Algunas películas de éxito recurren al expediente de fabricar secuelas para explotar su tirón. Se trata de una estrategia basada en la insaciabilidad de cierto público, pero que respeta siempre una regla, a saber, no alterar el carácter del personaje principal. El caso de ZP es digno de estudio porque supone una violación de esa regla. Veamos:
Zapatero a secas, fue un éxito inesperado, pero a posteriori se le vieron hechuras al producto: la sonrisa, el talante, el buen rollo. Una especie de Peter Pan que venía después de un personaje algo más hosco y ese parecía su mayor atractivo, poca cosa, como se ve.
Zapatero II se aprovechó del tirón del personaje para presentarnos un tipo profético, el economista capaz de superar a Italia y a Francia, el amigo de Obama, el líder capaz de suprimir el paro, de firmar la paz con ETA, en fin, casi un milagro.
De repente, a mitad de temporada, se desencadena el caos, la gente ya no compra el producto, las cañas se vuelven lanzas, y la factoría de La Moncloa saca a la calle, en horas veinticuatro a Zapatero III, un hombre de estado, un tipo capaz de imponer sacrificios al más pintado, bueno, «a ese no, que es de los nuestros», pero a todo el mundo.