Acaba de aparecer

Ya está a la venta en Luarna el último libro que hemos publicado al alimón José Luis González Quirós y Karim Gherab Martín. Se titula Tecnología y cultura. La larga sombra de Gutenberg. Se ha editado como libro electrónico, y se vende al precio de 6,50 euros, bastante asequible; aunque creamos que este tipo de libros debiera ser todavía más barato, hay que reconocer que el editor se ha esforzado en facilitar el acceso a la obra con un precio realmente muy atractivo. El libro interesará mucho a cualquiera que esté interesado por el desarrollo de la cultura digital, por el porvenir de la lectura, y por los supuestos problemas existentes entre la tecnología y la cultura.
Se edita en formato e-pub, que permite su lectura en cualquiera de los e-readers de tecnología de tinta electrónica que hay disponibles en el mercado. Para quienes quieran abrirlo en un ordenador normal hay que bajar, de manera gratuita, una aplicación llamada Adobe Digital Editions de la página de Adobe, de manera que el texto se puede leer en la pantalla normal de un PC con toda facilidad.
Nos gustaría que lo leyeseis y que hubiese algo de polémica. ¡Ánimo!

La religión del papel

En los años, casi juveniles, en que me dio por ser editor, trabajaba con un imprentero, lamentablemente ya fallecido, del que llegué a ser amigo. Era un tipo irrepetible porque era un loco, digamos, cervantino, es decir, perfectamente sensato y caballeroso, salvo cuando se le hablaba del papel; entonces entraba en trance y se veía perfectamente que, para él, el papel era lo importante y que, en comparación con el papel, lo que pudieran decir los libros era una fruslería. Pese a esa locura, le profesaba un enorme afecto porque era una bellísima persona.
Me acuerdo muchísimas veces de mi amigo Enrique cuando escucho las jeremiadas de los defensores de la imprenta y del papel como algo equivalente a la ciencia, la cultura y la libertad. Todas las técnicas poderosas han suscitado rechazos, y han procurado revestirse de respetabilidad. Una de las objeciones de fondo a la lectura digital, y a los aparatos que la facilitan, ha sido la supuesta existencia de determinadas dificultades para la lectura sobre pantalla, ignorando deliberadamente que la tecnología de tinta electrónica no produce cansancio alguno a los ojos; ese argumento, si pudiéramos llamarlo así, se suele adornar con diversas pamemas fisiológicas y semióticas sin mayor fundamento, como si el entendimiento, la sensibilidad, la reflexión y el espíritu crítico, que son las cualidades que ennoblecen la lectura, hubiesen aparecido en el mundo gracias a Gutenberg.
No hay más remedio que sospechar que el verdadero quid de la cuestión está en el interés por forzar la supervivencia de unas industrias acabadas. Además, se confunde un libro con un objeto, ignorando que los libros no son un mero mazo entintado de páginas, sino un conjunto de argumentos, de metáforas, de discursos.
La edición encontrará su papel con enorme claridad en el mundo digital, porque no se limitará a producir copias de una determinada composición en páginas y en tipos, sino a enriquece el libro con todo lo que enriquecerá su lectura, su comprensión, con lo que sea capaz de iluminar su significado y su influencia en cada momento. Los clásicos revivirán porque siempre habrá estudiosos dispuestos a editarlos, sin que se necesite el aval de un agente mercantil que calcule el coste de la impresión, el marketing y la distribución de lo que ya será para siempre su obra, no la del autor.
Ignorar las posibilidades que se abren a la edición, en el sentido propio y no mercantil del término, es un error imperdonable. Las perspectivas que se abren asustan, porque vemos cómo se desmorona un edificio de varios siglos, pero hay que perder el miedo a que las autorías se disipen, a que los escritores no puedan vivir de su oficio. El derecho principal de los autores es el derecho a ser leídos, y su remuneración no hará sino crecer en el nuevo entorno digital, que puede y debe aspirar a ser mucho menos mediatizado que el de la imprenta. Los dispositivos dedicados a la lectura han llegado para quedarse, aunque se desgañiten los agoreros, incluso en esta España tan propicia a las leyendas y que, a veces, parece tan desatenta a los argumentos esenciales.

Descubriendo la lectura profunda

Pese a que uno sea un mediano lector, y pese a haber dedicado algunas horas a pensar en la lectura, debo reconocer que me sobresalto cada vez que leo las reflexiones de Joaquín Rodríguez sobre la “lectura profunda”, un tipo de lectura, la verdad, cuya naturaleza no acabo de captar, ni siquiera superficialmente. Dice nuestro autor que es “la lectura que Proust practicaba y a la que su escritura invitaba” (bella aliteración, pardiez) y que es “aquel tipo de lectura que caracteriza más apropiadamente nuestro intelecto: el razonamiento inductivo y deductivo, ciertas competencias analógicas, el análisis crítico, la reflexión, la penetración y la agudeza intelectual”. ¿A que impresiona? Yo estoy de acuerdo con que haya que caracterizar apropiadamente al intelecto, y, sin embargo, esta enumeración me deja perplejo, estupefacto. Yo creo que al propio Rodríguez tampoco acaba de convencerle un rosario tan variopinto de cualidades, porque inmediatamente aclara que “el libro, el texto encuadernado entre dos cubiertas, es un tipo de tecnología que ordena el significado linealmente confiriéndole estabilidad, un tipo de tecnología que demanda la atención y la concentración del lector en un acto de íntima entrega dedicado a descifrar las capas acumuladas de sentidos y significados”. Lo de la íntima entrega puede sonar un poco rijoso, pero hay que reconocer que es una metáfora molona.

¿Querrá esto decir que no lee el lector sino el libro? Rodríguez advierte de que con la lectura digital, “se cae en ciertas añagazas y trampas inherentes a la cultura digital: el énfasis desmedido en la inmediatez, en la sobrecarga y sobreabundancia indiscriminada de la información, en un tipo de cognición condicionada o intermediada solamente por medios digitales que implica o promueve la velocidad desalentando la reflexión y la deliberación propia de la lectura profunda”.

Yo mismo empiezo a tener dudas de haber entendido un texto de Thomas Nagel que acabo de leer en un formato digital, aunque, a decir verdad, creía que sí, pero ahora ya no estoy cierto. ¿Tendré que comprar la tecnología de papel correspondiente para entender las sutilezas del filósofo norteamericano? ¿Habré entendido con la debida profundidad las ideas de Rodríguez, puesto que no he tenido la preocupación de encuadernarlas? No se crean que Rodríguez habla de memoria de estas cosas, porque siempre procura estar al día, y no hay cosa que se le escape, aunque temo que eso le distraiga de su degustación celulósica de Proust. Ahora aduce un texto de Maryanne Wolf, en “The importance of deep reading“, que, al parecer, está muy en su línea, una ensalada entre Proust y la configuración, por supuesto que también profunda, de nuestras redes neurales; ya se ve que no estamos ante prejuicios sino ante puritita ciencia. Lo dicho, no se les ocurra leer un e book y, mucho menos, que caiga en manos de sus niños. Como remacha Rodríguez no se trata “de un cambio de formatos o de soportes, sino de una transformación cognitiva de primer orden”.

No sé qué más decir, salvo que quedan advertidos.

Prejuicios perdurables

No hay nada menos efímero que los prejuicios; en realidad, si se cuidan un poquito, pueden llegar a ser eternos, además de conservar una enorme fertilidad. Digo esto a propósito de un comentario, reiterativo como corresponde, de Joaquín Rodríguez en su blog Los futuros del libro, que suele ser un ejemplo heroico de fidelidad a los intereses de esa tradición que confunde el papel con el texto y la impresión con la edición, todo un oficio. Fíjense lo que dice: “Casi ninguno de los libros electrónicos que se comercializan ahora mismo en el mercado […] mejora, a mi juicio, las propiedades y capacidades del libro en papel tradicional”. Lo más curioso de esta afirmación es que, por su forma, parece prometer el descubrimiento de esos libros que se ocultan tras el casi, porque, de no haberlos, hubiera debido atreverse a decir ninguno, que es, seguramente lo que piensa. Pero no, JR no quiere pasar por dogmático y se parapeta en un casique desprecia la capacidad lectora de sus adictos.

La cosa no acaba ahí: resulta que no solo hay mejoras, sino que los libros electrónicos tienen, además, un grave defecto que JR no tiene otro remedio que revelar, a fuer de sincero. Pero hay otro casi: el defecto es tan grave que se pone en boca del “hijo de un reputado colega” (que se vea que no es cosa de ser viejuno, como dirían los de Muchachada Nui), a saber (contengan el aliento): “el libro electrónico […] es un objeto” y sirve solo “para los que ya están habituados a leer en soportes tradicionales, porque no añade ni un ápice de valor adicional, a excepción, claro, de su capacidad de almacenamiento”. O sea, que los que no están habituados a leer deben seguir comprando los libros de siempre.

Hay que reconocer que el hijo del reputado colega de JR ha dado en el clavo. Ahí tenemos la gran diferencia con los libros normales; para empezar, eso de ser un objeto siempre ha estado mal visto por la mayoría moral progre; pero, además, como es obvio, los libros normales son los únicos que valen para los que no están habituados a leer, porque sirven, no es necesario insistir en ello, para decorar encimeras y para que los merluzos se hagan fotos delante de ellos, función en la que hay que reconocer que son imbatibles.

Una vez que se han desvelado los dos grandes defectos metafísicos de estos libros anormales, ya no hay razón para disimular; ya se puede enhebrar el conjunto tradicional de tópicos y defectos: no son táctiles, buscan mal, son lentos, no poseen conexiones, no sirven para anotar, no dan color, tan esencial para una lectura culta, etc. Esta enumeración es un catálogo de malas intenciones, algo así como si se describiera una biblioteca diciendo que no hay música, que no se pueden tomar cubatas, que está prohibido bailar y que además no se pueden realizar acampadas.

Lo peor, sin embargo, está por llegar y aquí JR se desmelena. Dice nuestro peculiar profeta libresco que los textos no son redimensionables y que por ello suelen (¿dependiendo del azar?) ser ilegibles e inmanejables. Como no podía ser de otra manera, JR se indigna: “un menosprecio ultrajante a cinco siglos de artes gráficas que ningún editor debería aceptar y que ningún lector debería consentir”. Esto de vejar a la tradición le parece muy mal a cualquier progre.

Como es Navidad, y cada uno escoge las tradiciones que le peten, no voy a seguir, aunque JR recomiende no comprar y esperar a que la tecnología vaya superando las pegas que a él se le ocurran. Me temo que eso no pasará nunca, de manera que sus infinitos seguidores se lo pueden tomar con calma.

[publicado en Culturas digitales]