Las preguntas del siglo

Hoy he recibido un correo de The Philosophers’ Magazine en el que se plantea el inicio de una serie de cincuenta artículos sobre las principales ideas del siglo XXI, tal vez mejor para el siglo XXI. La primera es sobre las máquinas conscientes, un tema sobre el que mucho se habla, pero que no me parece muy nuevo, la verdad. Al ver el correo me vino a las mientes el conocido libro de Dennett sobre la “peligrosa” idea de Darwin, que tampoco me parece tan peligrosa, dicho sea de paso, además de ser concienzuda y rigurosamente vieja. Como acabo de leer otro libro de prospectiva, sobre el que ya he hablado en este blog, y, aunque me ha parecido de enorme interés, no he dejado de sorprenderme con algunas de sus profecías bélicas, que, en mi humilde opinión de español pueblerino, parecen calcos de guerras del pasado, no tengo otro remedio que preguntar: ¿Dónde está la invención? ¿Se limita únicamente a sustituir escuadras navales por naves galácticas?
¿Es únicamente técnico nuestro progreso? ¿Hablamos de máquinas que piensan pero, en realidad, lo que hacemos es, tan solo, tener procesadores más rápidos?
Tal vez esté pesimista, pero me da la impresión de que las grandes preguntas son las mismas de siempre, y que los literatos, los filósofos, y los inventores nos dedicamos a revestir los nuevos artilugios con bellas y viejas epopeyas, con lo poco que nos queda de sentido del misterio, que es lo único interesante.

Los trenes de Fort Collins

Siempre he creído que los españoles tenemos un problema con los trenes. No nos gustan, nos parecen antiguos, peligrosos y molestos. En cuanto podemos los quitamos de en medio y, si no se nos ocurre nada mejor, los enterramos para que nadie pueda verlos. ¡Lástima que no seamos norteamericanos en esto! Anteayer estaba pasando por Fort Collins, una hermosa ciudad de Colorado, cuando, en medio de la carretera estatal que une a Denver con Cheyenne, la capital de Wyoming, un paso a nivel estuvo un buen rato detenido mientras atravesaba la carretera un majestuoso mercante con seis locomotoras y cientodoce vagones. Luego se abrió el paso y los coches pudimos seguir hacia el Sur, pero el tren nos acompañó durante un buen rato en paralelo por medio de una ciudad hermosa y llena de lagos y bosquecillos. Nadie se molesta por los trenes que son infinitamente menos agresivos que las autopistas y mucho más útiles y hermosos que sus equivalentes de ruedas de caucho. Un espectáculo así sería inaudíto en España. Los españoles pondríamos el grito en el cielo y pediríamos a voz en cuello que se eliminase el trazado, que se hiciesen túneles, puentes, lo que sea, con tal de quitar al tren de en medio. Los americanos no se molestan porque los trenes se crucen con las calles de las ciudades o con determinadas carreteras. Saben muy bien que están cumpliendo un servicio y que lo hacen con eficacia y escasos costos. Pero es que, además, los trenes son privados. No quiero ni imaginar lo que diría el españolito medio, progre, como se sabe, si viera la vía pública invadida por un ferrocarril privado. Los americanos respetan el trabajo de los demás porque saben que, aunque sea privadamente, están contribuyendo al bienestar público y son muy conscientes, además, de que le deben al tren todo lo que son. América se hizo con los trenes, mientras que España ya estaba allí. La carretera llegó después que el tren y tendría que respetarlo. En España no se ven así las cosas: somos partidarios del progreso a todo trance, sin pensar bien si el dinero que nos gastamos en costosas infraestructuras de disimulo del ferrocarril no estaría mejor empleado en otras cosas. Aquí reina el coche, el individualismo y, sin embargo, en EEUU, un país mucho menos colectivista que el nuestro, se respeta perfectamente el transporte colectivo de mercancias más antiguo y eficaz, el ferrocarril