Puede que sea cosa del madrileñismo agudo que padecemos todos los que nos tenemos por madrileños habiendo nacido en otra parte, como debe ser, pero el caso es que tengo la sensación de que, desde hace algún tiempo, las malas noticias abundan en la Ciudad Condal y en sus alrededores, que, para un tío de Madrid, son esencialmente indiscernibles de la ciudad en la que ahora se juega el mejor fútbol.
Madrid anda algo rezagada en sucesos y solo la providencial intervención de Magdalena Álvarez en los asuntos de Barajas nos coloca en la crónica de sucesos con condiciones mínimamente comparables a las de los catalanes.
Creo que es un asunto al que hay que dedicar una pensada. En cambio el planeta político catalán está como una balsa si se piensa en la expectación sobre el final de la película de espías que nos tiene a los madrileños pendientes de revelaciones tan minúsculas como trascendentales que lleva a cabo sin desmayo el periodismo madrileño de investigación. También habría que echarle una pensada a esta cuestión.
A mí se me ocurre que pudiera haber algún factor común en ambas desviaciones de la normalidad más razonable. Tal vez ocurra que los políticos están empezando a pensar que la democracia es cosa que solo depende de las elecciones y que las elecciones se ganan con buena propaganda y con medios de prensa adictos, es decir, que no hay que preocuparse ni del estado de los pabellones municipales, ni de las cuentas públicas, porque si pasa algo con eso siempre se puede cargar en la cuenta del acaso o a la crisis financiera, que siempre es culpa de otros.
Nuestros políticos se sienten muy seguros de nosotros, nos saben leales, nos tienen trincados, y por eso se olvidan de las cosas de la calle y se dedican intensamente a sus asuntos que, en el fondo, nos importan un bledo. Es decir que en vez de la democracia, los políticos creen haber descubierto el Paraíso y se dedican intensamente a solazarse.
[publicado en Gaceta de los negocios]