Google y las tabletas
Devotio iberica
Google y las tabletas
Página web y blog realizados con WordPress
En ocasiones un suceso relativamente simple puede hacernos reflexionar con más intensidad que cualquier argumento sofisticado. La falsa y gravísima acusación a Diego Pastrana, el joven canario que durante unas horas fue considerado asesino y violador de una niña de tres años, parece haber removido las conciencias de los periodistas y, cosa insólita, ha hecho que algunos medios hayan pedido perdón.
¿De qué hay que pedir perdón? Siempre me ha parecido genial la definición que Chesterton daba del periodismo (“decir que Lord Jones ha muerto a quienes no sabían que Lord Jones estuviese vivo”) lo que define una actividad no excesivamente rigurosa, pero básicamente honesta. En el caso del joven canario, lo que ha ocurrido no es, simplemente, que la gente (tanto periodistas como lectores) no supiese quién es Diego Pastrana, puesto que de saberlo no habría creído lo que se le atribuía, sino que muy buena parte del periodismo que ahora se practica es un periodismo moralizante y, por ello, necesariamente morboso, en el que determinadas noticias tienen que ocurrir para no desmentir el tópico corriente de la moralidad pública, y a nada que aparece algo que recuerda levemente a un elefante, alguien grita que estamos en la selva y todo el mundo se pone a correr, a disparar o a lo que crea que le toca hacer en el mundo salvaje.
Diego Pastrana no es propiamente una víctima de los periódicos, ni de los periodistas, es directamente víctima de buena parte de los gloriosos prejuicios contemporáneos, esos que jamás nadie debiera atreverse a poner en tela de juicio. No me entretendré en señalar cuáles son esos prejuicios en el caso de Diego, por lo demás bien obvios, pero sí digo con rotundidad que el mal que se le ha causado depende directamente de la estúpida inanidad de nuestra buena conciencia. Las cosas son de tal modo que no resulta extraño que existan quienes exploten el mercado de consumo de tales conciencias, a la vez vulgares y exquisitas, las industrias de la buena conciencia de las que habla Paul Theroux.
Esta mañana, a muy primera hora, he tenido lo que se llamaba antes una videoconferencia a través del PC con un amigo que está en Harvard y que es algo noctivago. Aunque son varias las razones por las que no está del todo encantado en los EEUU no tiene más remedio que reconocer que las universidades son una maravilla (aunque seguro que también allí las hay peores). Luego me desayuno leyendo, en este mismo periódico, un análisis de los sueldos de los investigadores en todo el mundo en el que, como es de esperar, se muestra que España ocupa el penúltimo lugar en este asunto.
Con mi amigo había hablado de porqué las cosas son como son y me ha dicho una frase lapidaria: en lo que se refiere a este tipo de asuntos, casi todo lo que se dice y se hace en España es mentira, mientras que en Estados Unidos casi todo es verdad. Esto genera entre nosotros una paradójica e inagotable desconfianza que da origen a una burocracia absurda y agotadora que acaba por paralizar completamente la mayoría de las iniciativas. Eso y la manera de repartir el dinero que responde al principio de café para todos, es decir, para ninguno, un principio que desactiva radicalmente cualquier atisbo de competitividad. Hay algunos proyectos de investigación, sobre todo en las áreas de humanidades, que implican a decenas de investigadores cuyo presupuesto no llega a los 50.000 euros. Ya me dirán para que puede servir ese dinero, que parece poco pero que es una sustanciosa cantidad si se multiplica por el número de cientos de proyectos similares que obtienen unas gotitas de financiación en diversas instancias. El resultado es una investigación rutinaria que para lo único que sirve es para multiplicar el número de burócratas. El panorama internacional no es más halagüeño porque apenas somos capaces de recuperar para proyectos españoles lo que invertimos en financiación comunitaria, es decir, que nuestro dinero acaba financiando proyectos de otros.
Este Gobierno se ha propuesto mejorar las cosas y ha nombrado a un equipo que conoce el problema y que podría hacer algo, pero, para empezar, ha debido desgajar del plan nacional todo lo que afecta al país Vasco con lo que eso implica de ganancia para todos (vascos incluidos).
Detrás de todo esto hay un problema de moralidad pública, de falta de costumbre de rendir cuentas, de opacidad, de corporativismo mediocre y de ineficacia en la gestión. Puede parecer que es cosa que importa poco a la mayoría, pero ahora que se nos ha gripado uno de los motores de la economía, todo el mundo se acuerda de lo importante que sería investigar y hacerlo bien. Pues que se sepa que hace falta mover mucha burocracia e introducir trasparencia y competitividad aunque sea a cañonazos. Como estamos no vamos a ninguna parte.
[publicado en Gaceta de los negocios]