Americana tenía que ser

Mis dos últimas visitas al cine no han podido ser más distintas. He visto, casi a renglón seguido, Copia certificada, de Kiarostami, y, supongo que para compensar, Imparable, de Tony Scott. De la primera poco puedo decir, aparte de que me acordé de cada uno de los huesos de mi cuerpo, de lo incómodo y aburrido que estaba, pese a la presencia de Juliette Binoche, y a que se supone que tenía que verse la Toscana (si es por eso, no vayan). Yo sé bien que este director tiene sus incondicionales y que hay quienes creen que el cine es eso, pero no es mi caso, que aunque sea capaz de reconocer, creo, ciertos valores en la cinta, me aburrí en extremo, pero prefiero hablar de los trenes de Toni Scott.
Aquí tampoco seré nada objetivo, porque mi afición a los trenes me haría ver tres de Kiarostami seguidas a nada que los trenes tuviesen algún papelillo, pero esta de Scott es de las que te meten el ferrocarril en vena. Además no se ve la Toscana, tampoco en la del bueno de Abbas, pero se ve Pensilvania, que no está nada mal.

Siempre he admirado la naturalidad con que los americanos se relacionan con el ferrocarril, una magnífica invención que no parece molestar a nadie, mientras que aquí todo el mundo se empeña en soterrarlo, en esconderlo, ¡qué horror! La película plantea una situación que no es que bordee lo inverosímil, sino que es ligeramente ridícula, pero como suele suceder con esta clase de empresas, el asunto funciona y se consigue crear emoción, intriga. Scott abusa de los efectos, y no es un genio como su hermano Ridley, pero domina la acción y el espectáculo. Además sale Denzel Washington y borda su papel de héroe derrotado y verdadero frente a los cabronazos de los dueños del ferrocarril, o sea que hasta es un poquito de izquierdas, cosa que se compensa con un cierto machismo sentimental que a estas alturas sorprende un poco.

Bueno, que me lo pasé muy bien y que mi recomendación es entusiasta para los que gusten de los trenes… y de las pelis de buenos y malos.

Los españoles y el tren


La lectora Nenuca Daganzo remite a La Vanguardia esta imagen en la que se puede ver un tramo de vía en Arenys de Mar que no dispone de ningún tipo de protección para impedir el acceso a las vías del tren. A la lectora le parece que esta situación es un despropósito y se pregunta si se habrá de esperar a que haya una desgracia para que se instalen las oportunas vallas protectoras.
El temor de la lectora es un caso paradigmático de un error de apreciación muy común entre nosotros; los españoles creen que lo público es gratuito, y le tienen miedo al tren, paradójicamente, el transporte público por excelencia. Vayamos primero a lo segundo. La verdad es que la necesidad de separar los trenes del resto de la trama urbana deriva, principalmente, del vandalismo, busca evitar la agresión a los vehículos ferroviarios. En EEUU, donde los vándalos no abundan y, cuando los hay, son severamente castigados, los trenes circulan sin protección alguna y sin que el número de accidentes por cruce de vía le llame la atención a nadie. Parece absurdo negar que es infinitamente más peligrosa cualquier calle que una doble vía ferroviaria, y solo a un orate se le ocurriría pedir protecciones frente a los automóviles en todas las calles. Los trenes son mucho más grandes y visibles que los automóviles, su cadencia de paso es menor y es bastante regular, y, además, circulan por vías exclusivas perfectamente reconocibles y a las que no hay que acceder por ninguna razón. Cualquier riesgo con el tren es miles de veces más alto con los automóviles, pero así están las cosas.
Vayamos al gasto público. Muchos españoles creen que el dinero público es inagotable y que, por mucho que se gaste no se perjudica a nadie. Los españoles no relacionan el gasto público con los impuestos, porque aquí nos las hemos arreglado para que los impuestos sean imperceptibles, forman parte del precio de las cosas y están incluidos en lo que ganamos, de manera que casi nadie paga nada. Una medida de salud pública realmente profunda sería separar los precios de los impuestos y retirar las retenciones de los salarios. Si así fuera es posible que la lectora de La Vanguardia fuese menos exigente demandando unas vallas innecesarias en Arenys de Mar, uno de los ferrocarriles más antiguos de España, cuyo número de accidentes seguramente sea miles de veces inferior a los de cualquiera de las carreteras de las inmediaciones, esas que la lectora de Arenys utiliza cada día sin ningún susto.