Hoy he visto un documental sobre la batalla del Ebro en Televisión española. No hay gran cosa que decir sobre su calidad narrativa: lo habitual, planos de recurso, testimonios humanos de supervivientes que no dicen nada sobre el asunto, es decir nada que no sea una vaguedad, y una voz en off que cuenta la verdad del caso. Lo que me ocurre con esta clase de análisis es que nunca consigo explicarme cómo Franco consiguió ganar la guerra siendo tan torpe y tan vil mientras que sus enemigos eran, sin excepción, brillantes estrategas, patriotas generosos y soldados valientes, que, además, luchaban por un ideal inmaculado. Es lo malo de la historia, ya lo dijo Gil de Biedma, que siempre termina mal. Aquí parece que hay un puñado de historiadores y de periodistas empeñados en que la realidad no les estropee un buen reportaje, en contar que Franco solo ganó la guerra por chiripa, y en apariencia. Además, ya sabemos que la guerra la va a ganar definitivamente Rodríguez Zapatero, aunque está teniendo un pequeño tropiezo por culpa de los jueces revisionistas que quieren empapelar a Garzón, que ese podía ganarla el solo en un periquete.
Categoría: memoria histórica
La película que Zapatero debiera ver
Como decíamos ayer, se ha reprochado a Invictus el dar una imagen excesivamente hagiográfica de Mandela. Ya dije que la objeción no tiene sentido, porque Clint Eastwood se centra en una historia muy particular y se atiene a ese hilo conductor, lo que siempre es una opción perfectamente legítima. Ocurre, no obstante, que hace falta ser un tipo muy retorcido para no admitir que la historia escogida es realmente ejemplar.
La cosa consiste, nada menos, en lo siguiente: Mandela que se ha pasado 27 años de cárcel bajo el dominio del apartheid, se opone a que sus compañeros de partido ajusten cuentas con ciertas formas de maltrato simbólico que pudieran ser vividas por los blancos como una humillación. Cualquiera pensaría que hubiera sido lógico que los blancos, que habían perdido la batalla política, tuviesen que tragar alguna deshonra simbólica, pero Mandela se opone con una razón ejemplar: la construcción de la nueva Sudáfrica necesita de todos. Mandela pone en juego su liderazgo y su prestigio para mostrar lo que hay que hacer: que los símbolos de exclusión se conviertan en emblemas de la nueva nación, sin perder su atractivo para quienes los veneraban, como, por ejemplo, el equipo de rugby.
Mandela fue tan generoso como inteligente, pero, sobre todo, supo ser generoso y por eso merece la admiración y la gratitud universal; supo poner bálsamo en las heridas y predicar una reconciliación sin la que sería imposible evitar situaciones terriblemente complicadas e inciertas. Pensó, correctamente, que el pasado se reinventa y, de algún modo, se salva, construyendo un futuro mejor para todos, perdonando y mirando a lo que hay que hacer, no a lo que sufrieron.
Los españoles tuvimos un Mandela colectivo en la transición, pero ahora hay quienes se empeñan en enfrentarnos de nuevo con las guerras de nuestros abuelos. Son escasamente inteligentes, son perniciosos, y aunque luego proclamen su admiración por Mandela, es evidente que no han sabido apreciar el potencial de la reconciliación y de la unidad, que sólo saben vivir de la desunión, de la perpetuación de los agravios, tantas veces inventados. Fueron otros quienes padecieron la injusticia, la violencia y la guerra; además, muchos de estos valientes a deshora descienden más directamente de viejos verdugos, que de las víctimas con las que, hipócritamente, pretenden identificarse para escarnio de sus adversarios políticos.
La lección de Katyn
Andrzej Wajda es un extraordinario director de cine, extraordinario, incluso, para ser polaco; lo digo porque no creo haber visto una mala película polaca, y recuerdo muchas de Kieslowsky, Kawalerowitz, Skolimowsky o Agnieszka Holland como verdaderas obras maestras. De Wajda hay que recordar, al menos, tres películas extraordinarias, El hombre de mármol (1977), El hombre de hierro (1981), Pan Tadeusz (1998) que, siempre un poco a trasmano, se han podido ver en España.
Lo que se nos cuenta tiene mucho que ver con la vida de Wajda. Su padre fue uno de los asesinados en Katyn y él, que estuvo unido a Walesa en Solidaridad, ha declarado que nunca pensó que pudieran librarse del poder soviético para ver una Polonia libre. Creo que esta película es algo que Wajda deseaba hacer, una celebración del error en que le hacía incurrir el miedo, y de que se puede hablar del pasado sin deformarlo, con cierta distancia y con respeto. La película retrata el procedimiento con el que los soviéticos se libraron de unos oficiales con los que seguramente nunca supieron qué hacer, con una frialdad y eficiencia que nos permitiría hablar de la banalidad del mal, por emplear el excesivamente manoseado título de Hanna Arendt.
Wajda, que seguramente pudiera tener motivos muy fuertes para hacer un retrato demagógico y destructivo de los soviets, no se deja llevar por esa venganza retrospectiva e ilusoria, y se esfuerza por retratar lo mejor que puede una crueldad específica dentro del marco horrible de una guerra total. El fondo de la narración es su propia vida, la vida de los polacos que dudan entre creer una verdad insoportable o someterse a una dictadura que les iba a robar la mayor parte de sus vidas, lo mejor de ellas.
Wajda ha hecho un homenaje a los millones de personas dignas que mueren sin apenas motivo, pero sin dejar que su corazón se llene de odio, sin permitir que su derecho a la justicia los convierta en un calco de lo que odian. Polonia aceptó su derrota con resignación, con tristeza, pero Wadja nos dice que, por debajo de esa humillación, el deseo de vida y de libertad supo mantenerse entero y hacer posible la esperanza.