Como el panorama al que se enfrenta el nuevo Gobierno deja poco margen, la cuestión política de mayor calado es la que se refiere a la orientación que tomará el PSOE tras su derrota. Su Congreso será antes que las elecciones andaluzas, y en esa tierra, de manera que los delegados no tendrán que moverse en zona de infieles, aunque harían bien en no dejarse llevar por espejismos a la hora de valorar las posibilidades que tienen por delante, porque, aún con una cierta recuperación de su voto, la crisis del PSOE podría considerarse con menor dramatismo, pero no con menos profundidad.
Lo primero que habría que descartar es la conversión de Zapatero en el único pagano. Es verdad que Zapatero se ha movido no poco para tratar de evitarlo, y que ha estado notoriamente ausente a la hora de dar la cara, pero sus mutis no han hecho sino dibujar la contrafigura de un proceso por el cual los socialistas parecían querer endosarle de manera integra y sin salvedad alguna la responsabilidad de su mala fortuna. Hay dos poderosas razones para que el empeño de exonerar al partido del desastre general sea un imposible: la primera de ellas es que, sin excepción, los dirigentes del PSOE han acogido con mansurrona disciplina todas las iniciativas de Zapatero, que no han sido pocas ni irrelevantes. El PSOE bajo Zapatero ha sido un partido rocoso, férreamente unido tras su líder y en el que no ha habido ni la más ligera discrepancia. Sólo cuando el desastre era ya inevitable se ha ensayado un alejamiento y eso, segunda razón, ha impedido que nadie cogiese el toro por los cuernos y tratase de encabezar una oferta electoral que ligase con las recientes rectificaciones del presidente; es claro que eso hubiese supuesto hacer de la necesidad virtud y, además, un giro tremendamente radical de su retórica política, pero al no haberlo ni insinuado, al afirmar expresamente que se iba a pedir a Europa una moratoria de dos años, el PSOE perdió una oportunidad que solo se reserva a los audaces, la de ofrecerse como mejor gestor que la derecha, frente a una crisis excepcional. Aun asumiendo la responsabilidad política de los errores, podrían haber tratado de poner en valor los recortes del Gobierno, y definir una estrategia económicamente ortodoxa, pero políticamente distinta a lo que, a su parecer, trataba de ocultar Rajoy. Era una difícil oportunidad para un político de primer nivel, y ya pasó. Al haber renunciado a ese audaz gambito, que no hubiese supuesto mayores pérdidas que las habidas, el PSOE se quedó sin iniciativa, y fatalmente condenado a correr hacia atrás, a la búsqueda imposible de un tiempo que, como decía Quevedo, ni vuelve ni tropieza.
El dilema al que ahora se enfrenta el PSOE no es menos peliagudo que el que acaba de evitar por incomparecencia de un líder de auténtico empuje. Si Rajoy acierta, estarán perdidos, y si tarda en hacerlo, carecerán de autoridad cualquiera para hacerle una oposición capaz de suscitar apoyos nuevos. El futuro del voto para el PSOE parece rotundamente decreciente, y la cuestión que han de afrontar no es la de explicar cómo han llegado a perder cuatro millones largos de votos, sino qué puedan hacer para no seguir desangrándose. Hoy por hoy, el PSOE ha perdido la posición privilegiada que tenía en el centro del sistema, y no es evidente que la vaya a recuperar haga lo que hiciere. El PSOE ha de enfrentarse, por tanto, a un auténtico proceso de reinvención, porque el PSOE post-franquista que hemos conocido está en trance de liquidación. Se abren, en consecuencia, dos opciones: la primera, reconstruir ese PSOE herido pero no muerto; la segunda, tratar de enlazar con algunos de los valores perdidos de la más vieja tradición socialista, esa que gustan de invocar pero con la que rompieron quizás demasiado deprisa y radicalmente. El elemento esencial de esa tradición ha sido el que justifica la existencia de una E en el acrónimo con que se conoce al partido, su españolidad, un rasgo que ha sido puesto entre paréntesis más veces de lo necesario dejándose llevar de la absurda idea de que España fuese un invento reciente, una pesadilla franquista. Hora es ya de que el PSOE vuelva a ser español de manera tranquila y no vergonzante. La segunda seña abandonada, aunque seguramente de forma más superficial, es la idea de que la igualdad no tenga nada que ver con la economía, que esa pulsión se pueda nutrir exclusivamente con ocurrencias que resulten molestas a los muy conservadores, aunque no sirvan para otra cosa. El PSOE debiera tomarse más a pecho la igualdad, aunque eso pueda impedir que indulten sin aspavientos a un banquero pillado in fragantihaciendo cosas que llevarían a prisión al común de los mortales.
Los socialistas saldrán por do les parezca, faltaría más, pero se equivocarán gravemente actuando como si su problema pudiera reducirse a un mero fallo de liderazgo, como si valiera acogerse a cualquier política excéntrica y fuera de lugar.