Nunca dudes de un ranger de Texas


Tal es la frase que define la auto conciencia orgullosa del ranger tejano La Boeuf, uno de los personajes principales True Grit, la última película de los hermanos Cohen, al que da vida un Matt Damon, excelente como siempre. La obra es, descaradamente, un remake de Valor de ley, una cinta de Henri Hataway interpretada por un John Wayne, ya con 62 años en 1969 quien se ganó en su papel como Rooster Cogburn, el protagonista principal, el Oscar que realmente merecía por una trayectoria absolutamente inolvidable, la de un actor que marcó un género y, en cierto sentido, una época, y con el que asociamos algunas de las mejores películas de John Ford, como La diligencia, El hombre que mató a Liberty Valance, Fort Apache o The Searchers, que en España conocimos como Centauros del desierto (para que no se diga que los distribuidores no son creativos), lo que no es poco decir para alguien del cine.
No recuerdo con todo detalle la película de Hataway, aunque sí muy bien el personaje de Wayne, y me parece que los Cohen han hecho una película distinta, en buena medida, y ese es, precisamente, su mayor mérito. Yo creo que los Cohen han querido hacer una especie de homenaje al matriarcado americano, un reconocimiento explícito, y convenientemente feminista, al destacado papel de la mujer en un ambiente en el que, de manera habitual, no por cierto en el Ford de La diligencia y en tantos otros casos, las películas las habían relegado al papel, escasamente brillante, de objetos de deseo y/o de chismosas.
La historia que ahora narran los Cohen nos muestra cómo un alguacil borracho y envilecido por la brutalidad y la violencia y un ranger bastante cursi se ven elevados al rango de caballeros por el influjo de una virgen repleta de carácter, valiente, luchadora, dotada de ese sentido de la justicia casi indiscernible de la venganza que tanto arraiga en las sociedades guerreras, como es el caso, sin duda, de los Estados Unidos. La película tiene la estructura, casi, de un cantar de gesta, de una de esas historias en las que el amor y la admiración de la dama otorga la nobleza que no tenía a un hombre y le convierte en caballero. Como es obvio en una película americana, aunque no en otros casos y no me gusta señalar, la película está espléndidamente rodada y se sigue con interés, aunque puede que incurra en algunos minutos en un ralentí que pudiera evitarse. Es típica de los Cohen, capaces de lo mejor, como Quemar después de leer, o de perderse sin saber muy bien por dónde.
El ya veterano Jeff Bridges hace un gran trabajo, aunque cueste olvidar al viejo Wayne, y la joven Haylee Stenfield está sencillamente perfecta en su papel protagonista.

Antonio Fontán, nobleza obliga

Al saber del fallecimiento de Fontán, me asaltan unos versos de Rubén Darío a propósito de Machado, otro Antonio sevillano: “Fuera pastor de mil leones /y de corderos a la vez”. La personalidad de Fontán era, en efecto, muy poliédrica, aunque estaba presidida por un fondo de seriedad y de lealtad que no le abandonó nunca en sus empresas. Fontán fue, en primer lugar un intelectual riguroso, autor de un número muy alto de trabajos históricos y filológicos, llenos de interés por su erudición, su curiosidad y su talento. El último de sus libros, Príncipes y humanistas, está repleto de intención, de sabiduría: un tema arcano se convierte en una reflexión sobre la vida llena de interés, de sugerencias, de actualidad incluso.

Ser un latinista competente es argumento suficiente para una vida plena, pero Fontán supo ser más, sin dejar de ser de los mejores en lo suyo. Aunque a él no le gustase oírlo, Fontán era un español bastante raro, un tipo tan alejado de la improvisación y la chapuza como uno pueda imaginar. Además de un erudito de primer nivel, fue un extraordinario periodista que encabezó varias iniciativas históricas. Fue el alma del diario Madrid, un intento insólito de forzar la libertad política en el seno de un régimen que se resistía a perder los controles. Es pasmoso que un académico haya podido ser, un hombre de acción tan eficaz y constante. Su tarea periodística le abocó a la política de una manera natural, pero como un ejercicio de patriotismo, de lealtad al pasado y al futuro de una España a la que amaba hondamente, y para la que siempre procuró lo mejor. Los españoles, fieles a nuestra ceguera, no hemos sabido reconocer sus méritos de una manera adecuada, aunque el marquesado de Guadalcanal, de modo tardío, ha atenuado un poco esa injusticia.

Como político era ambicioso y tranquilo, astuto e ingenuo. La política fue algo que había que hacer, pero con lo que era mejor no perder la cabeza, un riesgo al que siempre están expuestas testas menos sólidas que la suya. Supo retirarse a segundo plano cuando entendió que había cumplido su misión, y concentrarse en esas tareas que no se pueden abandonar. Son muchos los que han aprendido a su vera, los que le han acompañado en sus ambiciones e ilusiones y ha sabido dejar en ellos una semilla de nobleza, de desinterés, de pasión por lo que vale la pena. Era muy notable ver la atención que dedicaba a cualquiera que tuviera algo que decirle, siendo como era uno de los españoles con mejor criterio e información del último medio siglo.

Fontán ha sido todo lo que fue desde un fondo que puede parecer contradictorio: un genuino liberal, una mente abierta, tolerante, capaz de valorar cuanto de bueno hay en este mundo y, a la vez, un hombre profundamente cristiano, dedicado discretamente a hacer el bien y a vivir su fe y su esperanza. Creo que puede decirse de él, sin irreverencia, lo que el evangelio de San Marcos dice del Maestro: Omnia bene fecit, todo lo hizo bien.

[Publicado en La Gaceta]