Categoría: partidos políticos
Novedades en la campaña
Competencia
Lo siento por Montserrat Nebrera
Hace ya casi un año, con ocasión de unas medidas disciplinarias que se le pretendían aplicar, escribí a favor de Montserrat Nebrera, porque estimé que en el PP la estaban persiguiendo indebidamente. Me parecía que, aunque algunas de sus declaraciones podían haber sido inoportunas, la actitud autoritaria que mostraban sus censores era menos conveniente para los intereses generales que los ligeros patinazos de la joven política catalana. Ahora se ha ido del PP, y no puedo felicitarla, porque me parece una actitud equivocada, un tanto comodona y algo vanidosa; desgraciadamente, no creo que se pueda hacer nada en política fuera de los grandes partidos, y estoy seguro de que crear un partido a la imagen y semejanza de uno mismo es una bella tentación narcisista, pero nada más.
Seguramente creerá que va a hacer algo grande. Desearía equivocarme, pero me avala la experiencia: no pasará de un grupito de concejales más o menos de derribo; es una pena, porque tenía valores, maneras y una imagen atractiva. Siento decirlo, pero su paso al frente, es un paso hacia la nada. Que Dios la ampare.
¿Es inteligente una defensa tan cerrada del señor Camps?
Una de las escasas sorpresas de estos últimos días de campaña ha sido la cerrada defensa que los máximos dirigentes del PP han hecho de la honorabilidad del presidente valenciano, supuestamente en entredicho a causa de una acusación de haber recibido regalos inusuales a cambio de favores políticos en Valencia. Doy por supuesto que las acusaciones no tendrán fundamento y que, consecuentemente, el señor Camps verá reconocida su inocencia en el proceso en el que se ha visto inmerso. Creo que la presunción de inocencia, y la artificiosidad y mala intención de todo el proceso educador, dan muestras suficientes de que la cosa no pasará a mayores desde el punto de vista penal. Ahora bien, ¿justifica esto que el señor Rajoy haya manifestado su solidaridad incondicional y eterna al afectado, o que el señor Mayor haya afirmado que se trata del español más honorable? Me parece que es evidente que no, y que las razones para ello son muy poderosas.
En primer lugar, los dirigentes del PP pueden estar dando la impresión de que presionan a la justicia, siempre tan atenta a las delicadas especies de la política, lo que dice muy poco a favor de los ideales que dicen defender al respecto.
En segundo lugar, sus defensas prolongan en la opinión pública, aún sin quererlo, un juicio inicuo y en el que la sentencia depende muy poco de los esfuerzos verbales de los líderes del PP.
En tercer lugar, esa clase de defensa no hace sino jugar al ritmo que ha querido hacerlo el rival, lo que no es muy recomendable, ni siquiera en política.
Además, al defender de manera tan apasionada y exagerada a uno de sus miembros, el PP puede corroborar la impresión de que lo único que importa realmente a los partidos son los intereses inmediatos de sus dirigentes, impresión que se confirma fuertemente cuando se comprueba la intensidad de los lazos familiares que guardan entre sí muchos cargos, lo que está contra cualquier probabilidad e imparcialidad.
Por último, ese tipo de defensa solo sirve para excitar el celo y el entusiasmo de los muy ebrios, y deja completamente indiferente, en el mejor de los casos, al público al que se debería conquistar. Cualquiera puede comprender que el incidente procesal que afecta al señor Camps, es un tema minúsculo en relación con los miles de asuntos que se deberían ventilar en una campaña respetable. Al darle una importancia desmedida, se acentúa la impresión de que los partidos se han convertido en unos auténticos reinos de taifas en los que los señores locales imponen su agenda de manera terminante a los líderes nacionales: otro motivo más para haber olvidado ese tema en un momento tan característico. Pese a numerosos aciertos de este tipo, el PP, seguramente, ganará. Quede para la imaginación qué podría ser de otra manera.
[Publicado en Gaceta de los negocios]
¿Hay alguien ahí?
La democracia produce siempre la impresión de que todo está ya decidido. Son muchos los que actúan en elecciones dándolo por hecho: la inmensidad de los que se abstienen que, si pudiesen ser homologados positivamente, constituirían casi siempre el partido más votado.
El ciudadano se siente impotente ante el espectáculo. ¿Qué puedo hacer yo, piensa, frente a los miles de funcionarios y de políticos profesionales y contra los fortísimos intereses que mueven ese tinglado lejano y difícil de comprender que ahora llamamos Europa, por ejemplo?
Se trata, sin duda, de una sensación apropiada al caso. De hecho, cuando alguien se aleja de la vida política experimenta una sensación muy similar, y cae en la cuenta de que las cosas que le movían, le aburren, y que quienes le parecían amigos y dignos de admiración, han pasado a ser personajes completamente ajenos a su existencia.
Y, sin embargo, por detrás de toda esa turbamulta de las campañas, se mueve algo que, en ningún caso, debiera dejar de interesarnos. Es el curso de un río voluminoso que no sabemos a dónde va, es el futuro que pasa ante nosotros y nos pregunta: ¿y tú, qué harías? Y nuestra respuesta, la que sea, la de votar o la de abstenerse, la de votar a favor o votar en contra, la de elegir, sí que tiene consecuencias. A veces no sabemos medirlas, pero las tiene.
Lo que podemos reprochar a nuestra clase política es que confunda tanto sus asuntos con los nuestros, su acceso al poder con nuestro bienestar, sus pequeñas batallas con eso que los pensadores clásicos llamaron el bien común, un ideal que tantos se empeñan en negar, para que tomemos por tal, únicamente, lo que a ellos interesa.
La confusión deliberada entre los actores y el libreto es exasperante. La sociedad del espectáculo ha llevado esa identificación al paroxismo, y a la mera necedad. Que un grupo de creadores culturales (los de la ceja) se haya prestado a hacer mimos para apoyar a ZP, da muestra de un grado de disolución verdaderamente patético. Que algún rival haya hecho el chiste de “menos ceja y más Oreja”, no es menos lamentable: recuerda esa historia, mil veces repetida, de nuestros peliculeros que, a la hora de vender un bodrio, se dirigen a los atónitos espectadores y les cuentan aquello de “¡qué bien lo hemos pasado en el rodaje!”, como si esa diversión suya nos diera algún motivo para reír, o nos hiciera más capaces de soportar el tostón que pretenden endosarnos.
Muchos sienten impotencia y rabia al comprobar cómo los grandes partidos parecen ajenos a sus preocupaciones, o se dedican a simular que no lo son. Algunos se lanzan a la aventura de crear un nuevo partido, o acarician la idea de hacerlo con la esperanza ingenua de evitar esa clase de lacras en sus formaciones. Me encantaría que lo consiguieran, pero temo que equivocan el diagnóstico. La batalla pendiente para quienes sienten que la política democrática debería ser de otra manera, habrá que darla en la sociedad civil y en el interior de los partidos. Allí es difícil, pero es posible. Fuera parecerá fácil, pero seguramente será una ilusión.
En el seno de los partidos está el terreno de conquista, el espacio en el que se podrán modificar algunas de las cosas que no nos gustan. Es cierto que se trata de un terreno parecido al del salvaje oeste, con sus jueces de la horca y todo, pero es allí donde hay que pelear por una política más cercana a los ciudadanos, menos gratuitamente maniquea, más seria en el análisis de las cosas, menos abandonada a los trucos del comunicador de turno, o del gurú sempiterno, que de todo hay en la viña del señor.
La gente que se irrita con la burocratización de los partidos, con su patrimonialización de la democracia, con su solipsismo y su arrogancia, suele pedir que se cambien las instituciones, que haya listas abiertas, distritos personales, toda clase de buenas ideas. A parte de que se trata de ideas discutibles y que, en cualquier caso, no obtendrían resultados mágicos, nunca podrán salir adelante si en la sociedad y en los partidos no hay vitalidad, participación, análisis, democracia. Y eso no depende sino de los ciudadanos, de los que quieran conseguirlo. Otra cosa es que sea gratis, que no lo es, pero es la batalla que merece la pena dar cuando, como sucede entre nosotros, las reglas del juego están suficientemente claras y son mínimamente razonables.
Las deficiencias del sistema de partidos
Parece evidente que no son muchos los encantados con el funcionamiento de los partidos políticos y, sorprendentemente, el desencanto es mayor, si cabe, cuando se habla con militantes, con buena gente que trata de aportar su grano de arena para que las cosas vayan mejor, y se desespera con las dificultades del caso y la persistencia de ciertos errores, al parecer incorregibles. Supongo que, de este diagnóstico, hay que excluir a los que están arriba, tratando precisamente, de que su estado no sea provisional. Desgraciadamente, cuando se piensa en solucionar esta clase de problemas, la mayor parte de las soluciones suelen incurrir en alguna forma de arbitrismo, sin caer en la cuenta de que los sistemas no tienen piezas intercambiables, de que no se puede hacer un sistema con las virtudes de todos los demás, aunque a veces nos inclinemos a pensar que el nuestro sea el conjunto universal de todos los errores.
La única solución que cabe es la mejora a partir de lo que tenemos, mediante una reforma que resultará, inevitablemente, lenta; la única alternativa a un reformismo de este tipo, es la decadencia y, no muy tarde, la muerte. Tras treinta años de partidos, resulta sorprendente el escaso conjunto de mejoras que se han introducido en su funcionamiento, y es hora ya de plantarse muy a fondo esta cuestión. No pretendo agotar el tema en pocas líneas, sino, por el contrario, suscitarlo, un tanto extemporáneamente, para que mezclemos un minuto de cordura en la dinámica de enfrentamiento en la que parecen agotarse los partidos, los viejos y los nuevos, por cierto. Al parecer, sin gresca no hay paraíso.
Aunque la enumeración podría hacerse mucho más amplia, comentaré brevemente, algunas lacras bastante obvias en la vida de los partidos españoles. La primera de todas, es la falta de reflexión y de estudio que se manifiesta tras la inmensa mayoría de sus propuestas. Los partidos parecen arrojados a una alocada vida hacia fuera, sin preocuparse, ni poco ni mucho, de lo que deberían de hacer hacia dentro. Es como si una empresa pudiese reducirse al departamento comercial, olvidando la investigación, la innovación y los procesos de fabricación. Fruto de ese inmenso error de fondo, la ausencia casi total de una actividad reflexiva y de estudio, los partidos son esclavos de la actualidad y se encuentran atenazados por un permanente pin-pan-pun, de manera que incluso el gobierno parece siempre un mal partido de la oposición. Los partidos tienden a reducir su actividad a sus respuestas y a sus actos, a convertirse en casetas de feria en que lo grave no es ya que pretendan vender humo, sino que la mayoría de los asistentes no sean posibles clientes, sino sufridos y beneméritos militantes que se prestan a hacer de público para la ocasión, y se disponen a oír auténticas baterías de tópicos en boca de los barandas de turno.
Al improvisar, los partidos son absolutamente incoherentes, y lo mismo dicen hoy lo que negaban ayer, que afirmarán enfáticamente mañana lo que hoy criticaban a sus oponentes. Los partidos dan la sensación, como el Real Madrid de Florentino, de querer ganar las elecciones a base de ficharlos a todos, de querer dejar a los adversarios sin argumentos, y de chillar más alto que nadie.
La consecuencia más grave de este proceder es la debilidad de la cultura política del electorado, cosa que, a mí entender, debería preocupar más a unos que a otros. Algunos pretenden curarse de esta carencia mediante una invocación, que resulta de una pobreza intelectual lastimosa, a los principios, lo que, entre otras cosas, sirve para valorar hasta qué punto el desierto ideológico y político que trajo consigo el régimen de Franco no deja de producir sus frutos, al menos en la terminología. Los principios siempre tienen guardianes y son, además, una excelente excusa para que nada se discuta, esto es, para que los partidarios de los principios continúen promoviendo la inopia política y el entusiasmo histérico de cierto personal proclive a las adhesiones incondicionales, al fulanismo. Los principios siempre requieren líderes fuertes, y eso es algo que gusta mucho a los dicen que creen en algo así como que lo importante no es ganar, sino participar, a perdedores acreditados. Si a todo esto se añade la suficiente opacidad se obtendrá, indefectiblemente, corrupción y fracaso.
Resulta especialmente misterioso este proceder de los partidos cuando se enfrentan a largas marchas de cuatro años, u ocho o doce, o más, hasta que, eventualmente, consigan ganar unas elecciones. Los partidos deberían procurar, entonces, un fortalecimiento interno, una intensificación del debate, un enriquecimiento de su coherencia a base de rigor, innovación, participación e identificación con los deseos y esperanzas de los electores. A cambio, suelen ofrecer programas improvisados, vaciedades varias y, como ha enseñado ZP, mucho marketing y mucha Internet para que el público se acojone con lo modernos que son.
]Publicado en elconfidencial.com]
Un balance de nuestra democracia
Ya quedan lejos los tiempos en que muchos españoles eran invitados a cualquier parte para hablar de nuestra transición a la democracia; ahora, con más de treinta años a las espaldas, somos ya uno más en un club que tampoco crece tan deprisa como pudo parecer entonces. En pura lógica, sería tiempo de reflexión y, por qué negarlo, de reformas, pero aquí parece existir un miedo a plantear esta clase de asuntos. La clave puede estar en que los que se sienten legitimados, el Rey y los partidos, no parecen necesitar más, al menos de momento, y piensan que puede ser peor el “meneallo”.
Es evidente, sin embargo, que la mayoría está descontenta con nuestras instituciones y con los hábitos que imperan en la vida pública. La gente no considera a los políticos como individuos admirables que se ocupan de asuntos de los que nadie quiere ocuparse, sino que los ve, más bien, como personas que se aferran al cargo y se olvidan con facilidad de servir a quienes representan. Suponiendo que esto sea así, al menos en alguna medida, la pregunta que se ha de hacer es muy sencilla: ¿por qué consienten los electores que sus representantes los ignoren? ¿Por qué apenas se abren paso en política personas de las que nos podamos sentir justamente orgullosos?
Me parece que el quid de esta situación es relativamente sencillo. Los partidos han conseguido consolidar su poder a través de unas redes clientelares (que, dicho sea de paso, favorecen enormemente la corrupción), y mediante un proceso de apropiación del electorado que se fomenta promoviendo una cultura dogmática y maniquea, que sirve para bloquear cualquier atisbo de divergencia y de renovación en ambos lados del espectro. Los partidos consideran, por tanto, que los electores son suyos, y una buena parte de esos electores se siente premiada por semejante distinción. El éxito de esa cultura política, una oposición visceral entre izquierdas y derechas, ha traído consigo una práctica desertización de la opinión independiente, una contracción del debate público a términos vergonzosos y un empobrecimiento de la atmósfera de libertad y de pluralismo realmente asombrosa.
Necesitamos gente capaz de cambiar el sentido de su voto, personas que sepan ser exigentes y no consientan a los partidos que pretendan atraparlos en la infame dialéctica de o conmigo, o contra mí, una degeneración absurda de la democracia. No puede ser que todo se reduzca a decir si algo es de derechas o de izquierdas sin pensar si es útil, razonable o necesario. Es lamentable que el plan hidrológico nacional, la reforma de la educación o la disminución de la burocracia, sean malas para muchos, simplemente, porque las ha propuesto la derecha, o que, por el contrario, las desaladoras o las relaciones con Marruecos o la lucha contra el cambio climático sean perversas para otros muchos, simplemente porque han sido promovidas por la izquierda.
Necesitamos gente que se empeñe en ser independiente, en no dejarse reducir a la síntesis que conviene a las cúpulas de los partidos. En realidad, sin personas capaces de pensar por cuenta propia, ni la libertad ni la democracia tendrían el menor sentido. Solamente cuando los partidos se den cuenta de que necesitan ganar los votos a base de buenas razones, y no a base de repetir eslóganes, ataques rituales e insultos, se preocuparán de poder contar con los mejores y se abrirán a la sociedad. Sin independencia, los partidos creerán que somos sus rehenes, gente con la que cuentan para embestir o para aplaudir, pero para nada más.
Produce verdadero asombro ver la clase de gentes que, en muchas ocasiones, promocionan los partidos. A veces, se tiene la sensación de que muchos de ellos apenas podrían ganarse la vida honradamente en otras partes, que nada tendrían que hacer en situaciones en que no bastase con repetir como papagayos las frases supuestamente ingeniosas que ha ideado la central de propaganda de su organización.
Sin la presión de las personas de criterio independiente, los partidos se pueden dedicar, exclusivamente, a llenar espacios con figurantes, con aplaudidores, a mostrar supuestos actos políticos en las televisiones, reuniones en los que los ciudadanos reales están ausentes porque han sido sustituidos por disciplinados y telegénicos militantes que, al parecer, no tienen otra cosa que hacer que sonreír al líder de turno.
La independencia es muy necesaria en las personas, pero su ausencia es letal en las instituciones. Apenas hay parlamentarios capaces de hacer un trabajo propio, entre otras cosas, porque se les impide votar lo que mejor les parece: su voto está siempre cautivo. De este modo, la democracia languidece, se reduce a una mera apariencia, a una retórica que sirve para justificar las acciones de los poderosos. El poder del pueblo se convierte en una caricatura cuando la gente abdica de su obligación de tener un criterio propio y de atenerse a él por encima de todo. Muchos pensarán, con razón, que una democracia así, es un fraude.
La farsa que no cesa
Noticias como las de la cacería conjunta del intrépido y justiciero Garzón y el simpático ministro de justicia nos traen resonancias de las más rancias y cutres costumbres ibéricas. Nuestra larga marcha hacia la modernidad no corre riesgo de descarrilar por el ritmo cansino que lleva.
Me llama la atención el sinnúmero de cosas asombrosas que pueden pasar cada día sin que nadie parezca del todo sorprendido. Creo que se puede repetir el diagnóstico de Tito, un personaje galdosiano de su novela sobre la primera república cuando dice que “las cosas que se veían entonces en España no se vieron jamás en parte alguna”.
Se suele echar la culpa de todo esto a los partidos, se les reprocha que no estén sabiendo ser agentes de una transformación de la sociedad española, que hayan pactado tranquilamente con los vicios y las triquiñuelas de una sociedad abúlica, y, a la vez, desconfiada y pícara. Resulta, en verdad, sorprendente la cantidad de cosas que no son lo que parecen, que ni de lejos son lo que proclaman ser, la cantidad de mentira bien envuelta y presentada que circula con todos los honores. No negaré yo la responsabilidad de los dirigentes políticos en toda esa serie de desventuras y falsedades. Pero los ciudadanos deberíamos ser más exigentes con nosotros mismos y no olvidar que lo que aflora es, de uno u otro modo, un retrato impresionista de nuestros defectos.
Los militantes de los partidos se han dejado convertir en una grey afecta, cuando debieran ser agentes de cambio, impulsores de mejora. Los lectores siguen siendo fieles a fuentes de información que no les dan sino bazofia. Muchos funcionarios siguen cobrando a fin de mes, y reclamando mejoras, aunque sean muy conscientes de que nunca pagarían lo que cobran porque alguien les haga lo que ellos hacen: se refugian en las retóricas que justifican su momio mientras se alegran de que el frío exterior no les amenace, por ahora. Es decir, que en todas partes cuecen habas aunque nos hayamos acostumbrado a señalar con el dedo para que la gente no nos mire a la cara.
Es posible que la tremenda crisis en la que estamos dramáticamente inmersos, y de la que cada día se atisban menos posibilidades de salir con bien, nos haga reflexionar sobre la responsabilidad de cada cual y sobre la necesidad de ser valientes para ser efectivamente libres y decir lo que no nos gusta como primer paso para tratar de cambiarlo. Julián Marías recordaba que la pregunta adecuada en una democracia que hay que hacerse no es la de ¿qué va a pasar?, sino ¿qué hay que hacer? Hace muchísima falta que nos dispongamos a no consentir por más tiempo el esperpento y a ejercer la paciencia para encontrar con lucidez una solución estable que no nos obligue a sentir vergüenza.
¿Pasan más cosas en Cataluña?
Puede que sea cosa del madrileñismo agudo que padecemos todos los que nos tenemos por madrileños habiendo nacido en otra parte, como debe ser, pero el caso es que tengo la sensación de que, desde hace algún tiempo, las malas noticias abundan en la Ciudad Condal y en sus alrededores, que, para un tío de Madrid, son esencialmente indiscernibles de la ciudad en la que ahora se juega el mejor fútbol.
Madrid anda algo rezagada en sucesos y solo la providencial intervención de Magdalena Álvarez en los asuntos de Barajas nos coloca en la crónica de sucesos con condiciones mínimamente comparables a las de los catalanes.
Creo que es un asunto al que hay que dedicar una pensada. En cambio el planeta político catalán está como una balsa si se piensa en la expectación sobre el final de la película de espías que nos tiene a los madrileños pendientes de revelaciones tan minúsculas como trascendentales que lleva a cabo sin desmayo el periodismo madrileño de investigación. También habría que echarle una pensada a esta cuestión.
A mí se me ocurre que pudiera haber algún factor común en ambas desviaciones de la normalidad más razonable. Tal vez ocurra que los políticos están empezando a pensar que la democracia es cosa que solo depende de las elecciones y que las elecciones se ganan con buena propaganda y con medios de prensa adictos, es decir, que no hay que preocuparse ni del estado de los pabellones municipales, ni de las cuentas públicas, porque si pasa algo con eso siempre se puede cargar en la cuenta del acaso o a la crisis financiera, que siempre es culpa de otros.
Nuestros políticos se sienten muy seguros de nosotros, nos saben leales, nos tienen trincados, y por eso se olvidan de las cosas de la calle y se dedican intensamente a sus asuntos que, en el fondo, nos importan un bledo. Es decir que en vez de la democracia, los políticos creen haber descubierto el Paraíso y se dedican intensamente a solazarse.
[publicado en Gaceta de los negocios]
La reforma de los partidos
Los españoles tenemos un problema que nos cuesta reconocer por temor a que se pueda poner en duda el valor de la libertad: los partidos están secuestrando la democracia y su ejemplo cunde.
Nuestros partidos se han hecho, sin excepción, cesaristas, algo que nunca hubieran aprobado los constituyentes, pero nuestra tradición de despotismo ha resultado ser demasiado fuerte. Somos una Monarquía y los líderes quieren ser inviolables, como el de la Zarzuela, y controlar la llave de la sucesión para que todo siga tan “atado y bien atado”.
Convertir los partidos en máquinas de poder y de adulación, nada tiene que ver con la democracia, más bien la reduce a una oligarquía disimulada por las elecciones y tutelada por unos poderes, los magnates financieros y de prensa, que consideran que este sistema es el mejor para la defensa de sus intereses. Así se entiende, por ejemplo, que el señor Botín, pese a que quiere ser el banquero de todos los españoles, le haya dicho recientemente al Rey que Zapatero siempre acierta y que es una bendición de Dios.
Tiene gracia que algunos se rasguen las vestiduras por la llegada de Putin a Repsol, como si aquí estuviésemos tan lejos de su modelo.
La historia de la destrucción de UCD se invoca en ocasiones para justificar el repliegue de los partidos hacia la falange, con exclusión de cualquier debate, de cualquier discrepancia, pisoteando la función encomendada por la Constitución, que no es otra que expresar el pluralismo político y concretar la participación política y la voluntad popular. La Constitución establece que el funcionamiento de los partidos deberá ser democrático, algo que ha conseguido subvertirse de modo que los elegidos designan a sus electores con los efectos que son de imaginar. En el interior de los partidos se aplican prácticas chavistas, castristas y putinianas, nada que tenga que ver con una democracia liberal mínimamente seria. Entre nosotros, Obama no habría llegado ni a concejal.
Hace unos días la prensa se ha lanzado a criticar a los diputados por estar ausentes en las votaciones, pero la verdad es que los diputados tampoco pintan nada en nuestro sistema y que, de vez en cuando, se dan cuenta, se deprimen y se quedan en casa. Vivimos en una democracia muy restringida en la que la mayoría de las instituciones carecen de valor y de vida autónoma y en la que cuatro o cinco personas toman todas las decisiones, dejándonos a los demás una cierta libertad de comentario a la que pondrán un coto más estrecho en cuanto les parezca oportuno, como ya se hace en Cataluña.
El bipartidismo que aquí tratamos de divinizar es una deformación grotesca y disfuncional de la democracia liberal, una maquinaria infernal que nos conduce, inexorablemente, a lo peor de nosotros mismos, a esa imagen tenebrista de las dos Españas, eso sí, multiplicada ahora por los 17 califatos que padecemos, con infinita paciencia y con no poco dolor, y que son hijos de la misma obsesión antiliberal y ordenancista a la que debemos tantas glorias en el pasado. Por ejemplo, el malestar existente en torno a Rajoy se trata de convertir en una conspiración del clan de los diez, al parecer un grupo de diputados que “se reúne, comenta cosas y habla con los periodistas”, es decir, unos traidores.
De esta manera, nuestra democracia se está quedando sin posibilidad alguna de interesar a nadie, se está convirtiendo en su caricatura, en una fantasmagoría, en esa España oficial de la que dijo Ortega, en su día, que era como un “inmenso esqueleto de un organismo evaporado, desvanecido, que queda en pie por el equilibrio material de su mole, como dicen que después de muertos continúan en pie los elefantes”.
No soy de los que creen que esto no tiene remedio, pero creo también que, en palabras de Pericles, el precio de la libertad es el valor, que hay que ser valientes para superar el pasado, para liberarnos de la supuesta condena de un destino estéril e inalterable. Me parece que cada momento tiene sus oportunidades y sus riesgos y este de ahora es un instante especialmente grave. Nos jugamos mucho. Podemos empezar a parecernos más a lo que nos gustaría o dejarnos arrastrar por la implacable tendencia a decaer que siempre acecha a las instituciones humanas.
Como diría el almirante inglés, España tiene derecho a esperar que cada cual cumpla con su deber. No es una obligación que afecte únicamente a la oposición, pero en ella es más acuciante. El PSOE ha dado muestras suficientes de querer convertirse en un aparato al que ni le importan las ideas ni le afectan intereses distintos a los de su sustento; además, es una máquina más eficaz y está en el poder. No sé si los que en el PP juegan a esta misma dinámica saben bien lo que están haciendo, pero sí sé que a muchos de sus electores no les interesa nada esa clase de acomodos, que preferirán permanecer libres ganándose cada día la libertad con sus acciones.