Rajoy

Ha dicho algo que podía esperarse, pero dudo que su decisión haya sido la más sabia y más valiente. Me temo que no se le vaya a creer, porque los millones son muchos y el tesorero no era un cualquiera. Rajoy lo tenía muy difícil, pero esto no ha hecho más que empezar, y no estoy seguro de que haya escogido el mejor camino,  ni el más patriótico, pero, en fin, así son las cosas, y daría igual que yo pudiera creerle, sería una rareza. Es descorazonador ver a un ejército de gente supuestamente decente luchar contra gigantes diciendo que son molinos. El caso es que las naciones se van haciendo a golpe de aciertos o desaciertos y no creo que el de hoy haya sido de los primeros. El sostenella y no enmendalla no se tiene de píe en un mundo tan descreído y tan de imágenes como el de hoy. Es trágico que se haya de morir por una picadura de mosquito, pero a veces pasa, y, por cierto, ¿no creen ustedes que sería bueno que Ana Mato fuera reintegrándose a su vida privada? Seguramente sufriría menos, eso dicen sus amigos. 
Nexus 4

Ante las urnas

Tras una buena serie de afirmaciones contrarias finalmente desmentidas, tal y como es norma del personaje, Zapatero ha convocado las elecciones generales para finales de noviembre. No son fáciles de entender ni la fecha escogida, ni el largo período de campaña, apenas aliviada por los calores, que nos espera. Algunos, bien informados para nuestra desgracia, sugieren que en agosto podrían crujir más de la cuenta las cuadernas económicas, pero seguramente no faltará quien impute el posible desastre a la inminencia de la llegada de Rajoy a la Moncloa, pues ya se sabe que siempre hay gente dispuesta a todo.
El legado que deja Zapatero es realmente espantoso. Ya se puede preparar el próximo Gobierno porque le va a costar mucho doblar el Cabo de la Buena Esperanza, con la mar muy bravía, y sin que se adivine ninguna calma inmediata.
Mi impresión es que, aunque parta de favorito en las encuestas y en los deseos de muchos, el papel que ha de jugar Rajoy en estos meses va a ser singularmente difícil. Su primera aparición tras la noticia de la convocatoria tuvo altura y serenidad, pero cometió el error, a mi gusto, de prometer algo que difícilmente vaya a poder mantener, de ponerse la venda antes de la herida. Se trata de un error muy común en la derecha que da, sin mayores precauciones, por buenos los pronósticos que le proporciona la izquierda. La teoría de la izquierda dice lo siguiente: Zapatero ha perecido porque, valiente y gallardo, se negó a hacer recortes sociales, y cuando tuvo que hacerlos, perdió definitivamente su prestigio político, se condenó a la retirada. En consecuencia, si la derecha, que es perversa, hiciere lo que ha debido hacer, inexcusablemente y por patriotismo, la izquierda, su hegemonía se acabaría en horas veinticuatro. Así pues, respondiendo a esa curiosa teoría, el señor Rajoy se ha apresurado a decir que él no hará recortes sociales.
La verdad, sin embargo, es que los recortes sociales los ha hecho Zapatero a lo largo de seis largos años de política económica irresponsable que nos ha llevado casi hasta los cinco millones de parados, y que ha hecho, por ejemplo, que para pagar los intereses de la deuda en el año 2011 sea preciso destinar más del 75% de los ingresos por el IRPF.
Rajoy tendrá que decirle a los españoles la verdad en unas circunstancias difíciles, dramáticas, pero me parece que sería un error pensar que quienes le pueden votar vayan a asustarse por lo que se les diga: el verdadero susto lo llevan en el cuerpo cuando ven lo que les pasa, y cuanto ocurre a su alrededor, y su miedo mayor es a que alguien les siga engatusando mientras les conduce al abismo.
Rajoy tiene que empezar a hablar a los españoles de tú a tú, descubrir que hay gente dispuesta a oírle y deseosa de que tenga éxito. Tiene que encontrar un tono que no es fácil de manejar, pero que no puede ser lisonjero ni halagador, aunque esté inspirado en la esperanza que merece el esfuerzo extraordinario que habremos de hacer. Tiene que mostrar que si los españoles llegamos a depositar su confianza en él es porque confiamos en nosotros mismos, sin esperar a que nadie nos resuelva un problema que hay que abordar con más empeño, más sacrificios y más paciencia que nunca.
Rajoy está demasiado acostumbrado a reñir al Gobierno, y a fe que no han faltado motivos para hacerlo, pero ahora tiene que convencer a los españoles de que España tiene solución y que merece la pena pelear por un porvenir brillante y atractivo, pasar por los malos ratos que se hayan de pasar hasta poder asomar la cabeza de nuevo. Como dijo en una memorable ocasión Francisco Umbral, Rajoy tiene que dedicarse a hablar de su libro, de un programa que no podrá reducirse a una serie de recetas temerosas sino que tiene que ser un ambicioso proyecto político de restauración del pacto constitucional, y de reconstrucción de un hogar común casi enteramente destruido por la insensatez, pero que es una condición imprescindible para que podamos tener de nuevo una economía próspera. Este programa ha de tener la suficiente energía como para hacer posible lo necesario, ha de proponer unas políticas muy distintas a las socialistas, a las clásicas y a las de Zapatero, pero sin romper los moldes de un sistema en el que siempre tendrá que haber lugar para la alternancia, para la libertad, de tal modo que aunque el PSOE lo haya hecho tan rematadamente mal en estos años, pueda reinventarse y encontrar de nuevo un espacio necesario, y cómodo, en el marco constitucional.
Se trata, pues, de algo mucho más delicado y sutil que llevar la contraria, de conseguir que los españoles sepan que, por fin, podrán tener un Gobierno que no sienta la necesidad de mentirles porque está cierto de que ellos son los más interesados en tener un buen diagnostico y aplicarse la terapia, aunque sea dolorosa, y que eso se puede hacer sin que se tenga la sensación de que siempre son los más los que pagan los platos rotos por la irresponsabilidad de los menos.


Los ordenadores nos arruinan la memoria, y nosotros sin hacer nada

Los silencios de Rajoy

Es un secreto a voces que una parte significativa de los militantes y votantes del PP están descontentos del perfil deliberadamente bajo que adopta Mariano Rajoy, lo que, naturalmente, no quiere decir que vayan a dejar de preferirlo a cualquier posible candidato del PSOE. Dando este dato por cierto, hay que preguntarse por las razones de tal actitud. La teoría dominante es que esa elipsis del líder del PP es deliberada, y se funda en análisis de sus asesores y, en último término, en dos convicciones de carácter estratégico. En primer lugar la suposición de que las elecciones “no se ganan, sino que se pierden”, ayudada por el convencimiento de que ZP las está perdiendo, tal como hoy indican las encuestas. Una segunda suposición, también muy importante, es la de que al PP no le conviene una gran movilización electoral de la izquierda, lo que resulta inevitable con un PP más beligerante, porque, simplificando mucho, a mayor participación electoral mayor probabilidad de victoria de la izquierda.
Creo que ambas suposiciones son, al menos, parcialmente correctas. No me parece, sin embargo, que sean enteramente ciertas, sino que, a la vista del comportamiento electoral de los españoles, se debieran matizar de modo muy significativo, pero, en cualquier caso, creo que para que puedan integrar cualquier programa político necesitan algunas hipótesis adicionales, que normalmente no se discuten, y que, si se dan por ciertas, pudieran conducir a eso que Thomas R. Merton llamó una profecía que se autocumple, una self-fulfilling prophecy, en particular, a una nueva derrota de Rajoy y del PP, ante Zapatero, o ante otro.
La hipótesis adicional que puede conducir al fracaso, se expresa, a mi entender, en otra doble la creencia: en primer lugar, la suposición de que la cultura política de los españoles es casi completamente inmutable y mayoritariamente de izquierdas, y, en segundo lugar, la convicción de que los partidos políticos, y en este caso el PP, no deben trabajar en ese terreno, puesto que son meras máquinas cosechadoras que deben dejar a otros la tarea de la siembra y el resto de faenas del campo. Ambas convicciones son, a la vez, excesivamente acomodaticias y, la segunda, al menos, rotundamente falsa, y lo sería tanto más cuanto la primera fuese más correcta. En la medida en que la dirección del PP tuviese ambas creencias, por el contrario, como ciertas, debiera actuar de la manera más disimulada posible, para hacerse con el poder en un descuido y tratar de mantenerlo mientras sea posible; creo que muchos suponen que eso es precisamente lo que se está haciendo, pero, si así fuere, se trata de un error de libro. Incidentalmente, una de las razones que puede abonar el equívoco de algunos estrategas del PP es un análisis deficiente de las razones de la sorprendente derrota del PP tras una legislatura en que había obtenido la mayoría absoluta, pero esta es otra cuestión.
Que la cultura política de los españoles sea de izquierdas es solo una media verdad, tan cierta como su contraria; lo que, sin embargo, es un hecho, es que la izquierda se toma más en serio la defensa de sus valores y promueve con eficacia una sociedad muy conformista y acrítica, subvencionada y dependiente; así tenemos, por ejemplo, que apenas el 4% de los españoles aspira a ser empresario y un 72% desearía ser funcionario, mientras que la derecha da muchas veces la impresión de que lo único que puede alegar en su defensa es que gestiona mejor los recursos públicos, un alegato muy débil e ineficiente en términos electorales. ¿Qué ha hecho el PP desde 2004 para combatir este estado de cosas? Me temo que apenas nada, y eso cuando no lo fortalece pretendiendo, de manera absolutamente absurda, resultar más protector de los llamados derechos sociales que la izquierda.
EL PP presume muchas veces de sus 700.000 militantes, pero, salvo en algunos lugares, no tiene una maquinaria política medianamente en forma, como se demuestra cuando se queja, a mi modo de ver absurdamente, de que las sonoras pifias de ZP no obtengan en las calles el rechazo que cosecharon sucesos mucho menos imputables a errores del PP, como se pudo ver en el ejemplar caso del Prestige.
Si el PP temiese la respuesta negativa de una izquierda siempre dispuesta al “no pasarán”, se equivocaría con un imposible disimulo, mientras que trabajará en contra de sus intereses, y de los de la democracia, si renuncia a desarrollar políticas nítidamente distintas de las del PSOE, y a justificarlas sin ninguna clase de temores. Ese trabajo ha de suponer un día a día sin desmayo y sin miedo, un análisis continuo de los problemas de los españoles y un contacto constante con la sociedad civil. El problema es que eso suele ser incompatible con una organización cerrada, sin ninguna democracia interna, y cuya acción política tienda a limitarse al aplauso del líder cuando desplaza sus escenarios de opereta por los espacios afines.
[Publicado en El Confidencial]

¿Acierta Rajoy?

Para quienes crean que la política es algo más que una lucha por la supervivencia, que, más allá de las añagazas del día a día, se sustancian asuntos de calado, la gran pregunta que hay que hacerse es la siguiente: ¿está acertando Mariano Rajoy con su política de perfil bajo? Esta cuestión no puede reducirse a un pronóstico, sino que debería formularse a la luz de ciertas cuestiones que habría que analizar con la prudencia que se requiera, pero sin ocultar las lo que se juega con las distintas respuestas. El factor decisivo no puede reducirse a si esa política será capaz de llevar al PP al gobierno, por más que esa expectativa pueda satisfacer holgadamente las apetencias de muchos de sus dirigentes. Hay ocasiones en que las victorias pueden ser el preludio de un fracaso más de fondo, además de que, como se sabe desde los griegos, hay victorias pírricas, esas que pueden hacer preferible una derrota digna.

El Partido Popular ha venido aplazando de manera bastante insensata el planteamiento de un debate ideológico decisivo, una discusión que, por supuesto, interesa profundamente a sus electores, pero que, por razones de conveniencia inmediata, siempre se pospone. Para quienes crean que ocultar esa clase de conflictos de principio es sinónimo de sabiduría política, bastaría con recordar la manera en que Felipe González abordó la relación de su partido con el marxismo, una especie de dije ideológico sin el que la mayoría de los que se querían tener por militantes de izquierda pensaban que se sentirían desnudos y ridículos. Felipe tuvo el coraje de enfrentarse al populismo de izquierda, para proponer una definición mucho más nítida de su partido, y de esa atrevida jugada sacó energía suficiente para largos años de liderazgo.

El Partido Popular se encuentra ante una disyuntiva que no es menos radical que la que Felipe supo acometer con determinación. Como en este caso, así pasa siempre en política, la cuestión que el PP debiera afrontar se refiere a su definición política, que no ha hecho otra cosa que desdibujarse desde 2004. Hace falta ser muy torpe para no ver que el proceso que llevó a la victoria del PP en 1996 fue una auténtica hibridación entre la vieja AP y los restos de los equipos políticos que lideraron la transición en las formaciones de centro. Aznar supo conducir ese proceso con mano firme, consiguió llegar al poder y, tras cuatro años de gobierno ejemplar, alcanzar nada menos que una mayoría absoluta.

¿A qué cuestión de fondo respondió esa política? Pues a la construcción de un partido nacional, de un partido que pudiese mantener una política aceptable para cualquier español que creyese en la iniciativa individual, en la libertad, en el fortalecimiento de una patria común y en la necesidad de reducir el tamaño y la presencia de los poderes públicos. Con más aciertos que errores, esa fue la directriz del PP durante dos legislaturas.

Cuando llegó el sobresalto de 2004, el PSOE, bajo la batuta de ZP, inició una andadura estrictamente contraria a la que había inspirado el gobierno del PP, y a la vista están sus consecuencias. Donde el PP había tratado de mantener una política de cohesión, el PSOE buscó lo contrario. Sea cual sea el juicio que merezca esta estrategia de los socialistas, lo que debiera estar claro, y por desgracia no lo está, es que el PP no tenía razón alguna para tratar de adaptarse a esa nueva situación: el hecho es que no ha sabido responder de manera notoria, convincente y gallarda. Los líderes del PP se refugian con demasiada frecuencia en el eufemismo de que “su posición es bien conocida” para evitar actitudes que la izquierda les reprocharía como intransigentes y sectarias. Lo curioso del caso es que, tras ese disimulo, el PP tampoco obtiene el éxito que supuestamente lo justificaría; no ha servido, por ejemplo, para mejorar los resultados electorales en Cataluña o en el País Vasco, ni han conseguido el cese de los denuestos de nacionalistas y zetaperos. Lo siento por la crudeza de la expresión, pero en español existe un refrán para esta clase de situaciones: cornudo y apaleado.

Ahora tenemos un PP diferenciado que propende a jugar al valencianismo en Valencia, al galleguismo en Galicia, y a lo que toque en cada parroquia. El PP no está sabiendo mantenerse como un partido nacional en cualquiera de las esquinas de España, de una nación chantajeada y vilipendiada no ya por sus enemigos, sino incluso por los que gobiernan en su nombre.

Para evitar tensiones políticas, se habla incluso de aplazar el Congreso Nacional que tocare antes de las próximas elecciones, fiándolo todo al fracaso ajeno y al mantenimiento de una ataraxia aparente, inducida e impropia. ¿Alguien espera que un programa tan débil pueda tener éxito? ¿Alguien supone que por esa vía de renuncia estéril se puede conseguir una mayoría política? Esto, y otras cuestiones de idéntico porte, es lo que significa preguntarse si está acertando Rajoy.

[Publicado en El Confidencial]

Política y ficción

Un grupo de amigos me han invitado a un debate que mantienen a través de la red sobre las relaciones entre ficción, realidad, novela e historia y cosas así. He leído lo que han escrito con interés, aunque no haya encontrado grandes novedades, puesto que, por suerte o por desgracia, en este tipo de cuestiones casi todo está ya pensado. Me parece que el debate se suscitó, sin embargo, a partir del intenso desagrado de todos ellos con el tipo de prensa de que disponemos en España, una sensación de hastío que es muy difícil no compartir. Justo en el momento que terminaba de leer su sabrosa correspondencia, me tropecé con un titular de El Confidencial que decía: “ El negocio de los periódicos impresos sigue en barrena. Los diarios de papel no levantan cabeza: caen un 13% en octubre”, y no tuve otro remedio que pensar que, en este asunto, se estaban aliando, de modo admirable, el hambre con las ganas de comer.

Las dificultades para hacer que una nueva generación de lectores en red sigan siendo adictos a la lectura de los periódicos de papel son enormes en el mundo entero, pero aquí se unen a la inequívoca sensación de parcialidad y de arbitrariedad que dan nuestros rotativos. No es que, por decirlo a la manera clásica, se confundan las opiniones con los hechos, no; hemos llegado a un punto en que es evidente que muchos medios de información españoles han perdido cualquier ética informativa, y que lo único que buscan es ayudar, al precio que sea, a quien les convenga. Los únicos hechos que cuentan son los intereses del medio, y la doña que se ocupa de estas cosas desde la Moncloa ha confeccionado medidas realmente venenosas para la escasa libertad de información de que disfrutábamos.

En estas condiciones, leer un periódico, o conectarse a un determinado canal, es un acto de afirmación en los prejuicios de cada cual, que apenas tiene nada que ver con el deseo de informarse. La situación es realmente alarmante porque es enteramente imposible que una democracia sin periódicos pueda subsistir. A cambio de democracia, lo que tenemos es una parodia en la que los que tienen el poder en las manos no pasan jamás por ningún aprieto. Aquí no solo hay una monarquía exenta de responsabilidades, ante Dios y ante la historia, sino que ese lugar privilegiado se ha ampliado para que puedan caber en él los que manejan el cotarro con envidiable soltura.

Se ha repetido hasta la saciedad el tópico de que los españoles hemos heredado una tradición cainita, pero me parece que, sin negar el cainismo, en parte atenuado por un cierto bienestar material escasamente usual entre nosotros, lo que nos caracteriza, mejor que el odio al enemigo. es la subordinación sistemática de la verdad a los intereses y la conveniencia. Los españoles tenemos un alto nivel de aclimatación a la mentira, a la doble moral, a la hipocresía; nuestra tradición católica y nuestra cultura barroca nos hacen muy tolerantes con formas que sabemos vacías de cualquier contenido, con la mendacidad, el disimulo, el fingimiento y la figuración. Aquí ni se desprecia ni se detesta al mentiroso, sino que, en el fondo, se le admira la habilidad para vivir del cuento.

Tampoco es que nuestra especialidad sea la lógica; las incoherencias, especialmente si tienen algún brillo, nos parecen más atractivas que un discurso honesto pero aburrido; nos gusta más el halago que la crítica y llegamos a confundir la adulación con el respeto. Esa moral de fondo no ha tardado en llegar a las esferas de la política y, ahora mismo, lo inunda todo. La democracia comenzó con un cierto nivel de exigencia ética que terminó de manera abrupta cuando se comprobó la facilidad con la que la izquierda se acomodaba al tren de vida y a la cultura del poder que era habitual entre nosotros. Es ya cosa vieja, pero habría que recordar a Felipe en el Azor, y a Guerra cogiendo un Mystère desde Portugal para llegar a tiempo a una corrida de toros en Sevilla. Hasta entonces todavía se daban mítines a campo abierto para tratar de convencer al respetable de que era mejor votar a la izquierda, o a la derecha, por estas o aquellas razones.

Ahora todo eso ha quedado reducido a pavesas. Rajoy soltó en las elecciones un discurso incomprensible y cursi sobre una niña, al parecer siguiendo estrictamente las recomendaciones de algún menda supuestamente experto en mercaderías electorales, y, ya puestos, si las cosas parecen irle mal monta una convención en la que no pasa nada más que lo que le conviene. En medio de una crisis sin precedentes en la historia de España, el presidente y su partido tuvieron a bien organizar el pasado fin de semana una patochada memorable que incluía una especie de desfile de políticos por la pasarela. Lo que realmente asusta es que los periódicos se sumen a esta clase de liturgias como si en ellas se ventilase algo realmente, que se acostumbren a que las noticias se creen a gusto de los que mandan. Así estamos,… ¡y luego dicen que el pescado es caro…!

Esperanza Aguirre

Que la política es el intento de hacer gastronomía con sapos, se sabe desde hace tiempo, pero siempre es desagradable comprobarlo. Tras la convención del PP en Barcelona muchos insinúan, y algunos, como, por ejemplo, Anson, lo dicen abiertamente, que Rajoy podría descabalgar a Esperanza Aguirre de la cabecera de las listas madrileñas. Otros comentaristas no tan proclives al marianismo, como el gran Cesar Alonso de los Ríos, han hecho notar que el liderazgo de Rajoy parece consistir en una eliminación progresiva de cuantos pudieran inquietarle, con la excepción de Gallardón que, sin que se sepan muy bien las razones, goza de una aparente predilección entre los marianistas, tal vez porque crean que es progre y leal. Como se ve, no se trata de pronósticos contrarios, sino convergentes.

Yo no puedo creer que los errores de Rajoy puedan llegar hasta ese punto, aunque estoy casi seguro de que muchos de sus asesores no soportan a la presidenta madrileña. El caso es que a Esperanza le ha tocado comerse un sapo para poner buena cara en Barcelona, pero pudiera pasar que sobre ella se cernieran amenazas más graves. No se me alcanzan las ventajas que pudiera tener una nueva victoria del PSOE en las generales, pero en los aparatos hay gente capaz de cosas muy ingeniosas

Doña Esperanza Aguirre es una persona de firmes convicciones, alguien que no tiene miedo a pensar como lo hace ni, menos aún, a que se sepa lo que piensa. Esto les da un poco de cosa a muchos genoveses, que creen que si se logra un buen montaje, las ideas están muy de más. Por curioso que pueda parecer, esto de tener ideas y de hablar de ellas, resulta ser un rasgo raro entre políticos, especialmente entre los que, siempre dispuestos a triunfar al precio que sea, confunden el afán de victoria con la aceptación de las premisas de sus contrarios. Gallardón es un caso claro de esto último, y de ahí el que les parezca un líder muy conveniente a quienes nunca votaron ni votarían al PP, más que nada, supongo, por razones estéticas, pues se trata de gentes muy miradas.

La valentía en la defensa de las propias convicciones es una condición inexcusable del liderazgo auténtico, algo que tiene Esperanza, y de lo que otros, estén donde estén, carecen profusamente. Quevedo satirizó el falso liderazgo al decir que «para que se anden tras ti todas las mujeres hermosas… ándate tú delante de ellas». La lideresa madrileña no es de las que tratan de ponerse al frente de la manifestación, sino de que la gente se le una porque llegue a convencerse de lo que ella piensa, cosa que se dedica a explicar de la mañana a la noche, con notable eficacia, porque cree que el liderazgo político no está reñido con la pedagogía, sino con el oportunismo y la mangancia.

No sé sino serán demasiadas tachas como para soportarlas en una misma persona, como tampoco sé si Rajoy llegará hasta las elecciones generales (tal vez decida no convocar el congreso que habría que celebrar), ni, menos aún, si será capaz de ganarlas; lo que sí sé, es que si intenta desestabilizar a Esperanza Aguirre, cometerá el error de su vida, causará un daño irreparable al PP que conocemos, y, desde luego, no ganará las elecciones. Así que el tándem Gallardón/Botella que promueve el escritor monárquico pudiera llegar a ser la última ocurrencia de Rajoy en el reino de la política.

Miró al soslayo

Una buena parte de españoles, salvo víctimas de la ESO, recordarán con facilidad el final del soneto cervantino que da título a esta columna, y que describe la feliz decepción tras lo que se adivinaba como una gran bronca: una gran expectación que parece desvanecerse en el aire. ¿Eso es lo que ha pasado en el Comité ejecutivo del PP? Los primeros ecos del conclave, habitualmente silencioso, allí donde al parecer se debe hablar y nadie habla, registran, por el contrario, una situación de espadas en alto, una Aguirre ausente para que se pueda hablar con libertad del vómito, y un temeroso Cobo que se reafirma en la perversidad de la presidenta, y corre solicito a refugiarse en la lealtad al líder máximo. Todo un espectáculo frente al que, sin embargo, habría que rebajar el tono de las plañideras.

Muchos adoptan ante las rencillas políticas el mismo tono pusilánime que pudiera tener un marciano asustadizo ante la viril entrada de un defensa a un delantero, en un partido enconado, pero la verdad es que, sin gresca cara al público, no hay otra política que la totalitaria. Lo que aquí ocurre es que hay muchos políticos que pretenden que el partido lo ganen los árbitros, que nadie diga nada, y que todos vayamos a votar disciplinadamente y en silencio. Rajoy parece propugnar alguna variante de esta política sin conflicto ni argumentos, tal vez porque suponga que tales minucias, ¡precisamente estas! pudieren apartarle de la Moncloa. Muchos españoles, acostumbrados, únicamente, a aplaudir a los unos o a los otros, no parecen soportar fácilmente según qué discrepancias, pero deberían ir aprendiendo a hacerlo, pues es la única garantía de que no pierdan del todo el control de sus asuntos.

Me parece que las diferencias entre Aguirre y Gallardón son, por lo demás, perfectamente serias. Eso es lo que creen, por cierto, la inmensa mayoría de los militantes del PP de Madrid, unos ingenuos que creen que algo tendrían que decir en esto. Pero en el PP se ha producido un fenómeno curioso y es que, ante la pérdida, perfectamente real, de poder nacional frente a las taifas regionales, algunos piensan que la solución está en ningunear a la organización madrileña; pareciera como si los dirigentes nacionales del PP, se hubiesen convertido a esa estúpida idea de los nacionalistas según la cual, no hay separatistas sino separadores; llevados de esa asombrosa presunción, algunos genoveses pretenden algo así como que Madrid (no, al parecer, el amantísimo ayuntamiento) sea el culpable único de la mala imagen del PP, y que conviene, por tanto, que en Madrid no haya otro partido que el que encarne la dirección nacional; así que, por procedimientos tan oscuros como torpes, esa dirección pretende mangonear Madrid a través de un personaje que no fue capaz de sacar un porcentaje digno de los votos en un congreso bastante más abierto, todo hay que decirlo, que el de Valencia. Madrid no ha pedido un estatuto homologable a nada, ni quiere embajadas, pero es una Comunidad que se merece un respeto que algunos no profesan, y en la que gana las elecciones un partido perfectamente coherente y organizado.

Hablamos pues, de problemas políticos perfectamente reales, como puede comprobar cualquiera que examine mínimamente las políticas del ayuntamiento, con más déficit que ZP, y las de la Comunidad. Pero el PP nacional parece lleno de gente a la que la política de verdad les da risa, de tan cercana que ven la toma de la Moncloa. Rajoy no debería caer en el error de minimizar esas diferencias políticas, y debiera tener alguna opinión sobre ellas, para que los demás pudiéramos hacernos una idea de lo que pretende. Si se trata de refugiar en la disciplina, en la prohibición y en pelillos a la mar, se equivocara, de nuevo, y de medio a medio, un desliz que no logrará tapar con otro buen discurso.

Por detrás de todo esto, está, sin duda, la persistencia en el seno del PP de un viejísimo enfrentamiento, con los matices que se quiera, entre populistas-gastones, que son de derecha más que nada por cuna, y liberales austeros, que pretenden una cosa un poco absurda para los primeros, a saber, que la política se base en ideas. Se trata de diferencias que tal vez pudiesen enriquecer un proyecto, pero que no debieran ocultarse bajo la alfombra.

Además de política, en los partidos deben imperar las buenas maneras y el respeto a las normas; supongo que Rajoy no dejará pasar el exabrupto del visir gallardoniano; Esperanza Aguirre ha dado ejemplo de sobrada buena disposición en todo este asunto, pero sería excesivo pedirle ataraxia frente a una minimización del salivazo de Cobo. Hay señoritos que creen poderlo todo, y es hora de que se enteren de que también ellos tienen que respetar ciertas reglas. No vale decir esto es lo que hay, porque es algo que no debiera consentirse de ningún modo. El valentón cervantino salió indemne porque los sonetos son cortos, pero la historia es larga y pondrá a cada uno en su sitio.

Publicado en El Confidencial]

Sobre el discurso de Rajoy

El martes, al reunirse el Comité Nacional del PP, existía cierta expectación ante lo que Rajoy pudiera decir. Su discurso pretendió ser efectista, pero resulto decepcionante. Me parece muy poco gallardo amparar el insulto y la agresión de Cobo equiparándolo con una supuesta deslealtad de Aguirre, quien, por cierto, se había limitado a tratar de ejercer sus competencias, para apearse, inmediatamente y por las buenas, de su intención, en cuanto vio que se podía estar causando un mal al partido.

La única justificación posible de esa equiparación absurda e inicua está en el temor de Rajoy a entrar a fondo en el asunto, y en su estrategia de ocultar los problemas debajo de la alfombra, echando la culpa, finalmente, a algún pardillo que ande por las inmediaciones, por ejemplo Costa. De todos modos, consciente de que la equiparación era moralmente reprochable, deslizó una insidia sobre una supuesta campaña a favor de Aguirre y en contra de Cobo. No descarto que, dada la bajeza de algunos peseteros de la política, pueda haber quien haya firmado la carta de apoyo a Aguirre para cantar luego la palinodia ante el marianismo, por si las moscas, pero, en cualquier caso, el PP de Madrid apoya a Esperanza y está hasta la coronilla de su alcalde, cosa que debería saber Rajoy. Por lo demás, andarse con estas exquisiteces cuando se ha vencido en un Congreso obligando a los compromisarios a entregar avales en blanco, me parece el colmo de la inconsecuencia.

Pero hay otro aspecto del discurso rajoyano que me parece todavía más grave. Resulta que Rajoy no distingue entre su persona y el partido, y eso es mucho confundir. Rajoy, de nuevo sin mencionar, pero refiriéndose a Juan Costa, dijo que “es inaceptable que algún militante de nuestro partido pueda afirmar que no somos alternativa”. Piénsese lo que se piense de Juan Costa, el hecho es que Juan Costa no dijo eso, sino algo muy distinto y perfectamente obvio, a saber, que Rajoy tenía que demostrar que fuese capaz de llevar al PP a la victoria, cosa sobre lo que muchos, dentro y fuera del partido, tienen muy serias dudas.

Es increíble que Rajoy, un hombre de apariencia culta y moderada, cometa un desliz semejante. La verdadera realidad del PP son sus más de diez millones de votantes, no ninguno de sus dirigentes, ni, por supuesto, Rajoy. ¿Pretende don Mariano que creamos a pies juntillas en lo que él hace? ¿Supone que vamos a renunciar a nuestro criterio y a nuestras opiniones únicamente para que él pueda llegar plácidamente a la Moncloa? Rajoy tiene un problema y se está confundiendo en la manera de afrontarlo: me refiero a que algunos se creen el Mesías tras el triunfo, y Rajoy puede empezar a confundirse sobre sus poderes sin haber ganado todavía nada.

El «fascismo» de los partidos

Estos días, a propósito de las pugnas en el seno del PP, se han repetido las voces que llaman, siempre desde arriba, a posponer los intereses personales en beneficio del interés (¿supremo?) del partido. Creo que se trata de un consejo que oculta gravísimos errores, pese su apariencia sensata, y sin discutir su conveniencia en determinados casos, no sé si en éste.

Empieza a ser una evidencia que la democracia española está aquejada de un cáncer bastante grave, de una dolencia que algunos autores, más o menos confesadamente autoritarios, consideran enteramente incurable, a saber: la partitocracia ilimitada.

Los males españoles son bien conocidos: extralimitación del poder de los aparatos del partido, extrema politización del conjunto de la vida civil y, en especial, de los medios de comunicación, prohibición y caricaturización, en la práctica, de cualquier debate público, demonización de la disidencia, corrupción generalizada, etc. Las consecuencias más graves de ello son la paralización de la dinámica política, la neutralización total del parlamento, el apartamiento de la política de personas que pudieran ser realmente valiosas, la promoción, ajena a cualquier mérito y a toda suerte de competencia, de Bibianas y Pajines, y un largo etcétera que está en la mente de todos. En España, me gusta repetir, Obama no habría llegado ni a concejal.

Se trata de males que no tienen fácil arreglo, pero que, en todo caso, no se van a resolver fomentando un todavía más alto sometimiento de todos a los caprichos de los de arriba. Las cúpulas de los partidos tendrían que acostumbrarse a que su poder no fuese ilimitado, a que para ellos también existan el derecho y las formas. El PP, en particular, está dando estos días ejemplos realmente aparatosos de lo poco que parecen importar a sus dirigentes, a esos que claman por la sumisión de los demás, las formas, los reglamentos, la ley en general.

Seguramente ocurra que los problemas del PP vengan de su escaso hábito de debate interno, de una espantosa tradición hereditaria que ya va siendo hora de jubilar, de su concepción casi religiosa del liderazgo indiscutible que, como se ve, se lleva mal en los tiempos que corren, cuando los aciertos no acompañan. Al parecer, el presidente del partido se propone dar un golpe de autoridad; sin duda está mal aconsejado, tal vez porque le ciegan los aplausos de la gente a la que paga: en el PP no falta autoridad, sino otras cosas, pero es un sino de los autoritarios el considerar que esa sola clave sea capaz de mover el mundo. Ya verán que no, porque siempre que se actúa como si el fin justificase los medios, esos medios ilegítimos, contradictorios y cínicos, acaban por arruinar cualquier atractivo del fin.

El árbol del poder

En una de las mejores novelas de Pío Baroja, El árbol de la ciencia, Andrés Hurtado, su protagonista, un trasunto del propio escritor en los años previos al desastre de 1898, dice lo siguiente: “La política española nunca ha sido nada alto ni nada noble”. Me acordé inmediatamente de esta sentencia tan pesimista al conocer, reconozco que atónito, las declaraciones de uno del alter ego del alcalde de Madrid, a propósito de Esperanza Aguirre y loando, supuestamente, las virtudes “del partido de Mariano Rajoy”. Esta especie de portavoz del ventrílocuo alcalde acaba de proferir una de las expresiones más brutales y zafias que haya visto jamás en la política española, no tanto por la forma, impropia, en cualquier caso, de un caballero, como por la obscenidad con que pone de manifiesto lo único que parece preocuparle. El vicealcalde no usa su voz para tratar de explicar nada a los madrileños, a esos pacientes vecinos que van a soportar el déficit delirante en que ha incurrido su gobierno, que han de afrontar una subida de impuestos y que son brutalmente cazados por la legión parapolicial que se dedica a multar por cualquier causa y sin el menor arrobo, sino que se suelta el pelo para insultar gravemente a la persona que le ganó limpiamente las elecciones en el PP madrileño.

El auténtico y cobarde autor de la entrevista no parece tener los modales de su kamikaze y, como se reserva la escasa inteligencia del caso, recomienda, more jesuítico, que se lea la entrevista con calma para reconocer la magnificencia de la idea que la alumbra. La cosa no tendría otro interés que el anecdótico, de no poner dramáticamente de manifiesto dos cosas realmente graves, una de carácter general, y otra sobre el PP.

Sobreabundan en la derecha los políticos a los que lo único que importa es el poder, y el dinero que siempre acompaña, y se pueden reconocer por sus modales, por cómo tratan a quienes tienen por súbditos. Una forma segura de identificarlos es su lenguaje: hablan “del partido de Rajoy” como antes se hablaba de “la España de Franco”, como pudieran hablar “del polígono de mi padre”, o de “las fincas del abuelo”. Son políticos que creen en la propiedad, y que no soportan a los rivales, sobre todo si les han sabido vencer. En cuanto a ideología, son de lo que se lleve, de lo que más venda, y lo mismo pueden defender la unidad de España que la independencia de Cartagena: siempre lo que convenga.

La deposición del sustituto ha puesto de manifiesto, de forma dramática, que en una parte decisiva de la dirección del PP se ha renunciado a algo distinto del mero paso del tiempo. Por muchas que sean las diferencias que se tengan con Rajoy, no se puede menos que sentir simpatía ante los arrumacos que le prodigan estos elementos. ¡El partido de Rajoy! ¡Ja, ja! Habría que leer, más bien, “cómo pienso comerme a Rajoy mientras parece que combato el nacionalismo madrileño”, un epíteto, que, por cierto, parece salido de las covachuelas del viejo fascismo refugiadas en el estéril posibilismo de Fraga y de los suyos, repletas de personajillos cobistas y violentos que parecen ver ahora la posibilidad de lograr, por fin, el asalto al árbol del poder.

Independientemente de los méritos y deméritos de Aznar, habrá que anotar en su favor que esta suerte de matonismo político de la vieja derecha estuvo absolutamente sometido durante sus años de mandato, algo que nunca le perdonarán quienes creen todavía que el PP se entregó a unos débiles de centro y, tontos como son, aspiran ahora a que el público se crea que ellos son el centro, que ellos son la modernidad, que ellos son los dueños de la mayoría silenciosa, porque ellos son ellos, y parece ser que Cobo lleva la cuentas.

Imagino que Rajoy, en su tradicional laissez faire, laissez passer, dejará que este episodio indigno se borre de la memoria del público, tal vez a la espera de peores noticias. No sabe bien hasta qué punto se equivoca. Montado en un liderazgo débil a la espera de ganar a un líder esperpéntico que le hubiera dado la legitimidad verdadera para mandar en el PP, ha visto cómo el rival le ha robado la cartera. Si piensa repetir la jugada, y cree en la lealtad de los que le proclaman suyo, pasará a la historia varias líneas por debajo de Hernández Mancha, no sé si se acuerdan. Todavía está a tiempo de rectificar, de poner orden, de apurar todo el pus aún oculto de Gürtel y convocar un Congreso en el que el PP pueda decidir por sí mismo lo que realmente quiere. Podrían quererle incluso a él, si diera muestras de que empieza a interesarle la política. En caso contrario puede ir pensando en otorgar el cetro hereditario a Gallardón, y una buena recompensa a su mamporrero, porque esa será la única manera en la que el alcalde pueda hacerse con el partido de sus sueños, con la AP de siempre, sin principios, sin ideas, con los títulos de propiedad bien sujetos en la cartera, y con sus cerca de seis millones de votantes, tal vez algunos menos.

Publicado en El Confidencial]