La anomalía española

Una de las cargas más pesadas que ha debido soportar durante tiempo la autoconciencia de los españoles ha sido, precisamente, la de considerarnos un caso especial, y desgraciado, en la historia de las modernas naciones europeas. Un acierto de la transición, y del notable trabajo de los historiadores en ese período, fue que aprendiésemos a considerarnos como parte de un espacio de normalidad, a reconocer que las vacilaciones y errores de nuestra historia social y política también habían sido comunes en nuestro entorno. Vinieron después unos años de prosperidad en los que España pareció empezar una andadura ejemplar, pero fueron años breves tras los que se volvió al despeñadero de la memoria histórica e, inmediatamente, al fracaso económico.

Tal vez no sean rigurosamente indisolubles los empeños por desollar la conciencia del pasado y los errores de política económica, pero ahora forman un bloque berroqueño que supone que nuestro destino consista en soportar una conciencia inmaculada, y una pobreza secular. El caso es que, sea o no cierto el análisis precedente, hemos venido a dar en una situación en que, junto al ahondamiento de una división civil, política y territorial que bien podríamos haber abandonado para siempre, padecemos una crisis económica que se resiste inmisericorde a los exorcismos de un gobierno biempensante, sometido a un ataque agudo de verborrea e improvisación, y que trata los fenómenos económicos como si fueran maldiciones de un enemigo cruel y malévolo, envidioso de nuestra inocencia y rectitud moral.

De nuevo, pues, volvemos a añorar una cierta normalidad política que parece estarnos vedada. Querríamos ser como Alemania o Francia, países en que el gobierno (y la oposición) tienen claro que hay algo que está por encima de sus respectivas ensoñaciones ideológicas, a saber, el interés de la nación. Estas gentes de allende el Pirineo son capaces de olvidarse de sus diferencias cuando se insinúa un enemigo común, mientras que nosotros permanecemos fieles a nuestras esencias mientras el paro, la destrucción, la descomposición social y el hambre avanzan.

Ante una situación como ésta, caben básicamente dos actitudes. La primera de ellas, típicamente española, es la de hacer una objeción a la totalidad: condenar el sistema, lamentar nuestro sino, y echarse a llorar. No seré yo quien niegue que el sistema tenga defectos, los tiene, y no son pequeños; pero, para tratar de arreglarlos, hay que partir de la realidad, no de las ensoñaciones, de donde estamos, no de donde nos gustaría estar.

Hay otra actitud que me parece más inteligente. Hay que preguntarse, en primer lugar, quién es el primer responsable de lo que pasa, averiguar, como escribió Vargas Llosa, “cuándo comenzó a joderse el Perú”. No hay que saberlo por espíritu de venganza, sino por sentido común, porque allí dónde se tomó el mal camino hay que empezar a desandarlo, y si el que cogió el estandarte e indicó el rumbo no rectifica, ya sabemos lo que hay que hacer con él. Traduciendo todo esto a la peripecia política, lo que quiere decir es que hay que exigir de Zapatero una rectificación en toda regla, lo que debería traducirse, necesariamente, en una de estas opciones: la dimisión del jefe de gobierno, la convocatoria de elecciones, o la formación de un gobierno nuevo mediante el pacto político de los partidos o la moción de censura constructiva.

Muchos pensarán que nada de esto va a hacerse y que en eso consiste precisamente el defecto del sistema, en que no deja salidas frente a situaciones de excepción. Pero se equivocan: sí que hay salidas, lo que ocurre es que el interés miope del gobierno y de su presidente, trata de resistir como pueda a ver si, de manera milagrosa, las cosas se arreglan o se lleva las culpas cualquiera que pase por allí. La principal responsabilidad está en las filas del PSOE que son las que pueden impulsar a Zapatero a hacer aquello que no quiere hacer. Es posible que no lo consigan, pero deberán tener muy claro que el precio que pagarán será muy alto, un país que no les perdonará por mucho tiempo, ni su ceguera, ni su egoísmo.

Quienes traten de negar que la situación sea de excepción deberían tener por suficientes una serie objetiva de datos: el crecimiento imparable del desempleo, la parálisis económica, el déficit y el crecimiento de la deuda, la inquietud de nuestros socios europeos por nuestro caso, la actitud del Rey, tal vez inequívoca, pero chapuceramente ejecutada, la desesperanza de los ciudadanos y su rechazo de las razones y querellas de los políticos, etc.

Nuestra anomalía consiste, únicamente, en haber elegido políticos mediocres, en habernos dejado seducir por malas razones, en haber creído en que podríamos seguir atando los perros con longaniza. Ya sabemos que no es así. No incurramos en arbitrismos, en milagrerías. Hay que exigir a los políticos que cumplan con su deber hacia España, hacia nosotros. Sabemos cómo hacerlo, porque no podrán engañar a todos para siempre.

[Publicado en El Confidencial]