De la crisis actual, venga de donde viniere, cabe esperar un nuevo despertar de la conciencia ciudadana, al menos en lo que se refiere al empleo de los dineros públicos. En la actualidad, se podría decir que hay una línea roja que une dos cosas, a primera vista, totalmente contrarias, la retórica democrática (somos un país sin apenas experiencia pero queremos dar lecciones a todo el mundo, debe ser un resto de nuestro pasado imperial) y la práctica de un despotismo, más posmoderno que ilustrado, que deja al respetable bastante sorprendido en muchas ocasiones.
Los ciudadanos empiezan a hacer cuentas con sus impuestos y el resultado es bastante más que decepcionante. Por ejemplo, una encuesta on-line de un periódico de Barcelona muestra que más del 80% de los lectores creen que la enseñanza universitaria está anticuada y, también en Barcelona, los vecinos se muestran descontentos de cómo se están llevando a cabo las obras de Lesseps, mientras el Ayuntamiento considera que esas obras son ejemplo de participación ciudadana.
La misma idea de participación muestra que algo anda mal con la representación: si los concejales y los diputados se ocupasen de verdad de sus representados, tal vez no fuera necesaria tanta participación. En Madrid, las quejas de los vecinos por los aumentos de impuestos claman al cielo (más van a clamar cuando reciban el IBI), y el estupor se apodera del público cuando se entera de que la discoteca en la que han matado a un chaval por un “quítame allá esas pajas” tenía cerca de medio centenar de denuncias sin que, aparentemente, nadie hubiese hecho nada al respecto.
Los ayuntamientos reclaman más dinero para poder un sinfín de actividades, que ellos mismos califican de “impropias”, y que se pueden llevar a cabo más o menos pacíficamente porque nadie puede calcular los costos de estos gastos que son, en realidad, gastos puramente electorales. Y luego dicen que lo público es más trasparente.
[publicado en Gaceta de los negocios]