Devotio iberica

La devotio iberica ha resplandecido con toda intensidad allí donde era más necesaria, en el CGPJ, el Consejo de la Justicia cuasi poder independiente del Estado, ese lugar de ciegos sabios que es completamente incapaz de distinguir la ley, y no digamos la moral, de los amigos y los enemigos. Da gusto vivir en un país con instituciones tan ejemplarmente encanalladas. Supongo que a quien me sé todo esto le parecerá normal. Desgraciado país que desconoce el valor de la excelencia, de la ejemplaridad y del honor, que sólo parece saber cuál es la mano del amo, país de siervos y de gitanos, con perdón de los calés.
Google y las tabletas

La TV en color y en blanco y negro

Entre los que peinamos canas es corriente el comentario de que la televisión que ahora podemos ver es mucho peor que la de la época del blanco y negro. Supongo que no será así, pero reconozco que es difícil imaginar una televisión de peor calidad que la frecuentemente exhibida, en dura competencia de zafiedad, por la mayoría de las cadenas, lo que se llama, con todo motivo, telebasura. Este fin de semana lo pasé en un hotel rural cuya única y lamentable posibilidad de ver televisión por la noche era uno de esos programas de cotilleos de cuyo nombre evito acordarme por pura salud mental. No creo que se pueda concebir un producto de peor calidad moral, estética, intelectual y dramática; se trata, evidentemente de bazofia, de auténtica mierda. Es asombroso y tristísimo que abunde el público que disfruta con esta clase de debates, con esta burda manipulación de supuestos escándalos, de comentarios rijosos, de afición a los pedos y a las grescas de vecindonas y mariquitas, que son, invariablemente, los maestros de ceremonia de esta clase de detritus.
Yo confieso que pretendía ver una serie inglesa sobre Miss Marple, el personaje de Agatha Christie, que llevaba varios días viendo en Intereconomía TV. La serie es una auténtica joya, no tanto por la calidad, en cualquier caso excelsa, de los guiones, como por el preciosismo con el que se recrea un ambiente social de completa exquisitez, el mundo de la alta clase inglesa de los cincuenta, tal vez una de las maneras más elegantes y sofisticadas de vivir que hayan existido nunca. La España de 2010 está, desgraciadamente, tan lejos de la excelencia como nuestra telebasura lo está de las series y los documentales de la BBC.
A mi me parece que lo de la crisis económica es relativamente sencillo en comparación con el lastre que supone convivir con quienes se interesan realmente por los personajes, las pasiones y las aventuras de los famosos de las teles. Es un caso de corrupción moral e intelectual sistemática de una sociedad en la que, sin necesidad de esa especie de estímulos, ya no abundan los prodigios intelectuales. No estoy sugiriendo que haya que prohibir ese tipo de TV, porque creo que no sería lícito ni útil, pero creo que realmente tenemos un problema, y que habría que tratar de resolverlo.
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El coco privatizador

Una de las monsergas con las que la izquierda trata de sostener su supuesta, y maltrecha, superioridad moral es la de la preferibilidad de lo público sobre lo privado. Pese a tenerme por liberal, no tendría nada que oponer al argumento, si estuviésemos en un régimen en el que existiera un nivel alto de moralidad civil, si fuera corriente que quienes ocupan un puesto público cumpliesen, por encima de todo, con sus obligaciones hacia la sociedad. No gastaré ni dos líneas para recordar que, en la abrumadora mayoría de las situaciones, no es ese el caso.
De hecho, apenas conozco cosa más privada que una oficina pública. Nuestros funcionarios se acostumbran muy pronto a que la plaza es suya, a que tienen derecho vitalicio, y frecuentemente hereditario, sobre todo si el momio es de fuste, a ejercerla, en suma, a que la plaza es de su propiedad, como se solía decir antes, cuando, al menos, las plazas funcionariales se ganaban en reñida competencia pública, a veces absurda e injusta, pero competencia al fin y al cabo. No digamos nada de nuestros políticos, de cómo manejan sus partidos, de lo bien que distribuyen los cargos y las prebendas entre familiares y allegados.
Privatizar puede resultar bien o mal, dependerá de los casos, pero en general es algo que debiera permitir la introducción de cierto grado de racionalidad y de trasparencia, aunque la tendencia a delinquir y a engañar sea tan atractiva en el terreno de lo privado como en el de lo público. De hecho, es fácil que haya tantas mandangas y corruptelas en algunas, al menos, de las grandes corporaciones privadas, como en las empresas e instituciones públicas, pero eso no obsta para que la privatización pueda facilitar, en muchas ocasiones, el remedio a un tipo de abusos que, de puro inmemoriales, forman parte de la cultura y el paisaje de muchas instituciones públicas, y cuya obscenidad se nos escapa porque han aprendido a ocultarse a la mirada inocente y a la buena fe del público.
Tal vez haya habido un momento en que proferir lo público fuese consecuencia de una probidad moral, de un deseo de mejorar una sociedad patentemente injusta. Ese momento hace mucho que pasó, al menos entre nosotros; se diga lo que se diga, la mayoría de los defensores de lo público defienden alguna forma de sopa boba, algún jardín oculto a la mirada indiscreta del personal. Si no lo creen así, pásense por los despachos de cualquiera de las variopintas e incomprensibles oficinas públicas, o indaguen en las formas en que se protegen los intereses del público en general en las universidades, los hospitales, o los juzgados. Si no quieren investigar, ni dedicar horas al estudio, traten simplemente de imaginar a qué podrán estarse dedicando los cientos de miles de empleados públicos que ha creado nuestro avispado gobierno.

La inocencia de Diego Pastrana

En ocasiones un suceso relativamente simple puede hacernos reflexionar con más intensidad que cualquier argumento sofisticado. La falsa y gravísima acusación a Diego Pastrana, el joven canario que durante unas horas fue considerado asesino y violador de una niña de tres años, parece haber removido las conciencias de los periodistas y, cosa insólita, ha hecho que algunos medios hayan pedido perdón.

¿De qué hay que pedir perdón? Siempre me ha parecido genial la definición que Chesterton daba del periodismo (“decir que Lord Jones ha muerto a quienes no sabían que Lord Jones estuviese vivo”) lo que define una actividad no excesivamente rigurosa, pero básicamente honesta. En el caso del joven canario, lo que ha ocurrido no es, simplemente, que la gente (tanto periodistas como lectores) no supiese quién es Diego Pastrana, puesto que de saberlo no habría creído lo que se le atribuía, sino que muy buena parte del periodismo que ahora se practica es un periodismo moralizante y, por ello, necesariamente morboso, en el que determinadas noticias tienen que ocurrir para no desmentir el tópico corriente de la moralidad pública, y a nada que aparece algo que recuerda levemente a un elefante, alguien grita que estamos en la selva y todo el mundo se pone a correr, a disparar o a lo que crea que le toca hacer en el mundo salvaje.

Diego Pastrana no es propiamente una víctima de los periódicos, ni de los periodistas, es directamente víctima de buena parte de los gloriosos prejuicios contemporáneos, esos que jamás nadie debiera atreverse a poner en tela de juicio. No me entretendré en señalar cuáles son esos prejuicios en el caso de Diego, por lo demás bien obvios, pero sí digo con rotundidad que el mal que se le ha causado depende directamente de la estúpida inanidad de nuestra buena conciencia. Las cosas son de tal modo que no resulta extraño que existan quienes exploten el mercado de consumo de tales conciencias, a la vez vulgares y exquisitas, las industrias de la buena conciencia de las que habla Paul Theroux.

Investigar en España

Esta mañana, a muy primera hora,  he tenido lo que se llamaba antes una videoconferencia a través del PC con un amigo que está en Harvard y que es algo noctivago. Aunque son varias las razones por las que no está del todo encantado en los EEUU no tiene más remedio que reconocer que las universidades son una maravilla (aunque seguro que también allí las hay peores). Luego me desayuno leyendo, en este mismo periódico, un análisis de los sueldos de los investigadores en todo el mundo en el que, como es de esperar, se muestra que España ocupa el penúltimo lugar en este asunto.

Con mi amigo había hablado de porqué las cosas son como son y me ha dicho una frase lapidaria: en lo que se refiere a este tipo de asuntos, casi todo lo que se dice y se hace en España es mentira, mientras que en Estados Unidos casi todo es verdad. Esto genera entre nosotros una paradójica e inagotable desconfianza que da origen a una burocracia absurda y agotadora que acaba por paralizar completamente la  mayoría de las iniciativas. Eso y la manera de repartir el dinero que responde al principio de café para todos, es decir, para ninguno, un principio que desactiva radicalmente cualquier atisbo de competitividad. Hay algunos proyectos de investigación, sobre todo en las áreas de humanidades, que implican a decenas de  investigadores cuyo presupuesto no llega a los 50.000 euros. Ya me dirán para que puede servir ese dinero, que parece poco pero que es una sustanciosa cantidad si se multiplica por el número de cientos de proyectos similares que obtienen unas gotitas de financiación en diversas instancias. El resultado es una investigación rutinaria que para lo único que sirve es para multiplicar el número de burócratas. El panorama internacional no es más halagüeño porque apenas somos capaces de recuperar para proyectos españoles lo que invertimos en financiación comunitaria, es decir, que nuestro dinero acaba financiando proyectos de otros.

Este Gobierno se ha propuesto mejorar las cosas y ha nombrado a un equipo que conoce el problema y que podría hacer algo, pero, para empezar, ha debido desgajar del plan nacional todo lo que afecta al país Vasco con lo que eso implica de ganancia para todos (vascos incluidos).

Detrás de todo esto hay un problema de moralidad pública, de falta de costumbre de rendir cuentas, de opacidad, de corporativismo mediocre y de ineficacia en la gestión. Puede parecer que es cosa que importa poco a la mayoría, pero ahora que se nos ha gripado uno de los motores de la economía, todo el mundo se acuerda de lo importante que sería investigar y hacerlo bien. Pues que se sepa que hace falta mover mucha burocracia e introducir trasparencia y competitividad aunque sea a cañonazos. Como estamos no vamos a ninguna parte.

[publicado en Gaceta de los negocios]