El premio del sectarismo


Cuando se leen textos de historia en otras lenguas, llama la atención, por ejemplo, que lo que nosotros solemos denominar “guerra de la independencia contra los franceses” se conozca como una parte más de las “guerras napoleónicas”, cosa que, sin duda, nos procura una cierta cura de humildad. No vendría mal, sin embargo, que hubiese alguna vez una cierta guerra por la independencia,  porque aquí no abundan ni la capacidad de pensar por cuenta propia, ni la objetividad y la libertad de criterio, mientras que podríamos ser primera potencia en sectarismo, parcialidad, y necio dogmatismo.
La falta de independencia que tanto se hace notar está vinculada muy estrechamente con una visión confesional de la política, con la fidelidad, con razón y sin ella, a una ideología maniquea, como suma de bienes sin mezcla de mal alguno, y con el hecho de que aquí sólo se aprecie la fidelidad perruna, la sumisión absoluta al amo.  
Lo curioso es que la generalización de ese rasgo de conducta sumisa es más reciente de lo que se suele creer. El otro día leyendo una carta escrita en 1825 por Thomas Jefferson, tal vez el más importante de los padres fundadores de la democracia americana, me encontré con que usaba tanto el término “liberal” como el término “servil”, con el sentido que se había hecho  usual entre los políticos españoles del XIX. Tanto “servil” como “liberal” pueden datarse con otro sentido en épocas anteriores de nuestra lengua, pero los liberales del XIX les dieron el sentido político con que las usa Jefferson y con el que se han exportado a la lengua inglesa, entre otras. Serviles o servilones eran los que no querían otra cosa que el absolutismo fernandino, los que detestaban la libertad, la igualdad, los enemigos de la Constitución.   Servilismo, en particular, es palabra que describe muy bien la condición de quienes están dispuestos, al precio que sea, a acudir presurosos en auxilio del vencedor, a apoyar al que manda, a obedecer en todo a quien les ha dado lo que estiman que, de otra manera, jamás habrían podido alcanzar. Para nuestra desgracia, casi doscientos años después, el servilismo vuelve por sus fueros, aunque, naturalmente, con los afeites de la época. Servilismo y sectarismo son, pues, sinónimos políticos que expresan dos incapacidades, la de atenerse a otras consideraciones que las establecidas por el que manda, y la falta de valor para  mantener dignamente las posiciones propias, en especial cuando se ostente un cargo, por ejemplo judicial, que obligue específicamente a ello.
Creo que esta consideración es especialmente adecuada para comentar la reciente decisión respecto a Bildu. Que el Tribunal Constitucional se haya metido, con prisa y nocturnidad, a reconsiderar una decisión del Tribunal Supremo, inventándose unos motivos de inconstitucionalidad que apenas pueden simular la arbitrariedad y el absoluto menosprecio a lo que establecen las reglas del juego, no es una noticia que pueda alegrar a nadie con dos dedos de frente. Ese Tribunal se ha convertido demasiadas veces en un cayado de la arbitrariedad política en lugar de haberse limitado a ser un árbitro absolutamente irreprochable de la Constitución. Su origen político no debería ser explicación suficiente para esa indignidad. Bastaría con que los magistrados se hubiesen tomado en serio a ellos mismos, pero eso es más de lo que algunos pueden alcanzar sin perder el equilibrio.
Una pregunta importante, y no muy fácil de contestar,  es la que se refiere a los beneficios políticos inmediatos que sus impulsores esperan de tamaña cacicada. Mi sospecha es que cuando el asunto del terrorismo estaba razonablemente encarrilado, ha tenido que venir Zapatero a mostrarnos lo genial que es y a liarla de nuevo. Yo no estoy de acuerdo con el fondo político de la sentencia, que me parece un error, pero que, como todo, se puede discutir, pero me parece fuera de dudas que el Tribunal Constitucional en lugar de hacer su trabajo con dignidad y calma, ha decidido probar, una vez más, que a él nadie le gana en servilismo, y que está dispuesto a arrebatar la imagen de eficacia que ofrece la Guardia Civil de los chistes,  esa mítica capacidad para encontrar, si fuere el caso,  al asesino de Manolete,  cuando se le requiera para ello en  tiempo y forma.
Pero, ¿qué es lo que gana Zapatero? Si lo que persigue, al parecer, es que los españoles vuelvan a sentir miedo del PP, hay que reconocer que sigue teniendo una habilidad muy especial para calcular los costes de sus iniciativas. Es dudoso que obtenga lo que pretende, y que la apuesta por el miedo  vuelva a ser rentable a estas alturas, pero el daño hecho a la objetividad, a la poliarquía, a la democracia liberal, y a la decencia política, me parece mucho más grave y difícil de curar que el hecho lamentable de que la democracia española se deje ningunear tan fácilmente por las triquiñuelas de cuatro abogados al servicio de una banda de criminales.
[Publicado en El Confidencial]


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Garzón recurre

Es difícil hacerse una idea mejor de lo que piensa Garzón sobre la justicia que la que nos proporciona el contenido del auto que ha interpuesto contra su procesamiento primero, que hay otros en espera, y no son todos los que cabrían. El juez Baltasar Garzón cree que organizaciones y «grupúsculos marginales», es decir, incontrolados, como se llamaban en otros tiempos, han ido contra él, y esperaba que el Supremo valorase sus “espurias motivaciones a la hora de no prestar crédito a tal persecución ideológica».
Envalentonado con el apoyo del New York Times, el juez se atreve a explicar cómo debe ser la Justicia universal, más allá de códigos y formalidades. Los que piensan de manera correcta están exentos de cualquier control, y los que piensan de manera extravagante, no merecen acceder a ninguna justicia ni tener acceso a ningún Tribunal. Lo de la Ley debiera ser, por lo que se ve, anecdótico, cuando se tenga prestigio internacional, aunque se haya logrado a base de chapuzas y arbitrariedades… y mínimos cohechos.
Si el Supremo le diera la razón, salir corriendo de este país sería un recurso inaplazable. Veremos.

¿Quedan jueces en España?

El procesamiento de Garzón podría indicar que, como ha notado hasta el sutilísimo Chaves, algo está cambiando en la Justicia española.
¿Pudiera ser que un determinado grupo de jueces haya decidido que ya no va a dejarse ningunear más por los políticos? Si así fuera, estaríamos ante una de las mejores noticias en la historia de la democracia española. No solo por lo que significaría en sí misma, sino también por el efecto de emulación que habría de tener en el conjunto de la sociedad española.
La corrupción y la partitocracia son abusos a los que hay que plantar cara, y sería una maravilla que los jueces empezasen a ser valientes y a mostrar que les importa más la justicia que el temor a los que mandan. Veremos.

Elogio del periodismo

Hay veces que películas que, aunque no sean perfectas, nos hacen reflexionar seriamente. Eso me ha sucedido con State of Play (La sombra del poder), dirigida por Kevin Mc Donald. A un español le tiene que llamar poderosamente la atención que haya empresas, y personas que las sirven, cuyo interés primordial sea la buena información, averiguar lo que tantos quieren que no se sepa, tan acostumbrados como estamos a este nuestro mundo, estrecho y maniqueo, en el que todo es a favor, o en contra,  y, además, se sabe desde el principio a favor y en contra de quién, por lo que, en realidad, no hay nada que investigar, sólo lo suficiente para montar un caso aparente. Claro que eso no solo lo hacen aquí una buena mayoría de medios, sino esos jueces, cuya obligación suprema debiera ser la imparcialidad que requiere la Justicia, pero que le han tomado la medida al sistema y se han dado cuenta de que tienen la llave de la cárcel para ayudar a quienes les aúpan. 

El protagonista de la historia es un periodista, Cal McAffrey (Russel Crowe), que se ve metido en un complejo conflicto de intereses cuando se encuentra ante un caso complicado en el que se mezcla la gran política (lo que seguramente quiere reflejar el curioso título español), la crónica de sucesos (que es su oficio) y unas relaciones personales suficientemente complicadas. 

Cal McAffrey, un periodista bien interpretado por ese camaleón que es Russel Crowe, se encuentra ante un frente múltiple. En primer lugar, tiene que hacer su trabajo y atender a los intereses de su periódico que, lógicamente, está en crisis, y desea vender ejemplares a costa de un caso que, a primera vista, implica sentimentalmente a un miembro del Capitolio. McAffrey se encuentra con que el caso afecta a un viejo amigo de la Universidad y, además, sospecha que hay en él más de lo que aparece a primera vista. Se enfrenta con la editora porque no entra a refocilarse en la explotación sensacionalista del adulterio, y es capaz de aguantar la presión para buscar una verdad que, aunque parezca convenirle, le complicará la vida, porque habrá de poner en juego sus ideas políticas, sus relaciones personales y su seguridad, pero, al final, la opinión pública podrá conocer una verdad más completa, y recompensará con su apoyo al medio que ha invertido en encontrarla, por debajo de las apariencias, los tópicos y los comunicados. 

Aún en crisis, la ética del periodismo parece estar viva para los guionistas de Hollywood (aunque la película tiene su origen en una serie inglesa). Robert Dahl subrayó la importancia de la poliarquía  para sostener la democracia: debería ser preocupante para los españoles la escasez de periodistas independientes (lo que no debería ser un oxímoron)  y que los grandes medios que han aparecido en estos años (La Sexta, Público) no han venido a hacer más plural la oferta sino a auxiliar raudamente al vencedor: en eso ha venido a dar nuestro quijotismo.