Baroja, Rubia y Oakeshott

Una de mis citas favoritas ha sido siempre la de Baroja, dejemos las conclusiones para los imbéciles. Es favorita, sobre todo in foro conscientiae, porque decirla en voz alta, como ahora, te puede crear enemigos innecesarios. Me he acordado de ella tras leer en una pagina web dedicada a temas de filosofía de la mente un par de referencias a algo que yo había leído, a un artículo de F. J. Rubia, y otros que lo acompañan, en el último número de Revista de Occidente sobre viejas cuestiones como el determinismo, la libertad, la memoria y el cerebro. Son temas que nunca te consigues quitar del todo de encima si te dedicas a según qué clase de filosofías, y, tras haber leído algunos cientos de páginas, y haber escrito unas decenas, casi sólo te quedan perplejidades y una cierta sensación de abismo que te hace sospechar de tratamientos más ligeros, aunque se supongan bien informados. Así, los que se dedican a maquinar con el cerebro suelen creer que saben cosas que los demás, según su parecer, ignoramos, y seguro que es así, pero es muy frecuente que ignoren hasta qué punto están manejando ideas que desconocen, cargadas de problemas y de paradojas, llenas de historia, pero que ellos confunden con los nombres de una avenida mediterránea. En estas estaba cuando me tropecé con un libro extraordinario de Oakeshott que me había regalado hace unos años un amigo y que no había leído hasta la fecha. Leerlo ha sido un placer, un verdadero festín para la inteligencia, bueno, eso creo, y he buscado unas líneas que subrayé que, aunque parezcan no tener nada que ver con lo anterior, me parecen muy iluminadoras. Dice el filósofo británico: “La ley y la moral normalmente tienen el mismo centro pero no la misma circunferencia”. Abunda la gente que se coloca en un centro y se dedica a cerrar la circunferencia de las ideas hasta que se confunde con las suyas, más o menos eso es lo que se suele llamar una conclusión.

¡Que inventen ellos!

Ayer uno de esos periodistas que pueden pasar por personas cultas, ya sé que no hay muchos, dijo que había que olvidar la frase de Unamuno (el «¡que inventen ellos!») porque nos había hecho mucho daño.

Unamuno escandalizó con esa frase, pero lo peor ha sido el equívoco que se ha creado en torno a ella. Unamuno pretendía responder a los positivistas sin ambición, haciéndoles ver que antes que imitar la ciencia foránea, lo que había que hacer era tener vivo el espíritu, y no se cansaba de reprochar a los españoles esa vaguedad espiritual que es la raíz de nuestros males, de la falta de ciencia también.

Por una serie de curiosas vericuetos Unamuno ha sido interpretado como una especie de energúmeno opuesto a la ciencia, a la técnica y a la razón. Lo que Unamuno zahería no era la ciencia sino el conformismo, también en ciencia. Unamuno estaba muy cerca del espíritu cajaliano en su actitud frente a la investigación, claro que también Ramón y Cajal decía de sí que no era un sabio sino un patriota. Lo que molestaba a Unamuno era nuestra tendencia a imitar, a no arriesgar en nada. Lo curioso es que ese es el auténtico espíritu científico, una capacidad para no convertir la ciencia en una fe muerta, en un sistema.

Unamuno no es culpable de otra cosa que de haber tratado de despertar al Quijote que hay detrás de cada Sancho demasiado conformista, un Sancho que, por mucho que se disfrace de científico y de moderno, sigue siendo el creyente acomodaticio y dogmático que tanto abunda entre nosotros.