprender y no perderse nada de lo que considere esencial, lo tendrá más fácil que nunca. 

El ISBN y los libros digitales

Gracias a José Antonio Millán y su Libros y bitios, me entero de que la agencia internacional del ISBN pretende que los libros digitales tengan un ISBN distinto, a semejanza de lo que ocurre con las diferentes ediciones en papel.

A salvo de mejor opinión, creo que se trata de un intento quimérico de controlar algo que, ni necesita, ni admite, ese tipo de control. Las burocracias tardan en comprender que las cosas cambian. Seguir pensando en los libros digitales en términos de libros de papel es casi inevitable para cualquier funcionario, aunque sea un error muy de fondo. La edición digital nos permite pensar en la mismidad de un texto, en su identidad, en términos completamente distintos de los usuales para referirnos a libros de papel, a objetos.

No creo que en esto se pueda ver ninguna amenaza a la integridad de las obras, a la autoría o a la edición de calidad. Creo exactamente lo contrario, pero todavía no tenemos los medios precisos para poder crear los identificadores adecuados, o, mejor dicho, los tenemos, pero no hemos adoptado ninguna solución, aunque sea claro que el ISBN no lo es.

Los textos digitales admiten, en principio, identificadores internos, etiquetas que podrían formularse para que designasen a un determinado texto y nada más que a ese texto, de manera completamente independiente de los caracteres de su edición en papel o digital. Se trata de un tipo de etiquetas que todavía no existen, pero que existirán y que recogerán notas esenciales del texto, no de sus ediciones, aunque sí de sus variantes, cuando las haya. Hay que reconocer que empieza a ser urgente la existencia de tales adminículos, pero no conviene olvidar que el ISBN llegó cuando el número de publicaciones ya estaba muy crecido.

¿Cómo podrían ser esas etiquetas? Creo que Karim Gherab Martín y yo mismo hemos desarrollado algunas ideas claves para afrontar esta tarea, y también me parece tener ideas bastante claras sobre el asunto, pero a lo mejor me equivoco, y, en cualquier caso, no me caben en este post.

El libro como ideología

Es frecuente que los prejuicios se originen en una experiencia negativa, en cualquier incomprensión, o en algún trauma. A veces, si no siempre, tienen también una explícita función ideológica, esto es, de ocultación de la realidad para beneficio de ciertos intereses. Pienso esto cada vez que leo o escucho, lo que desgraciadamente tiene casi carácter de plaga, las jeremiadas de los que temen la desaparición de la lectura, y los pronósticos de catástrofe cultural en el caso de que desapareciesen los libros, ese artefacto que, según algunos, nos ha enseñado a pensar, es decir que ni Homero, ni Sócrates, ni San Pablo pudieron pensar nada.

Esta confusión de las ideas con su soporte es una de las tonterías más fértiles que hayan existido nunca. Creo que las razones de esa fecundidad derivan, precisamente, de que la primera vez que se escucha una cosa con tan escaso fundamento, algo que pensó Mc Luhan, según se dice, aunque tampoco sea así, acaso se tenga la sensación de que se asiste a la revelación (¡eureka!) de un secreto, a algo tan decisivo, por ejemplo, como la comprensión del principio de inercia, que, dicho sea de paso, ignoran profusamente muchos de estos eruditos violetiles, o la naturaleza profunda de la plusvalía.

No todo el mundo es capaz de sustraerse a la emoción que proporciona la comprensión de una idea tan revolucionaria, tan contraria al burdo sentido común de, por ejemplo, comerciantes, ingenieros y otras gentes inútiles e incapaces de comprender los principios de la fenomenología y, no digamos, de la post-metafísica.

Una vez en posesión del secreto ya todo consiste en adoptar un tono apocalíptico que le coloque a uno en un nivel adecuadamente exquisito. Y una vez allí, los más tontos, se lanzan a la apología del libro de papel como si nos fuera en ello la vida y, como de costumbre, porque para eso son ellos sabios, sin molestarse en analizar las alternativas, en revisar los tópicos.

Los más despabilados saben mejor lo que están haciendo y barren para sus casas, mientras buscan una oportunidad para alcanzar lo imposible: que los dueños de un imperio que se derrumba sean también los líderes de la nueva era; no ha pasado nunca, pero son muchos los que, copiosos pensadores de frases hechas, se dicen aquello de ¡qué me quiten lo bailado!

Una Feria sin futuro

Entre los españoles ha sido frecuente el arbitrismo, la propuesta de naderías para remediar grandes males. Una forma peculiar de ese tipo de simplezas es negarse a ver que las cosas cambian y que, en ocasiones, lo hacen por buenas razones. Ahora la Feria del libro de Madrid ha decidido que en sus pabellones no haya lugar alguno para ninguna especie de digitalización. Para los feriantes madrileños, los sistemas lectores digitales con tinta electrónica, los e-readers o portalibros, por ejemplo, no existen, aunque se sepa que en Estados Unidos se han vendido en un año más de medio millón del modelo de Amazon o que en España, en el que son productos casi clandestinos, se han vendido ya unas docenas de miles. Yo tengo uno y he comprado ya cinco (para regalar o por encargo), de manera que no hablo de oídas, y les aseguro que es el aparato más agradable y rentable que he comprado en mi vida, incluyendo la legión de teléfonos móviles que he ido consumiendo. No conozco a nadie que lo tenga y no esté encantado, pero en nuestro país abundan los expertos que predican contra estos artilugios como si se tratase de la misma peste. 

El benemérito director de la Feria ha dado de esta curiosa exclusión una explicación realmente imaginativa; según él, la Feria venía ocupándose desde hace más de diez años de la edición digital y comprobando que eso interesaba a muy poca gente, es decir que han tomado una decisión escuchando al mercado y desoyendo sus intereses. Es asombroso, literalmente asombroso, que se pueda ir por el mundo adelante con esa mentalidad. Con defensores de la cultura como estos feriantes, vamos directos al limbo. El historiador E. H. Carr decía que muchos de los lamentos de los viejos profesores universitarios contra el progreso se podían explicar, probablemente, porque habían perdido la ayuda material de algún sirviente barato. No quiero hacer esa clase de objeciones, pero me parece que la miopía es algo más que una peculiaridad cultural, es una penosa dolencia que se puede curar con ayuda de un oculista. Pero hay que empezar por visitarlo.