El PP reaparece en Sevilla

El Partido Popular comienza a sentir la euforia que desata la inminencia del triunfo, el entusiasmo de los incondicionales, y los abrazos cómplices de quienes lo ven menos claro. Siguiendo con sus costumbres, escasamente proclives a poner en duda lo que no siempre es obvio, el PP ha decidido festejar tempranamente sus anunciados éxitos en una sede como Sevilla, que también fue en el pasado el trampolín de lanzamiento de Aznar, un personaje que parece plenamente recuperado para el remo en la barca de Rajoy, como no podía ser de otra manera. Los gobiernos de Aznar, y el buen recuerdo que dejaron, son el mejor aval de un partido que seguramente ha utilizado más prudencia que ambición para convertirse en una alternativa inevitable.

Rajoy ha subrayado un rasgo esencial, necesario pero no siempre suficiente: la unidad del partido, plenamente recuperada pese a las dentelladas del contrario, a los errores de algunos y, finalmente, a la aventurera y suicida deslealtad cantonalista, de Cascos uno de los males que pueden afectar al PP, cuando el timón de la nave no se lleva con firmeza.

El PP no debería tener ningún miedo a su pluralismo interno, pero sí a la tendencia al particularismo de algunos de sus líderes, al fulanismo de dirigentes que no se sabe bien qué defienden, esos cuya política debería reservarse a los socialistas sensatos, cuando los haya. El PP tiene que superar sus miedos a afrontar ciertos problemas, a encontrar las soluciones mejores sin temor a perder votos, a debatir a fondo los problemas que interesan a sus electores y se debaten en la vida real. El PP no debiera dar la sensación de que se resiste a defender las causas de quienes le votan, tal vez precisamente porque reconoce que sus votos no proceden de un único venero, pero justamente en eso tiene que residir el mérito de su política, el acierto de unas propuestas que no solo le echan en falta sus adversarios.

Rajoy ha comparecido en plena forma y ha acertado, por ejemplo, a prometer que retiraría las ventajosas pensiones que con tan escaso miramiento se han otorgado sus señorías. La propuesta es interesante, pero lo sería mucho más si apuntase a que Rajoy estuviere dispuesto a no dejarse intimidar por la inercia del pasado, a corregir cuanto sea necesario, y hay un buen número de temas que lo requieren, a afrontar sin demoras y con diligencia las reformas que España necesita apara volver a moverse con dignidad y soltura por el mundo, para recuperar su imagen de país serio, confiable y con futuro.

Rajoy parece haber comprendido que los españoles no se conforman con saber que ganará el PP, sino que quieren poder desear que gane, quieren que el PP no solo venza sino que convenza. No es difícil conseguirlo, pero hay que lanzarse a hacerlo sin limitarse a esperar al entierro del zapaterismo. La Convención sevillana debería ser el comienzo de una nueva etapa en la que el partido se lanzase a conquistar las cabezas y los corazones de los españoles, sin limitarse, simplemente, a acoger los restos del naufragio, a los que huyen de la quema. Rajoy no debiera limitarse a corregir defectos de imagen, tendrá que intentar que crezca el entusiasmo, algo que ahora mismo es bastante descriptible, porque va a necesitar de la convicción, el sacrificio y el esfuerzo de todos para que su gobierno logré que los españoles volvamos a confiar en nosotros mismos, en nuestra patria, y en nuestros políticos. Tal es la esperanza que solo el PP suscita, y que solo él puede malograr.

La música de la crisis

Yo creo que con la crisis pasa algo parecido a lo que ocurre con las canciones, que nos quedamos más con la música que con la letra, entre otras cosas, porque la crisis da lugar a unas narrativas muy confusas. La música de la crisis, por el contrario, puede ser muy clara, porque depende, básicamente, de la interpretación que hagan los políticos, y eso es lo que, cuando llegue el momento, valorarán los electores.
Hay una crisis, pero hay diferentes músicas para recordarla, cuando pase, que pasará. Hay, al menos, dos músicas muy distintas. La primera es la de ZP, que está entonando los remedios de la crisis al son del sacrificio por la patria, con el estribillo de su inmolación: he de hacer lo que no quiero por el bien de todos, porque es necesario, y si hay que recibir bofetadas las recibiré con gusto por mi país. Muchos me dirán que hago una interpretación muy benigna de la melodía de Zapatero, y seguramente tendrán razón, pero ZP está concentrando todos sus esfuerzos políticos en ese breve estribillo que puede ser muy pegadizo.
La melodía del PP es más difícil de detectar; cuando suena mal, cuando chirría, parece decir algo así como ZP vete ya, que nosotros lo haremos mejor. Yo, sintiéndolo mucho, no alcanzo a percibir otra melodía por parte del PP, aunque sepa que las hay, pero no consiguen imponerse, supongo que porque el PP no tiene una orquesta especialmente bien afinada, y ni siquiera resulta obvio que estén ejecutando la misma partitura. Esto puede dar resultados muy negativos para el PP, y tal vez podamos comprobarlo relativamente pronto.
¿Porque pasan estas cosas? Mi interpretación es la siguiente: la dirección del PP cree que se han perdido las elecciones de 2004 y 2008 por tener un discurso insoportable para la mayoría del país, o por decirlo de algún modo, habitual pero equívoco, poco centrado. En consecuencia, concibe su intento de alcanzar el poder con una mezcla de astucia y disimulo, pero sin explicar con claridad por qué y para qué querría alcanzarlo. Ese análisis lleva a adoptar discursos que, más que confusos, pueden calificarse como confundidores, lo que, en consecuencia, permite al PSOE hacer lo posible para que crezca la sensación de que el PP tiene una agenda oculta que no se atreve a desvelar. Un ejemplo: si en lugar de reconocer que hay demasiados funcionarios, un alto cargo del PP dice que, de ser él funcionario hubiera hecho la huelga, lo que está haciendo es ocultar la política que el PP debiera tener sobre el asunto, y preparar al público para el convencimiento de que el PP solo tiene ambición y oportunismo, cosa que se acentúa cuando el PP parece querer reducir sus diferencias con el PSOE a una presunta mejor administración de la economía. Con esta música el PP no está preparando su marcha triunfal, por mucho que pueda creerlo.

Lo que España necesita

A mitad de una legislatura sin futuro, la sociedad española se encuentra atónita y perdida, pero no sabe encontrar las maneras de reaccionar. Es muy significativo el amplísimo desdén con el que se ha acogido la campaña del estoloarreglamosentretodos.com, una iniciativa bastante hipócrita y desafortunada que pretendía cargar sobre las espaldas del ciudadano común el coste de los disparates que ha cometido el gobierno.

Es verdad que tenemos problemas muy de fondo que van más allá de lo político, pero que no pueden arreglarse sin un cambio político radical. Nuestra falta de competitividad, la ausencia de iniciativa empresarial y su correlato irremediable de paro, el desastre de la justicia, de la universidad y de la educación o la insólita e irresponsable impavidez de los sindicatos, no se explican solo por errores de la clase política, sino que responden a una tendencia a consentir y celebrar la chapuza que es corriente en la sociedad española.

El desafío para los políticos consiste en que todos esos problemas tienen que poder expresarse en un programa que sea capaz de movilizar a la gente y de romper el equilibrio negativo de fuerzas en el que nos debatimos. La España actual necesita algo más que confiar en el turnismo, que aunque siempre sea mejor que la perpetuación de un mal gobierno, pudiera resultar frustrante si la alternativa política, que en este caso es el PP, no fuese capaz de plantear cambios de fondo, capaces de suscitar el respaldo de una amplia mayoría de los electores que creen merecer un futuro mejor que el que ahora nos amenaza.

Hay que exigir esfuerzo, pero antes hay que ofrecer esperanza. Tras tres décadas de democracia es evidente que hay cosas que se han hecho mal y qué habría que hacer para arreglarlas. Está claro que hay unos perros guardianes de lo establecido que se opondrán a cualquier reforma porque a ellos no les va mal con este proceso de pauperización de los españoles. Se trata de intereses muy poderosos, políticos, sindicales y funcionariales, pero el bien común está por encima de privilegios. Un programa capaz de atraer a una mayoría de españoles que no se resignen a la mediocridad tendrá que enfrentarse con las protestas y los augurios de desastre de quienes defienden lo indefendible porque les va bien con ello, y lo disfrazan con palabras y emociones que, si nos ponemos a debatir en serio, ya no convencen a nadie. Hay reformas inaplazables en política territorial, justicia, educación, mercado laboral, impuestos, función pública y régimen sindical que si no se abordan por miedo a la reacción en contra lastrarán cualquier intento serio de saneamiento de la sociedad española. Cuando alguien se enfrenta con situaciones insoportables, como ha hecho José Blanco con los controladores aéreos, puede pasar un mal rato, pero triunfa y se gana la adhesión de la mayoría.

Hay que ser conscientes, en segundo lugar, de que los ciudadanos desconfían de sus políticos y están hartos del clima de corrupción, mediocridad y enfrentamiento ritual que se deriva de la configuración actual de nuestros partidos. Es evidente que los ciudadanos quieren más democracia y menos partitocracia, más participación y apertura y menos solidaridades mafiosas con el que lo hace mal. También en este terreno hay que atreverse a innovar para que los españoles vean que se avanza en serio hacia una democracia de verdad. El PP acaba de dar un ejemplo de apertura en la elección de su ejecutiva mallorquina, lo que demuestra que cuando se quieren hacer las cosas bien es perfectamente posible hacerlas. Si en lugar de organizar actos sin sentido, a los que no acuden más que los profesionales, se dedicasen a fomentar la participación de sus afiliados y a abrir las puertas al debate político y a la participación verían cómo se les aclara el panorama, mucho más allá de lo que dijeren la encuestas.

Si el PP, que es el único que puede hacerlo, quiere ganar las elecciones con claridad deberá preparar un programa muy ambicioso y, lo que es más importante, deberá comenzar a comportarse de acuerdo con lo que vaya a proclamar.

No será posible hacer nada en la próxima legislatura si no se ha planteado a la sociedad española, ya es hora hacerlo, una serie de reformas capaces de acabar con la decadencia y esterilidad de nuestras instituciones. Para formular ese programa hay que alejarse de la gresca cotidiana en la que el calendario lo marca, cuando le interesa, el gobierno. Este gobierno es ya un barco a la deriva, y no merece la pena ni discutir con él. Hay que dirigirse directamente a los ciudadanos, con tiempo por delante, con un programa atractivo, creíble y hacedero, una propuesta que debiera hacer el próximo congreso del PP, una cita que no se podrá ignorar con ninguna excusa. Hay gente por las covachuelas que creen que en esto de la política se gana con ir al tran-tran, esperando a que pase el cadáver del enemigo, pero, si no se hace política en serio, el cadáver que puede pasar es el de la democracia española.

Las deficiencias del sistema de partidos

Parece evidente que no son muchos los encantados con el funcionamiento de los partidos políticos y, sorprendentemente, el desencanto es mayor, si cabe, cuando se habla con militantes, con buena gente que trata de aportar su grano de arena para que las cosas vayan mejor, y se desespera con las dificultades del caso y la persistencia de ciertos errores, al parecer incorregibles. Supongo que, de este diagnóstico, hay que excluir a los que están arriba, tratando precisamente,  de que su estado no sea provisional. Desgraciadamente, cuando se piensa en solucionar esta clase de problemas, la mayor parte de las soluciones suelen incurrir en alguna forma de arbitrismo, sin caer en la cuenta de que los sistemas no tienen piezas intercambiables, de que no se puede hacer un sistema con las virtudes de todos los demás, aunque a veces nos inclinemos a pensar que el nuestro sea el conjunto universal de todos los errores.

La única solución que cabe es la mejora a partir de lo que tenemos, mediante una reforma que resultará, inevitablemente, lenta; la única alternativa a un reformismo de este tipo, es la decadencia y, no muy tarde, la muerte. Tras treinta años de partidos,  resulta sorprendente el escaso conjunto de mejoras que se han introducido en su funcionamiento, y es hora ya de plantarse muy a fondo esta cuestión. No pretendo agotar el tema en pocas líneas, sino, por el contrario, suscitarlo, un tanto extemporáneamente, para que mezclemos un minuto de cordura en la dinámica de enfrentamiento en la que parecen agotarse los partidos, los viejos y los nuevos, por cierto. Al parecer, sin gresca no hay paraíso.

Aunque la enumeración podría hacerse mucho más amplia, comentaré brevemente, algunas lacras bastante obvias en la vida de los partidos españoles. La primera de todas, es la falta de reflexión y de estudio que se manifiesta tras la inmensa mayoría de sus propuestas. Los partidos parecen arrojados a una alocada vida hacia fuera, sin preocuparse, ni poco ni mucho, de lo que deberían de hacer hacia dentro. Es como si una empresa pudiese reducirse al departamento comercial, olvidando la investigación, la innovación y los procesos de fabricación. Fruto de ese inmenso error de fondo, la ausencia casi total de una actividad reflexiva y de estudio, los partidos son esclavos de la actualidad y se encuentran atenazados por un permanente pin-pan-pun, de manera que incluso el gobierno parece siempre un mal partido de la oposición. Los partidos tienden a reducir su actividad a sus respuestas y a sus actos, a convertirse en casetas de feria en que lo grave no es ya que pretendan vender humo, sino que la mayoría de los asistentes no sean posibles clientes, sino sufridos y beneméritos militantes que se prestan a hacer de público para la ocasión, y se disponen a oír auténticas baterías de tópicos en boca de los barandas de turno.

Al improvisar, los partidos son absolutamente incoherentes, y lo mismo dicen hoy lo que negaban ayer, que afirmarán enfáticamente mañana lo que hoy criticaban a sus oponentes. Los partidos dan la sensación, como el Real Madrid de Florentino, de querer ganar las elecciones a base de ficharlos a todos, de querer dejar a los adversarios sin argumentos, y de chillar más alto que nadie. 

La consecuencia más grave de este proceder es la debilidad de la cultura política del electorado, cosa que, a mí entender, debería preocupar más a unos que a otros. Algunos pretenden curarse de esta carencia mediante una invocación, que resulta de una pobreza intelectual lastimosa, a los principios, lo que, entre otras cosas, sirve para valorar hasta qué punto el desierto ideológico y político que trajo consigo el régimen de Franco no deja de producir sus frutos, al menos en la terminología. Los principios siempre tienen guardianes y son, además, una excelente excusa para que nada se discuta, esto es, para que los partidarios de los principios continúen promoviendo la inopia política y el entusiasmo histérico de cierto personal proclive a las adhesiones incondicionales, al fulanismo. Los principios siempre requieren líderes fuertes, y eso es algo que gusta mucho a los dicen que creen en algo así como que lo importante no es ganar, sino participar, a perdedores acreditados. Si a todo esto se añade la suficiente opacidad se obtendrá, indefectiblemente, corrupción y fracaso.

Resulta especialmente misterioso este proceder de los partidos cuando se enfrentan a largas marchas de cuatro años, u ocho o doce, o más, hasta que, eventualmente, consigan ganar unas elecciones. Los partidos deberían procurar, entonces, un fortalecimiento interno, una intensificación del debate, un enriquecimiento de su coherencia a base de rigor, innovación, participación e identificación con los deseos y esperanzas de los electores. A cambio, suelen ofrecer programas improvisados, vaciedades varias y, como ha enseñado ZP, mucho marketing y mucha Internet para que el público se acojone con lo modernos que son.


]Publicado en elconfidencial.com]

Las carencias del PP

En el PP, tanto sus militantes como sus líderes y su presidente, tienen motivos de satisfacción tras los resultados de Galicia y tras el descalabro que ha sufrido la situación política del presidente del gobierno. Sin embargo, le quedan muy largos meses de navegación para sentirse completamente feliz, y no debería limitarse a llegar a la meta: tendría que merecer la victoria.

Cualquier dirigente del PP debería preguntarse por las extrañas dificultades que el partido experimenta en algunas circunscripciones para llegar a la mayoría. Esta cuestión se responde de una manera bobalicona, tanto a la izquierda como a la derecha, echándole la culpa al empedrado. El PP, sin embargo, debería ser más exigente en el análisis y menos condescendiente consigo mismo de lo que lo es. Con la excusa de exorcizar, y hay buenas razones para hacerlo, los demonios y los complejos de determinado centrismo, en muchos sectores del PP se ha instalado un nivel de autocrítica excesivamente bajo.

La política española, en su conjunto, aparece dominada por una detestable plaga de culto a la apariencia. Esta peste cobra en el PP un aspecto especialmente cutre que se traduce en el cultivo de una cierta imagen atildada, de nuevo rico supuestamente elegante, que la mayoría de los electores asocian sin dificultad con la imagen misma del PP. Este asunto puede parecer de tono menor, pero no es precisamente uno de los mayores aciertos de la escenografía pepera. Es muy significativo que, recientemente, una bandada de horteras haya podido poner en dificultades la honorabilidad y la decencia del partido mismo.

Hay dos cuestiones de mayor calado que me parecen que perjudican seriamente las posibilidades del PP. La primera de ellas tiene que ver con los programas, con su atractivo. El PP cae frecuentemente en la tentación de ofrecer lo mismo y más que sus rivales (en las elecciones de 2008, por ejemplo, eso pasó con la fiebre ecologista) lo que desdibuja los perfiles propios del PP e, indirectamente, trabaja para el rival en la medida en que, aun ganando, se vería en la necesidad de desarrollar políticas ajenas. Detrás de ello se esconde miedo y pereza: miedo a defender posiciones claras, y pereza para desarrollarlas de modo atractivo. El PP es un partido suficientemente plural y sufre cuando no se hace el esfuerzo interno de debatir las cuestiones para poder ser realmente convincente: cuando las corbatas sustituyen a las cabezas el resultado nunca puede ser bueno.

El PP debería saber que no basta con oponerse, que no basta con criticar, que hay que proponer. La pura destrucción del adversario se paga cara, entre otras cosas, porque el adversario es indestructible, como lo es el propio PP. El fracaso de la reciente campaña garzonesca debería ser muy elocuente.

Hay que proponer, hay que mojarse. Hay que atreverse a ser ambicioso, como lo ha recordado recientemente Aznar, para poder salir del bizantino círculo vicioso en el que tiende a convertirse la política española. No se trata simplemente de aludir a los principios, a palabras que no son nada sin acciones que las vivifiquen; por el contrario, el PP debe dejar de ampararse en las grandes palabras que corren el riesgo de desgastarse. Lo que debe hacer, es proponer ideas ambiciosas que evoquen en el elector el sentimiento de orgullo y de entusiasmo que las palabras grandilocuentes ya no son capaces de suscitar por sí mismas. Las cosas están muy mal, es cierto, pero ¿qué haría el PP para mejorarlas? ¿Qué nos espera si le votamos?

La política de personal es otro de los puntos débiles del PP. La derecha tiene miedo a reproducir los errores de la UCD y ha decidido fomentar la disciplina y el orden. Está bien, pero si eso se hace al precio de tener un personal político que no parece servir para otra cosa que para aplaudir, que no sabe hablar, que no tiene dos ideas propias, el resultado será forzosamente decepcionante. Tal vez el PSOE pueda conformarse con representar una España muy gris, pero el PP no debería caer en la tentación de contar solo con peones. Es patético que mucha gente se asuste si toca pensar en la sustitución del líder porque tiene la idea de que, además de él, “no hay nadie”. La UCD tuvo muchas dificultades y no logró madurar en un partido viable: fueron muchos y muy altos los intereses que se oponían a eso. Pero tuvo la virtud de traer a la política a lo mejor de cada casa. Las circunstancias actuales, y las que nos esperan, no van a ser más fáciles que las de la transición y no nos exigirán menos.

El PP necesita que se incorpore mucho capital humano para salir con éxito en lo que, muy probablemente, se le va a venir encima, y tendrá que hacer grandes esfuerzos para estar a la altura de las circunstancias. Las grandes batallas no se ganan nunca a base de viejas glorias, a base de medallas y títulos heráldicos. El PP tiene que renovarse y crecer, olvidándose de quienes no han sabido, ni siquiera, parecer dignos.

[publicado en El confidencial]