Mariñas y la socialdemocracia

El problema de los liberales es que no saben encontrar ejemplos, no tienen un mensaje que puedan entender los más necesitados (de dinero y de liberalismo). Así, por ejemplo, podrían aprovechar lo que hoy se publica sobre que Jesús Mariñas, un gurú de la telebasura más popular, cobraba 3.000 euros por programa en la TV9 de Valencia, es decir con cargo al bolsillo de todo el mundo, también de quienes no tenemos el más ligero interés en ver a ese señor ni en oír nada de lo que pueda decir. Pues el Estado y los socialdemócratas  nos obligan a pagar estas gilipolleces, y miles más con el cuento de la sanidad,  la educación y los servicios sociales, pero yo creo que democracia es poder saber siempre qué hacen con mi dinero y no votar a los que pretendan pagar esta pasta al tal Mariñas o a Bárcenas o a la tipa esa de las grandes ideas de la Fundación del propio nombre. A mi todo esto de Mariñas y de los mil más me parece mucho más grave que las corrupciones de andar por casa, pero es que soy muy raro. 
Pagar la información en Internet

Gala tronado

Siento que esté enfermo, pero me parece que el  comentario de Antonio Gala en su «Tronera» de hoy en El Mundo es de las cosas más necias, populistas y obscenas que he leído en mi vida. Se regocija del resultado andaluz, está en su derecho, y acaba celebrando una soleá que dice algo así como «no soy ladrón, pero me tira robarle al gobierno». Que un personaje tan elemental y oportunista pueda ser un faro de nuestra cultura explica  bastante bien lo que nos pasa, y las razones de fondo de la debilidad de la derecha: robarle al Gobierno, ¡con dos narices!
Cables, ¡qué lata!

La frivolidad política

La frivolidad es mala casi en cualquier escenario, pero en política es letal. La definiría como hablar y no hacer, simular batallas contra molinos de viento e ignorar los problemas reales. Es una tentación muy peligrosa, y muy abundantes los que se abandonan a esta moda tonta y perniciosa, pero con grandes posibilidades de sobrevivir en un país sectario y maniqueo, heredero legítimo de la guerra santa bautizada de diversas maneras. Es mal pernicioso donde los haya, y difícil de catalogar y combatir, porque simula muy bien lo que no es; puede hacerse pasar por liderazgo, y hasta por valentía. Es plaga que crece con la obsequiosidad de los cortesanos, y la idiocia general. 
Tonterías en la radio

Despacio, deprisa


En una nueva prueba de su inaudita capacidad para proponer recortes, el Gobierno de Zapatero y Rubalcaba, que no es el peor de los que padecemos, acaba de decidir que, a partir del próximo día ocho circulemos con una nueva limitación de velocidad en carretera, a fin, según nos dicen, de contener la factura energética de España. Este Gobierno, que insisto, no es el peor de los existentes, no deja de sorprendernos con su inventiva. Lejos de cualquier adecuación entre medios y fines, el Gobierno se comporta mediante el recurso al “diálogo de besugos” que inmortalizara el TBO de mi infancia, algo así como “usted pregúnteme lo que quiera, que yo le contestaré lo que me dé la gana”. No es que confundan la velocidad con el tocino, como sugiere el dicho popular, es que piensan dar la imagen de que bajando la velocidad están apretando a los ricos, y eso cotiza en su imaginario y en el de sus votantes más fieles, en ese caladero de envidias memas y miopes. No harán nada contra que el cacique de Iberdrola se lo lleve crudo, porque de eso no se entera nadie y, además, seguramente es amigo, pero van a impedir que nadie se chulee con un potente coche, o moto, a más de 120, lo que reconciliará a muchísimos memos con el carácter izquierdista del gabinete.
Me temo que les quedan pocas oportunidades para aplicar la receta, que deben considera poco menos que infalible, dada la frecuencia con que la aplican. La paciencia de los españoles con los recortes de libertad se puso a prueba brillantemente en los cuarenta años de Franco, y éstos están dispuestos a dejar a Franco como una especie de liberal, pero creo que algunas gentes están a punto de despertar y darse cuenta de que en lugar de Gobierno tenemos a unos malos imitadores del Caudillo

El disparate como sistema

Los inicios de la democracia en España supusieron un gigantesco intento de normalización que fue seguido con cierto interés en todo el mundo. No solo se trataba de hacer que fuese normal en la política lo que era normal en la calle, según la fórmula que empleó en su momento Adolfo Suárez, sino de hacer que en España dejase de existir un régimen extravagante y comenzásemos a tener un sistema político suficientemente semejante al de las democracias. El objetivo se logró con éxito, y con sacrificio, hasta el punto de que España pasó a convertirse en un país admirado, incluso imitado, y comenzó a suceder que la marca España pudo surcar los mares de la economía internacional con alguna soltura.
Todo eso parece haber terminado de manera más o menos abrupta, y nos encontramos ahora con que el Gobierno tiene que aplicar políticas enteramente contrarias a sus objetivos políticos y a sus programas, con que el país está, en cierta manera, intervenido, porque resulta que nuestro peso económico es ya demasiado elevado como para que se nos pueda dejar caer sin que ocurra una catástrofe que conmueva hasta a los chinos. En cierto modo, hemos tenido suerte, pero no se puede evitar el sonrojo que produce haber llegado hasta esta situación. Es posible que una gran mayoría de ciudadanos no hayan percibido con toda nitidez lo que aquí ha ocurrido, pero es seguro que nuestros técnicos y hombres de empresa, los españoles que han aprendido a luchar en un mercado mundial, están perfectamente al cabo de la calle de esta merma general en la consideración que se nos tiene.
¿Sabremos sacar la lección correspondiente? La política española no ha conseguido una democratización plena, se ha quedado, en muchos aspectos, a medio camino, en una especie de engendro partitocrático, en un sistema en el que las responsabilidades políticas por los errores cometidos no se exigen jamás, basta con volver a ganar y aquí no ha pasado nada, y en el que las responsabilidades judiciales son completamente impensables. Nuestros líderes están más allá del bien y del mal, están a resguardo de cualquier implicación. Todo esto sucede porque los electores desean seguir creyendo a pies juntillas en que los políticos hacen lo que dicen, en lugar de admitir la evidencia de que son extraordinariamente hábiles para ocultarnos lo que hacen. Hay personajes que han obtenido un patrimonio del que no pueden dar cuenta razonable, pero el aparato del estado les protege de lo que supuestamente puede reducirse a meras insinuaciones malévolas mucho más allá de lo que resulta permisible. La Fiscalía ha dado unos ejemplos de parcialidad realmente sobrecogedores, y su pericia para no mirar a donde no conviene es realmente legendaria.
Deberíamos caer en la cuenta de que el altísimo nivel de la indecencia personal que resulta tolerable entre nosotros es consecuencia directa de la irresponsabilidad política, del hecho de que no exijamos cuentas directas a los líderes, de que el electorado acoja de manera indiferente los aciertos y las fechorías porque se limita a juzgar del asunto por razones de índole ideológica, en función de si el afectado es de los nuestros o de los contrarios; y no solo el electorado, sino la mayoría de la prensa que se mueve también con gran soltura e irresponsabilidad en este régimen satelital.
Esta es la causa última de que en España no se castigue el disparate, la administración ineficiente, ni, por supuesto, la corrupción; basta que se disfrace ideológicamente para que todo el mundo tolere o incluso aplauda las mayores tropelías. De repente, por ejemplo, el gobierno descubre que las Cajas son un problema y está dispuesto a proponer una solución distinta cada cuatro semanas sin que pase gran cosa. El problema bastante similar que existió con parte de la banca estadounidense se arregló en apenas seis meses y hay bancos que ya están devolviendo sus préstamos al fisco y dando de nuevo beneficios. Aquí llevamos tres años mareando la perdiz y, por si fuera poco, damos al respetable personal de las Cajas y a sus clientes unos cuantos meses, a ver si se produce un pánico o no pasa nada, que será, imagino, lo que el gobierno espera. Pongo este ejemplo porque es el más reciente, pero se podrían espigar decenas de ellos y, por supuesto, de todos los colores. Mi disparate preferido es el de la alta velocidad, un sistema que cubre capitales tan importantes como Cuenca o Guadalajara, cuando hay ciudades modestas como Berlín o New York que todavía no disponen de él, y que apenas da para pagar los gastos de explotación: ¿será por dinero? Es posible que gracias a Merkel se acaben estas alegrías, pero lo interesante sería que el electorado aprendiese a no premiar el disparate. El día que empecemos a poner en cuarentena las palabras infladas y los despistes intencionados de quienes no quieren que nos enteremos de lo que hacen, habremos empezado a construir realmente una democracia que pueda volver a ser respetable.

El revés de la trama

Como en la novela de Graham Greene, las cosas no son siempre lo que parecen, lo que es especialmente cierto si las apariencias son equívocas. La huelga general anunciada para el 29 de septiembre plantea numerosas dudas sobre su sentido y sobre sus posibles efectos. El clima político en el que se inserta favorece extraordinariamente el equívoco. A diferencia de la huelga que paralizó literalmente el país en pleno auge del felipismo, y que fue gozosamente contemplada por buena parte del arco político, esta huelga de mañana no goza de las simpatías de casi nadie. Los propios convocantes han manifestado en ocasiones que llamaban a la huelga porque no tenían otro remedio, es decir que, a su manera, han pedido disculpas anticipadas por la acción, tal vez para cubrirse las espaldas si la huelga resultare un chasco.

Un hecho sobre el que apenas se repara es que uno de los objetivos de la huelga es combatir una decisión ya aprobada por el Parlamento, lo que no debería ser razonable. Es obvio que tanto el PSOE como los sindicatos están tratando de recuperar la energía y el tiempo perdido durante la larga crisis que han tratado de disimular y minusvalorar, pero lo hacen en un sentido contrario, como si estuviesen jugando al policía malo y el policía bueno en un interrogatorio. Gobierno y sindicalistas coinciden en sentirse sometidos a un estado de necesidad, de manera que afirman hacer algo que no quisieran estar haciendo. El Gobierno impulsa unas reformas que desearía no promover, y los sindicatos convocan una huelga contra un gobierno amigo al que comprenden.

Esta confesión conjunta de impotencia es muy importante, mucho más de lo que parece. Lo que traduce es que la izquierda, tanto en su versión política como en su versión sindical, ha perdido por completo su capacidad de formular políticas positivas, aunque tal vez no sea todavía completamente consciente de su esterilidad, de su impotencia.

Zapatero se enfrentó en 2004 a esa limitación trasladando el eje de su política desde la economía hasta lo institucional y lo moral, e hizo luego como si la crisis no existiese, confiando a ciegas en la capacidad de los mercados para sacarnos de un crisis que necesitaba negar por haberse apuntado, sin mérito alguno, los réditos de su primera legislatura, la herencia de Aznar. Cometió así un doble disparate: confiar en algo que, en su fondo, no entiende y posiblemente detesta y, al tiempo, seguir gastando como solo pueden hacerlo los Estados Unidos, con su flota controlando los mares y el comercio y con las empresas más productivas del mundo. Cuando, en el pasado mayo, Zapatero supo por boca de Obama que a él no le estaban permitidas tales políticas, que tenía que dejar de ser dispendioso y comportarse como un europeo presupuestariamente disciplinado, ZP cayó en la cuenta de que lo de la globalización iba en serio, y de cuál habría de ser su papel para seguir vivo. Su posibilismo hizo el resto y se convirtió, como ayer decía Tocho en El Confidencial, en “el paladín del liberalismo con su política de derechas”.

Ante este panorama, ¿qué podían hacer los Sindicatos? Para empezar, tiene dos ventajas estratégicas sobre el gobierno: puesto que usufructúan un duopolio de facto que amenaza con ser eterno, ellos no tiene que ganar elecciones, de manera que no están condenados al posibilismo, y, además, no pueden asumir la dosis de realidad que se ha atizado ZP porque, entonces, serían millones los que empezaran a preguntarse, cosa que ya está pasando, “¿qué hace un chico como tú en un sitio como este?”. La solución solo podía ser, por tanto, la huída hacia adelante, la repetición de los perezosos tópicos de la izquierda más rancia y hacer como que iban a hacer una huelga contra el gobierno amigo, para que nadie se diese cuenta de que llevan años vendiendo una mercancía inadecuada y peligrosa para la salud, a unos precios insostenibles, y con unos beneficios escandalosos.

El estado de necesidad de esta izquierda española resulta, en realidad, de una combinación de dos componentes que abundan en la piel de toro: el señoritil desconocimiento de cómo marcha el mundo, y la convicción de que todo es posible en Granada. Esta conducta, más propia del pijerío que de cualquier izquierda solvente, debería tener los días contados, pero desgraciadamente goza de un fondo de previsión que, hasta la fecha, se ha mostrado inagotable, la disposición de millones de electores para seguir creyendo en los Reyes Magos, el absurdo maniqueísmo político que la izquierda cultiva y la derecha consiente, con su escasez de ideas y con sus torpísimos gestos, y la inextinguible simpleza intelectual que despachan, a hora y a deshora, la mayoría de los medios, practicando una nueva forma de panem et circenses que ha facilitado enormemente el trabajo de un gobierno fashion y unos sindicatos completamente ajenos a la realidad económica, esa que produce el paro que ninguno de ellos sabe cómo parar.

[Publicado en El Confidencial el 280910]

Una tontería olímpica

El alcalde de Madrid, que ha fracasado doblemente en su faraónico intento de traer las Olimpiadas a su villa, habría obtenido éxitos más rápidos y baratos si se hubiese presentado a un concurso de tonterías políticas, desgraciadamente inexistente. Podría haberlo hecho en varias disciplinas, y con todo merecimiento, pero creo que acaba de pronunciar su tontería cumbre hace solo unos días. Alberto Ruiz Gallardón, que es el nombre del regidor para quien no lo sepa, ha pretendido justificar los más de 500 millones de euros (640 millones de dólares, 88.000.000 millones de las antiguas pesetas) que ha gastado en la nueva sede de la alcaldía de Madrid como inversión en un gran “contenedor cultural».
No es fácil entender el argumento, salvo que se tenga en cuenta que el circo puede considerarse como cultura, porque la frase de Gallardón es una auténtica payasada. Que este individuo pueda incrementar en un 6 por ciento la abultada deuda de los madrileños para vivir en un palacio reluciente indica hasta qué punto se ha perdido el respeto a los votantes, y cómo muchos políticos se han vuelto indiscernibles de los descuideros, de ese tipo de ladrones que te quitan todo lo que pueden en la vía pública mientras estás un poco distraído.
Yo me he borrado de las redes sociales, pero rogaría a alguno de mis selectos lectores que iniciase un grupo dedicado a “No volveré a votar a Gallardón, se presente con quién se presente”; estoy seguro de que crecería como la espuma y podría ayudar a que alguien en el PP se diese cuenta de que este “verso suelto” es un peligro público.

Elogio de la política

La política se mueve en el ámbito de lo posible que es un ámbito un tanto especial, a mitad de lo real y lo irreal. Lo que une lo posible a lo real en política se llama imaginación, sentido crítico, pensamiento abstracto, algo que nos aleja siempre de la mera gestión de los intereses y realidades en juego. La política consiste en un saber, en un saber ir más allá, en cambiar el plano que dibuja las relaciones de lo real, lo inevitable y lo posible. La posibilidad define un espacio mucho más amplio que el real, pero menos poderoso; la realidad no tiene, en cierto sentido, tensiones ni contradicciones, se limita a ser lo que es, mientras que lo posible va siempre de la mano con muchos contrarios. Político es quien hace posible lo que no lo parecía, lo que acaso se deseaba pero nadie sabía cómo lograr. Precisamente por esa su peculiar relación con lo posible, el político tiene que ser prudente porque en cada intento de mejora se juega un posible retroceso, o una desgracia. Es obvio que la prudencia se ha de apoyar siempre en la mejor información, en el estudio, en el análisis de los datos, pero todo ese conjunto de indicadores no nos dice qué debemos hacer sino que sirve para determinar cómo debemos hacerlo. Quienes confunden la información con las decisiones serán tecnócratas o demagogos, pero no políticos. El político se la juega, no se limita simplemente a constatar, y, menos aún, a tener en cuenta lo que más le convenga para sus objetivos personales, para dejarlo todo tal como está si es que él se encuentra en una situación cómoda. El político, por el contrario, ha de estar permanentemente en combate con los datos y las encuestas para que unos y otras no le impidan la procura de lo que pretende.

La política no busca únicamente evitar el mal, combatir las injusticias, la pobreza o la ignorancia, aunque esos hayan de ser siempre objetivos esenciales de su acción. La política tiene que promover también una cierta idea del Bien sin confundirse con el ámbito de las creencias personales, impulsando valores que merezcan ser compartidos. Sabemos que, como recordaba Berlin, los hombres no viven sólo para luchar contra el mal, sino que viven de objetivos positivos, individuales y colectivos, de una gran variedad de ellos, que nunca son completamente compatibles y cuyas consecuencias no siempre se pueden predecir con la deseable antelación. El político se mueve en un terreno público, pero el ámbito de lo público es muy denso en valores morales, y el político que no sepa entenderlos y manejarse con ellos está condenado a la esterilidad.

El ejercicio de la política requiere dos condiciones fundamentales desde el punto de vista del actor: tener una idea precisa de lo que la comunidad necesita, esto es de lo que siendo posible y deseable resuelve algún problema y/o representa alguna especie de progreso o de ventaja, y tener, al tiempo una percepción clara de lo que la comunidad quiere. Es de sobra claro que esas dos condiciones no suelen coincidir plenamente, porque, no se puede olvidar la advertencia de Aristóteles sobre que no es posible una unidad sin quiebras en ninguna polis. El político debe comprender y asumir que sus propuestas crearán contradicción, pues siempre habrá quienes no compartan la idea de Bien que se propone y, aun compartiéndola, habrá quienes se opongan a ella por razones de procedimiento o, simplemente, porque pretendan socavar el poder que alcanza quien encarna una idea compartida.

Tal vez se deteste a los políticos precisamente porque no lo son, porque los que dicen serlo meramente usurpan una función; esa frustración es el mejor testimonio de la necesidad y de la conveniencia de la política, pero son tantos los riesgos del oficio que gran parte de los que podrían desempeñarlo se quedan en sus negocios, aunque frustrados. Hay que hacer que la política sea otra cosa de lo que es, aunque los Obama acaben, también, decepcionando.

Las tradiciones de la democracia

Gracias al buen consejo de un amigo he tenido la oportunidad de ver John Adams una de esas series americanas cuya mera existencia dignifica la TV, y que aquí nadie produce, entregados al comadreo, político o, preferiblemente, de cloaca.
John Adams fue uno de los founding fathers de los Estados Unidos y el segundo presidente de la nación. No había gozado de un reconocimiento tan unánime como el de Washington, Franklin o Jefferson, su amigo y su mayor rival. Ahora, un libro de David McCullough ha resaltado la importancia del legado de Adams. Además de la lección de historia que supone, los españoles podríamos aprender muchas cosas repasando las peripecias de Adams y el cariz de sus enfrentamientos con Jefferson, el gran líder radical al que Adams logró contener y moderar.
Adams y Jefferson eran, por encima de todo, dos defensores de la independencia de la nueva nación y dos demócratas convencidos, pero discreparon profundamente sobre el ritmo que había de imprimirse al Gobierno de los Estados Unidos: Adams era un federalista al que se acusaba de monárquico y anglófilo, y Jefferson un republicano muy cercano a las ideas radicales de los revolucionarios franceses. Aunque haya que tener en cuenta que términos como republicano o federalista han cambiado profundamente de significado en estos doscientos largos años, lo esencial es que tanto Adams como Jefferson estuvieron siempre dispuestos a poner sordina a sus ideas y objetivos para anteponer los intereses de su patria. Se sabían padres de una criatura que podía malograrse y, aunque jamás renunciaron a sus ideas, supieron no olvidar que la libertad del pueblo y la unidad de la nación eran los bienes superiores a los que nunca se podría renunciar en aras de otro fin político, o de su éxito electoral. Adams resistió bravamente las presiones para entrar en guerra, para caer en las garras de la disputa franco-británica, y Jefferson mantuvo esa política cuando consiguió ser el tercer presidente de los Estados Unidos evitando la reelección de Adams.
Nuestra democracia es también joven todavía y no puede presumir de antecedentes demasiado gloriosos, porque, desde muchos puntos de vista, ha supuesto una cierta refundación de la nación, un comienzo que, como siempre ocurre, tiene que armonizar lo nuevo y lo viejo, porque España, mucho más vieja que los Estados Unidos, no es ningún invento reciente. No creo que los líderes políticos actuales hayan sabido estar siempre a la altura de la responsabilidad que esta situación les confiere.
Nuestro presidente muestra una tendencia al mesianismo que es completamente irresponsable, y su intento de reinvención de España a la luz de su exclusivo catecismo está, inevitablemente abocado al fracaso, aunque desgraciadamente, a un fracaso algo más grave y calamitoso que el mero desastre de una política equivocada. Entregado a un absurdo revisionismo del pasado, tarea que, en cualquier caso, no le corresponde y le supera, se muestra, además, extraordinariamente débil y condescendiente con quienes no hay otro remedio que considerar como enemigos de la nación española, con los terroristas, con los separatistas, o con quienes pretenden arrebatarnos parte de nuestros viejos territorios históricos, estén en la orilla que estén. No creo que sea exagerado decir que Zapatero nunca se ha propuesto ser el presidente de todos los españoles, el líder de una nación que tiene, como todas, que defenderse, y ello aunque profese una sana ambición a promover una paz justa y duradera en el mundo, propósito irreprochable donde los haya.
Por su parte, el líder de la oposición parece moverse la mayoría de las veces por resortes de escaso alcance, como si fuera un mero funcionario, como si la política fuese un engorroso negocio del que hubiere de abstenerse. Muchos detestamos la política nacional de Zapatero, pero, más allá de los tópicos para alimentar a los incondicionales, desconocemos en buena medida el alcance de los proyectos de Rajoy. Si uno obra con disimulo a la búsqueda de una deconstrucción que no se atreve a hacer enteramente explícita, el otro parece pensar que a los electores no nos interesa que se hable a fondo de los problemas políticos, y que basta con prometernos que acabará la crisis y subirá el empleo.
No se debiera pretender liderar un país tan complejo como el nuestro a base de ocultar a los electores lo que se piensa, temiendo que las ideas enajenen los votos. Adams y Jefferson enseñaron a los norteamericanos que la política consiste en un enfrentamiento a cara de perro, especialmente con los enemigos de la nación, que siempre existen. En nuestra democracia parece extenderse una tradición de disimulo que testimonia un desprecio despótico a los electores enteramente incompatible con la democracia. Tenemos mucho que aprender de los Adams y los Jefferson, si realmente pensamos que la democracia es algo más que un expediente para evitar que nos señalen con el dedo.
[Publicado en El Confidencial]

Una década ominosa

Hace ya diez años que ZP decide la política de los socialistas españoles y a él le ha parecido que es algo que se habría de celebrar. Es un caso claro de que, como decía Espinosa y me gusta repetir, la política es la simpatía que el poder siente por sí mismo. Visto desde fuera, el fasto no lo es tanto, o no lo es en absoluto.
En la historiografía del siglo XIX es corriente contraponer el trienio liberal a la década ominosa, los buenos y escasos años en que rigió la Constitución de Cádiz, a los años oscuros y penosos en que quien había sido “El deseado” ejecutó a su antojo una política extremadamente funesta. Al cumplirse esta aniversario zapateril es inevitable comparar estos diez años de su liderazgo, con ese período tan nefasto de nuestra historia.
ZP ha llevado a España a una situación tan negativa que es difícil encontrar precedentes para el caso, lo que es especialmente grave si se piensa que heredó una economía en crecimiento y un país en plena confianza en sus posibilidades. Desde 1996, bajo los gobiernos del PP, España había alcanzado tales cotas de bienestar y crecimiento que a muchos parecía que hubiésemos entrado para siempre en una nueva etapa de nuestra historia. Todo eso comenzó a truncarse en 2004: tras unos días de terror y de espanto, en los que el PSOE dio buena muestra de lo que entiende por solidarizarse con la política antiterrorista del gobierno cuando él está en la oposición, los españoles se encontraron, por sorpresa, con un político bisoño y sonriente al que, como había sucedido con Fernando VII, prestaron una acogida benevolente y esperanzada.
El recién llegado dio pronto muestras de lo que iba a ser una de las constantes de su gestión: la política de gestos. Como para confirmar la buena impresión que de él se tenía tras no haberse levantado a saludar la bandera americana en el desfile de las Fuerzas Armadas, retiró a toda prisa nuestras tropas de apoyo a la pacificación del Irak sin importarle ni poco ni mucho los costes del desaire a nuestros aliados. Es necesario reconocer que en esto no ha cambiado: nuestro presiente se muere por una imagen, por una cita, por un retruécano. Como dicen quienes le conocen bien, no hará nunca un mal gesto ni una buena acción.
Durante su primera legislatura, Zapatero ha podido creerse, como la mosca posada en la cabeza de un elefante, que controlaba la situación. Una economía lanzada, pero gravemente necesitada de ajustes y medidas de prevención, le permitió iniciar una alocada carrera de gasto para comprar adhesiones y sugerir a los electores que todas las carencias y los problemas eran, únicamente, consecuencia de la tacañería y la avaricia de la derecha. Se dedicó a vaciar la despensa, convencido de que alguien volvería a llenarla a tiempo, lo que, como es obvio, no ha sido el caso, y, al tiempo, puso todos sus esfuerzos en inventar una España en la que la derecha ya no pudiese gobernar jamás. El Pacto del Tinell fue el anuncio de esa política sectaria y diametralmente opuesta a las bases de nuestro sistema constitucional. Sus dos grandes realizaciones fueron el mal llamado proceso de paz con ETA, que ahora pudiera estar conociendo una segunda oportunidad, y el Estatuto de Cataluña. El intento con ETA acabó con la voladura de la T4, crimen que ZP consideró como un mero accidente. La farsa del Estatuto está dando estos días sus últimos coletazos, pero no hay que descartar que un presidente tan obstinado como obtuso trate de convertir el fuerte palmetazo que le ha propinado el Tribunal Constitucional en una nueva fuente de dádivas para sus bienamados nacionalistas.
Convencido de que los gestos, y las palabras hueras, lo son todo, negó persistentemente la existencia de una crisis económica, trató de evadir cualquier responsabilidad, e intentó, incluso, pasar por ser el autor de las medidas que los mandatarios internacionales decidieron poner en práctica, mientras nuestro poeta seguía gastando el dinero que no tiene en reparar los bordillos en inútiles esquinas. En sus manos, hubiéramos ido a la ruina total, y solo la insólita intervención de Obama y de Merkel han conseguido que sea capaz de enfrentarse mínimamente a la espantosa situación de crisis y de deuda que ha generado su frivolidad y su ignorancia.
Zapatero no solo ha conseguido destruir una situación económica muy sólida, sino que ha vaciado por completo de contenido político al PSOE, y ha condenado al PSC a ser una caricatura nacionalista de lo que siempre ha sido. Aunque sus acciones parezcan apuntar diversos objetivos, la permanencia en el poder es y será su única estrella. Ahora trata de oficiar de patriota dispuesto al sacrificio, de líder que se inmola por la salud de todos: es únicamente la penúltima careta de un líder astuto, inmisericorde, cínico, vacío y peligroso.