Manos a la obra


Una de las cosas que más sorprenden en la política española es que el descrédito del gobierno, el más amplio y fundado en lo que llevamos de democracia, no va acompañado de un incremento significativo de ilusión o de esperanza en la alternativa. Frente a ello, nada más fácil que decir que la oposición y su líder no lo están haciendo bien. Sin negar este aspecto del problema, sería bueno preguntarse por las razones más hondas, si es que las hay, que sean capaces de explicar la desesperanza y el conformismo de los electores.
Pese al carácter berroqueño del voto de izquierda, la verdadera razón reside en que una gran mayoría de los electores, de izquierda y de derecha, está acostumbrada a que el gobierno y los políticos lo sean todo, a que no haya nada en el espacio público que no sea política partidista. Entre quienes pretenden hacernos creer que poseen las llaves del Paraíso, y el que las políticas de unos y de otros sean con frecuencia indiscernibles, el interés por la política ha llegado a ser el que es, de manera que la gente se queja de lo que va evidentemente mal, pero no se entusiasma con nada de lo que pudiera sustituirlo. Por eso, aunque la oposición se oponga, lo mismo da si lo hace con fiereza que si lo lleva con parsimonia, no se generan novedades en que los ciudadanos puedan depositar sus esperanzas.
El enorme peso de los poderes públicos hace que los españoles nos hayamos acostumbrado a esperar casi todo de los distintos gobiernos, y que los políticos se hayan dedicado a prometernos el oro y el moro. Frente a esta situación en que cualquier iniciativa se subordina a la razón política, y en la que la oposición pretende que cualquier esperanza dependa de su llegada al poder, la sociedad se adormece, se inhibe y ello trae consigo la disminución radical de cualquier posibilidad real de hacer que las cosas cambien de verdad y, en consecuencia, también en política.
Lo que se puede reprochar a la oposición es precisamente su parvedad a la hora de sembrar esperanza, su dedicación exclusiva a la crítica y/o a la política rutinaria. Lo curioso es que la alternativa política no hable de estas cosas por miedo a perder votos, que no diga que solo trabajando más, siendo más valientes, creativos y arriesgados podremos hacer una sociedad más rica y competitiva. Cuando la derecha se dedica a superar el populismo de la izquierda, está cavando su propia tumba, esa cultura política predominante en España y que nos distingue con nitidez no ya del mundo sino del resto de Europa. Mientras el PP no se atreva a sostener que, por ejemplo, los sindicatos se queden sin subvenciones, como sucede en Alemania, o que los partidos, vivan de las cuotas de sus afiliados, lo que haría, por cierto, que pudiesen empezar a ser internamente democráticos, como quiere la Constitución, los ciudadanos que lo prefieran lo seguirán haciendo por falsas razones, por motivos puramente negativos, y no se dignarán creer que pueda representar una alternativa realmente nueva y atractiva, que puedan atreverse a arreglar la justicia o la educación, por poner ejemplos obvios. El PP debiera saber que una victoria sin programas orientados en esa línea será siempre una victoria pírrica, que gobernará, si es que llega a ello, atenazado por sus adversarios y que, en mucho menos de dos legislaturas, le estarán llamando de todo a calles llenas. A veces se oye decir que si los políticos le dijesen la verdad a los ciudadanos perderían completamente su apoyo, no ganarían nunca las elecciones, y que esta es precisamente la causa de la atonía de la oposición. Me parece que esto pone en funcionamiento una versión bastante idiota de la estrategia de poner el carro delante de los bueyes.
Claro está que poner en píe una alternativa distinta no es sólo tarea de los políticos, ni siquiera es tarea primordial de ellos, porque siempre preferirán subirse a un carro en marcha que empezar a empujarlo cuando parece inamovible. Somos los ciudadanos los que tennos que agitar el panorama y empezar a crear una sociedad distinta, una nueva realidad económica que solo será posible con iniciativas imaginativas y atrevidas, que a veces fracasarán pero otras muchas saldrán adelante. Los ciudadanos tiene que darse cuenta de que, además de imposible, una vida en la que no todo se reduzca a conseguir un salario público o a obtener los favores de cualquier baranda, tiene que ser forzosamente aburrida, detestable. Es obvio que los aparatos políticos han creado la situación en que muchos esperan vivir de la sopa boba de las administraciones, muchos sí, pero no todos.
Los españoles no podemos permitirnos el lujo de perecer a causa de la suma incompetencia del gobierno y de la escasa diligencia de la oposición. Urge que dejemos de pensar en soluciones que nos lleguen desde arriba y que comencemos a pensar no en qué puede hacer el gobierno, sino en qué podemos hacer por este país tan desafortunado y, naturalmente, por nosotros mismos, así que ¡manos a la obra!
[Publicado en Gaceta]

La jibarización de la democracia

Me parece que era Romanones el que decía que se dejase al Parlamento legislar, que él se reservaba los reglamentos. Es evidente que el Conde conocía los entresijos del poder en España, un país en el que la mentira y el embuste compiten siempre con ventaja, de acostumbrados que estamos a que nada de lo que se proclama con solemnidad sea mínimamente cierto.
España, digan lo que digan los que dicen negar que exista, es, sobre todo, un país muy viejo, una sociedad en que las cosas funcionan de manera mucho más inmemorial que razonable. Sobre esa base tradicional, que podría describirse como la costumbre de que nada cambie, aunque nada parezca igual, la cultura española ha favorecido un barroquismo retórico muy alejado de la modernidad europea. Aquí se siguen valorando las palabras, los testimonios, y las apariencias, mucho más que los hechos, las evidencias o las razones. Si se domina esta regla se puede llegar muy lejos en la política española, y si no se lo creen, miren a la Moncloa.
Cuando llegó la democracia, vivimos una eclosión de iniciativas de todo tipo y nos llenamos la boca de principios, pero, poco a poco, hemos ido volviendo mansamente al redil del orden, al sometimiento a la voluntad de unos pocos. No hemos sabido organizar una verdadera poliarquía, y por todas partes se han ido asentando monarcas que pretenden gobernar sus ínsulas, y lo hacen la mayoría de las veces, enteramente al margen de cualquier control, de manera que, aunque no se use la fórmula, muchos siguen actuando como si el poder se consiguiese “por la gracia de Dios”, sin respetar nada, ni dar cuenta a nadie.
La democracia es, a la vez, un sistema de legitimación y de control del poder, pero entre nosotros tiende a convertirse en un cheque en blanco; de este modo, el que llega al poder, en cualquier ámbito, en la política, en los sindicatos, en las universidades, etc. empieza a comportarse como si el poder le fuese otorgado exclusivamente por ser vos quien sois, no por la voluntad de quienes le han elegido y, que, por ello, tienen derecho a relevarle.
Estos días hemos visto como, por poner un ejemplo cualquiera, el rector de la UCM ha abusado de manera notoria de sus funciones presidiendo un acto político de acoso al Tribunal Supremo sin sentir, imagino, ni una ligera duda acerca de la legitimidad de su conducta. Este sujeto cree que la Universidad es suya, y hace con ella lo que quiere, y lo malo es que acabará por tener razón, porque se apoya en todos los que quieren ser dictadorcillos de algún nivel inferior y hacer, como el rector, de su capa un sayo.
Con esta idolatría al poder del que lo tiene, con esta falta absoluta de control y de exigencia de responsabilidades, estamos jibarizando nuestra democracia. Es penoso que todo un partido dependa, en realidad, del capricho de un único hombre, pero es así. El PSOE depende completamente del presidente, y aunque muchos se lamenten en privado de la extraordinaria letanía de errores que está cometiendo, nadie puede hacer nada, porque el partido está completamente jibarizado, hasta el punto de que su única cabeza es la de ZP, que acaba de parecer bastante. Solo se atreven a insinuar alguna crítica los que ya están fuera de la carrera política, los que nada tienen que perder.
Los ministros de ZP, es vox populi, son meros ejecutores de sus políticas, y de ahí su nombramiento de alguna de las personas más simples y necias que hayan obtenido nunca un cargo público. ZP, como el rey Sol, lo es todo, es el alfa y la omega del socialismo español, de la clase obrera, de los intelectuales comprometidos, sobre todo de una buena corte de afanadores que se refugian en sus inmediaciones para llenarse los bolsillos con cualquier motivo.
Los partidos se han convertido en un mero decorado, y podrían ser sustituidos con ventaja por coros de vociferantes a sueldo, porque detrás de sus imágenes no hay nada que no hayan decidido sus líderes, normalmente en soledad, raras veces en compañía de otros.
¿Se puede dar la vuelta a esta situación? ¿Es posible hacerlo mediante cambios en las leyes? Sin negar la conveniencia de ciertos cambios, como es común en cualquier democracia, creo que la hora presente exige valor cívico y responsabilidad personal. La democracia española está en un estado lamentable, secuestrada por muy pocos, con la pasiva sumisión de muchos, reducida a oscuras maniobras de palacio. Esto se arreglaría si los parados, y los que todavía no lo están, dejasen de consentir a los sindicatos lo que hacen, si los electores exigiesen a los políticos que no se olviden de sus problemas, si los periodistas impidieran que su trabajo se convierta en mera propaganda, si los intelectuales dejasen de avalar tanta mercancía averiada, etc. La democracia es el pueblo atento, los ciudadanos exigiendo a los poderes públicos. Estamos muy lejos de eso, pero no podremos echarle a nadie la culpa si la libertad vuelve a abandonarnos por largo tiempo.