Las democracias modernas se caracterizan por la enorme importancia que llega a adquirir la mediación de los distintos sistemas de representación, de manera que el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo es el nombre de un ideal que no puede considerarse sin cierto grado de eufemismo. Precisamente para paliar en cierto modo ese carácter deformador de los sistemas de representación, los teóricos de la política han insistido en la gran importancia que hay que otorgar a la poliarquía si queremos que sigan existiendo formas de gobierno como las de las democracias liberales. Cuando en una democracia hay pugna entre un buen número de instituciones y de personas, podemos estar seguros de que la libertad política está garantizada y que su ejercicio producirá efectos beneficiosos en el sistema. Cuando, por el contrario, con la excusa de la eficacia, con la disculpa de las urgencias, o con el amparo que fuere, se impide la poliarquía, podemos estar ciertos de que esa democracia camina hacia su propia disolución, se hará, tarde o temprano el hara-kiri, tal vez no en forma espectacular pero sí de manera efectiva. La poliarquía es el único recurso al que podemos acudir para asegurar la continuidad de las democracias liberales, de los sistemas que son realmente sensibles a la opinión, y cuyos gobiernos aceptan su destituibilidad por medios enteramente pacíficos. Pues bien, el nivel de poliarquía en España no ha sido nunca alto, pero se encuentra en un proceso acelerado de descenso, próximo a la mera extinción.
Los estados son muy poderosos, y los gobiernos manejan con soltura una enorme cantidad de recursos capaces de manipular de manera certera las opiniones y los sentimientos de la mayoría, lo que da lugar a que la democracia se subvierta, pues no es ya la voluntad de los ciudadanos quien legitima al poder, sino el poder quien construye una voluntad ciudadana a su imagen y semejanza. Ello pone muy en riesgo al poder político de dejarse seducir por los encantos y la eficacia del absolutismo, tanto más cuando se puede pretender que se trata de un absolutismo de la propia voluntad popular, un ejercicio de la soberanía ultima que reside en los ciudadanos.
El correlato más visible de todos estos movimientos en el subsuelo de la política es la tendencia a entronizar al líder político, a convertirlo en algo más que un representante de la voluntad pasajera de una mayoría, a tratarlo como a un Cesar, a una personificación de la divinidad. Lógicamente, la dinámica de los medios de comunicación no hace sino intensificar esa tendencia a la divinización del líder convertido en ícono carismático capaz de resolver, por su mera aparición, toda suerte de contradicciones, de allanar cualquier clase de dificultades. La política entra así en un reino en el que las imágenes sustituyen a los argumentos y los sueños a los proyectos, con un resultado de entontecimiento colectivo.
Me parece que la tendencia de los partidos a simular lo que realmente deberían hacer, a sustituir los congresos por convenciones, a amañar los mítines populares para que parezcan actos de una campaña puramente publicitaria, es una consecuencia de su renuncia a ejercer la política democrática, a enriquecer el debate de ideas, un instrumento más para alcanzar el objetivo de minimizar la conflictividad social que pudieran generar una discusión más abierta de sus proyectos, en el caso de que pudieran hacerse más explícitos. Pero lo más grave ocurre cuando se da un paso más, y no solo sucede que los partidos disimulen sus intenciones, sino que, a base de especializarse en tácticas de simulación, acaban realmente por no tenerlas. La conquista del poder se convierte entonces en el único móvil de sus acciones, el programa no importa en absoluto, hasta el punto de que se consienta que determinados líderes locales o regionales ejecuten programas de hecho contrarios a los principios que se dice defender; en esta situación, lo único que importa a los partidos es lograr el grado más alto posible de desprestigio del adversario, sin importar para nada la zafiedad intelectual y moral con la que se emprenden determinadas campañas de acoso al rival.
Treinta años después de iniciar con ilusión una democracia, los españoles contemplamos con cierto asco el desmoronamiento de nuestras esperanzas. Los partidos lo ocupan todo, el legislativo es un mero apéndice del ejecutivo, y el poder judicial se prostituye acudiendo raudo en auxilio del vencedor, digan lo que digan las leyes. La sociedad civil apenas existe. Es una situación terrible porque afecta también, de manera que sería escandaloso negar, a los medios de comunicación en la medida en que, renunciando a su independencia, se olvidan de dar información y se dedican a edulcorar las noticias que convienen a sus dueños, legales o reales. A quienes creemos en la libertad, nos queda todo un mundo por conquistar, pero será una tarea larga y trabajosa.
[Publicado en El Confidencial]