Transeuntes

Estoy releyendo por enésima vez los discursos de Ortega en las cortes constituyentes de la II República. Veo que subrayo cosas que en otros momentos no había subrayado, aunque no dejo de admirarme de las mismas que años atrás. Llama la atención la claridad de ideas del filósofo, y lo poco que se le ha escuchado, por la izquierda y por su derecha, que tanto da. 
Me ha llamado ahora mismo la atención un pasaje en que Ortega se afirma como transeúnte de la política, como alguien que no solo no quiere gobernar sino que lo que quiere específicamente es no tener que gobernar, como cuando alguien pide que las cosas se hagan bien, para poderse dedicar a lo que prefiere.  Me he sentido muy identificado con ese sentimiento, el de no querer gobernar pero tener que estar pendiente de que otros lo hagan bien, y desear poder dejar de hacerlo. Esto me recuerda a un viejo amigo que decía que debían mandar los que no quisiesen hacerlo, pero, bromas aparte, uno de los problemas de la democracia española es que apenas hay transeúntes, gente que esté atenta pero no quiera el timón, mientras que sobreabundan los que quieren el timón, aunque no sepan ni a dónde hay que ir. 
Ahora el barco ha perdido el norte, la nación está en el aire, los partidos sin fuelle y desprestigiados, y son más necesarios que nunca los transeúntes, precisamente porque puede que se  tenga que tomar decisiones que nunca tomarían los que no piensan más que en el timón, aunque no sepan explicar a los españoles para qué lo quieren, más allá de un montón de vaguedades bastante necias. 
Yota phones

El 15M y la Constitución

Los que se han manifestado contra la reforma constitucional ejercen un derecho legítimo y defienden, aparentemente, una causa razonable. Sin embargo, la música que suena detrás de los argumentos es cada vez más horrísona, es el ruido de una generación defraudada, desde luego, pero que hace mal en fijarse solo en lo que está mal sin decir lo que cree. No se puede combatir la hipocresía con la mentira, ni la inutilidad con la pereza, al menos eso me parece. De cualquier manera, el deporte de tomar la calle es adictivo pero está sujeto a modas, climas y bandazos. Que alguien cometa un error no quiere decir que sus críticos acierten, casi nunca. 
¿Pelahustán?

El insólito prestigio de una palabra

Me refiero a regeneración una palabra que, a la hora de hablar de los problemas políticos,  se repite como si  fuera un auténtico bálsamo de Fierabrás. A ella se refieren unas clarividentes declaraciones de José Varela Ortega en El Imparcial: “Quizá podríamos empezar evitando el término “regeneración”, una idea que arranca de 1898, positiva pero desmedida, que evoca ecos catastróficos y despierta expectativas poco razonables”. En efecto, quienes defienden la regeneración se dejan llevar por una analogía biológica mal fundada, muy típica del voluntarismo y del radicalismo hispano, poco propenso a hablar de los problemas como modo de buscar soluciones adecuadas y modestas. Los regeneracionistas pretenden que no hay nada salvable en el orden político vigente, aluden también a una brumosa crisis de valores, sin darse cuenta de que uno de nuestros males ha venido siempre el radicalismo mal administrado, el arbitrismo que, para mayor INRI, se suele aliar con esa mentalidad propia de la cruzada, de la idea de guerra santa con la que nos contaminamos de tanto pelear y convivir con los sarracenos.
Son muchas las cosas que no van bien en la política española, pero, como no me canso de repetir, todas ellas derivan, en último término, de defectos típicos de nuestra cultura política. No servirá de nada la apelación a una supuesta regeneración que nadie sabe de dónde podría venir, dado que el resto de las instituciones españolas, la universidad, la prensa, la justicia, etc. etc. no son precisamente ejemplares. No se trata pues de regenerar nada, sino de sean muchos los que empiecen a actuar con coherencia y valor, de  una manera libre y educada, defendiendo sus posiciones y tratando de entender sin demonizar las ideas de sus adversarios. Ya sé que todo esto puede parecer más utópico que la regeneración, pero, al menos, tendríamos la ventaja de no engañarnos con palabras simples que ocultan una gigantesca dosis de malentendidos.


Impresoras sin cables

¡Que difícil es todo!


El libro sobre Adolfo Suárez que les recomendé ayer mismo, y del que he devorado ya casi la mitad de las páginas, al ritmo de lectura que impone su interés, al menos para quienes fuimos testigos, y algo así como actores de reparto en esa época, me está haciendo pensar insistentemente en la que ahora vivimos, y no necesariamente por contraste. Cuando Juan Francisco Fuentes narra las dificultades que se hubieron de superar para encajar a Suárez en las listas del Centro Democrático, que él siempre prefirió llamar Unión, como se acabó conociendo,  recoge una luminosa, y pesimista, me parece, reflexión de Suárez cuando discrepaba con los que luego conoceríamos como barones porque no creía para nada en los partidos, porque creía que todo lo que había que hacer podía ser hecho, y únicamente podía hacerse así, por un escogido grupo de dirigentes. Ahí encontramos el retrato al desnudo de lo que hoy son los partidos: uno que manda, unos pocos amigos y, el resto, escenografía, gutapercha. Lo único que ha cambiado efectivamente desde el diagnóstico suarista es el hecho de que ahora hay más partidos, por ejemplo, el de Camps, sin ir más lejos, pero todo sigue igual. No quisiera ser derrotista, pero esto tiene realmente poco que ver con cualquier cosa parecida a la democracia, ¡qué se le va a hacer!
Los partidos no son, por supuesto, los únicos responsables de que esto suceda, porque, como muy bien observó ya Montesquieu, “es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él”, de manera que son los ciudadanos que se dejan mangonear los que hacen que las democracias sean ineficientes.
No creo que quepa discutir que algo de esto es lo que nos está pasando, y que no es fácil arreglarlo. Algunos, exageran sin duda, sueñan con que haya por aquí quienes se levanten al modo norteafricano frente a la partitocracia. La solución, muy por el contrario, está en la participación, en entrar en política, en influir y crear opinión, algo que, aunque parezca difícil, y lo es, está, sin embargo a nuestro alcance.
Hace meses he tenido una experiencia que me pareció prometedora y me temo acabe siendo muy frustrante: entré en contacto con un grupo muy selecto de ejecutivos, empresarios, profesionales brillantes muy críticos con la situación que se reunían con frecuencia para despotricar . Cuando les dije que no bastaba con criticar, que había que hacer algo, muchos de ellos se pusieron manos a la obra, pero, al poco, el peso del día y el calor como dice el Evangelio, les llevó a quitar la mano del arado con la disculpa muy legítima y muy razonable de que ninguno de ellos tenía el tiempo que se necesita para hacer algo como eso. Yo estoy tratando de encontrar para ese grupo meritísimo un mínimo de acción compatible con su compromisos, pero si nadie pudiese hacer otra cosa que ocuparse de lo suyo, ya me dirán cómo vamos a lograr que los políticos no se excedan y, además de hacer lo suyo, nos arrebaten lo nuestro.


La neura contra los e-book

España húmeda, España estéril

He aprovechado estos días para hacer breves excursiones por el campo, y me he visto gratamente sorprendido por la abundancia de agua en todas partes; nuestra tierra tiende a convertirse en secarral, de manera que resulta consolador comprobar que cuando llueve todo se renueva, y parece que España se convierte en un paraíso.
Se me ocurre que esta abundancia de agua pudiera servir de metáfora política. Nuestra política es también un secarral: repetitiva, sin grandeza, con un nivel muy alto de corrupción, se reduce a unos enfrentamientos hoscos y bastante primitivos, sin interés, sin capacidad de interesar a la inteligencia ni de mover a la voluntad.
¿Qué le falta? ¿Qué podría ser equivalente al agua, o a su ausencia? Pues que la gente haga bien aquello que, según todos repiten, hacen mal los políticos. Nuestra política refleja muy bien los vicios de la sociedad española y, desde luego, no está en condiciones de servir de ejemplo, pero tampoco la vida española es ejemplar en casi nada. Cuando nuestras empresas, universidades, asociaciones, medios de comunicación sepan ser competitivos, independientes, críticos y decentes, estaremos en condiciones de producir políticos mejores que los que padecemos. Los militantes de los partidos, en particular, tienen mucho que aportar, especialmente aquellos, que los hay y muchos, que están en política por convicciones y no únicamente para trepar por la cucaña.
Ahora nos escandalizamos de los presuntos, y muy probables, delitos de Jaume Matas, pero hay que preguntarse si nadie de su alrededor advirtió nada raro, si nadie fue capaz de advertir lo que podía pasar y evitarlo, entre otras cosas porque si ha robado, nos ha robado a todos.
El agua que necesitamos en la política depende de nuestra voluntad de ser mejores. Lo que nos falta es intensificar nuestra participación en los diversos ámbitos, y hacerlo de manera exigente; sin mejorar en esto, la política española será inevitablemente un secarral.