Cuando, en cualquier esfera del saber, un problema resulta muy difícil es corriente dividirlo hasta dejar desnudo y solo al núcleo de dificultad más irreductible. Esto, que supone una buena estrategia en la ciencia, puesto que puede caminar a su paso y sin apuros, no acaba de ser una conducta lógica en política, porque las complicaciones pueden estropear cualquier plan bien pensado, y el tiempo disponible se agota a gran velocidad. Sin embargo, los políticos suelen acogerse con frecuencia a la estrategia de ir postergando los problemas difíciles haciendo lo que popularmente se conoce como marear la perdiz. Pensemos, por ejemplo, en el caso de los mineros: los políticos llevan décadas tratando de evitar lo inevitable, echando dinero al pozo negro de la mina, aprovechando la feliz circunstancia de que el pago corre a cargo de quienes no se enteran. Ahora en cambio, pasan dos cosas, el dinero de apuntar se ha acabado, y el personal está con la mosca detrás de la oreja, con lo de los mineros y con mil cosas más.
Solo a un político se le puede ocurrir que si, por ejemplo, hubiese que operar de apendicitis, la cirugía se lleve a cabo por partes y en cómodos plazos, un recorte por aquí, algo de bisturí por allá, betadine y tiritas, para que el enfermo se vuelva, de momento, a casa, hasta que el mes que viene se le opere otro poquito. Ni que decir tiene que un enfermo grave se moriría en el proceso, sin que sirva el consuelo cínico de tener un problema menos. No estoy diciendo que la política tenga que consistir en hacer escabechinas, pero es muy mala solución hacer creer al paciente que la cosa va a ser más simple de lo que parece. Lo que ocurre es que algunos políticos llegan al poder creyendo que la cosa consiste en aplausos y halagos, y así pasa lo que pasa.
Woz y los Lumia
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