Política de Dios, gobierno de Cristo y tiranía de Satánas

Encabeza esta columna el título de la segunda edición de una obra de Quevedo que pretendía ilustrar al Rey Felipe IV sobre la mejor forma de llevar el Gobierno, inspirándose, naturalmente, en las Sagradas Escrituras.  Aunque no es seguro que nuestro presidente conozca este texto, y pese a que sea probable que pueda pensar que sus consejas no le hubieren de interesar gran cosa, contiene algunas reflexiones que le vendrían al dedillo. Está claro que entre la todavía poderosa España de Felipe IV y la España internacionalmente esquiva y huidiza de Rodríguez Zapatero hay algunas diferencias, pero los consejos para el buen Gobierno siempre encuentran aplicación en las cavilaciones de los responsables. Escribe, por ejemplo, Quevedo: “Nada ha de recelar tanto un rey como ocasionar desprecio en los suyos; y éste sólo por un camino le ocasionan los reyes, que es dejándose gobernar”.  

¿Se deja gobernar Rodríguez Zapatero? Todos los presidentes, incluido el magnífico y admiradísimo Obama, que hubo de inclinar la cerviz ante el rey de los petrodólares, están sometidos a condicionamientos que merman de manera sustantiva su espontaneidad, que restan energías a sus propósitos y que les pueden amargar la fiesta. Me temo, sin embargo, que el caso del presidente español empieza a ser realmente excepcional. El problema de Rodríguez Zapatero no consiste en las limitaciones que efectivamente le afectan, como a todo el mundo, sino en su absoluta falta de propósito, en su abandono del Gobierno entendido como la continua corrección del rumbo de la nave –la palabra gobierno deriva del nombre griego de timón– para hacerla llegar a buen puerto. El problema es que nuestro presidente no quiere ir a ninguna parte, que aspira, únicamente, a quedarse donde está. 

No resulta particularmente absurdo que un político aspire a permanecer. Se ha observado que quienes se sienten cesantes, se dijo mucho a propósito de Aznar, suelen asumir riesgos y compromisos inconvenientes. El problema no es, por tanto, aspirar a permanecer, sino aspirar, únicamente a permanecer.  Podría pensarse que una acusación como esta se reduce a ser mera retórica de oposición: trataré de mostrar que no es el caso. 

Cuando no se gobierna, se está al pairo. Esta es, precisamente,  la única estrategia de nuestro presidente. Esperar a que se calme la bravía, y no cometer errores innecesarios que le espanten a su clientela. Al actuar de este modo, el presidente se ve obligado a actuar conforme a dos estrategias a las que se atiene de manera indefectible. En primer lugar, a echar la culpa de cualquier desgracia a alguien distinto a su Gobierno; hasta hace poco Bush estaba de guardia para recibir las lanzadas, pero no hay que preocuparse, porque lo que nuestro líder llama neoliberalismo seguirá cargando con los destrozos. Así lo advirtió recientemente Leire Pajín, otra de las luminarias socialistas: “¿cómo nos va a sacar de la crisis quién nos ha metido en ella?”. 

El segundo objetivo estratégico es mantener, a todo trance, el bienestar de los que considera más suyos, aun a riesgo de hundir el barco de todos. Rodríguez Zapatero actúa como si todavía fuese Felipe IV y pudiera seguir tirando de un fondo de riqueza inagotable porque piensa que el margen es infinito y que hay otros que, de momento, están peor. Hinchemos la deuda, pues. Recurrir al endeudamiento es una estrategia absolutamente injusta con las nuevas generaciones, es, literalmente, pan para hoy a precio de hambruna para mañana. Es prodigioso que una política que dice inspirarse en la solidaridad sea tan espantosamente egoísta con el futuro, claro que, para entonces, el Gobierno ya estará en otras manos, y de sobra es sabido  que la izquierda siempre ha sido hábil para echar la culpa a sus rivales y para prometer lo contrario de lo que hace. 

Si a todo esto se añade una superficial sensación de estar dejándose la piel en el empeño, a base de fotos y reuniones, se obtiene la ecuación del desgobierno.  Pues bien, si Quevedo estuviese en lo cierto, que, en pura lógica, sin duda lo está, la pregunta que hay que hacer es hasta qué punto puede aguantar un Gobierno que se dedica, al tiempo, al disimulo y al disparate. 

Los españoles hemos sido educados en décadas de aguante y punto en boca, admirablemente apoyados en nuestra mansurrona sumisión por unos medios de comunicación muy conscientes de que siempre se puede esperar más del Gobierno que del público. Sin sentir entusiasmo por el Gobierno, mucha gente se siente satisfecha con un tipo simpático, porque, ni entiende la factura de la luz, ni cae en la cuenta los impuestos que paga, de manera que la munificencia del líder carga plácidamente sobre sus riñones. En algunos lugares se podría decir aquello que se atribuye a Abraham Lincoln: es posible engañar a todos algún tiempo y a algunos siempre, pero no se puede engañar a todos siempre. En España, y con un Gobierno trufado de gallegos, nunca se sabe. 

[Publicado en El Confidencial]

El arbitrismo

La historia del poder político en España, tal vez con más sombras que claros, ha sido el caldo de cultivo de un tipo de crítica que ha recibido el nombre de arbitrismo. Una de las primeras referencias al arbitrismo se encuentra en la literatura política de Quevedo que se burla de los «locos repúblicos y razonadores» que, ante un panorama desastroso pergeñaban remedios supuestamente sencillos e infalibles, pero perfectamente inanes. La incongruencia entre el análisis de los males, y los efectos de los remedios, es el rasgo principal del arbitrismo que, en el fondo, supone la pura y simple negación de la política y del gobierno.

El arbitrismo es el lamento de las gentes que ven las cosas mal, y creen que nadie hace nada: recurren entonces a su magín para tratar de resolver los asuntos por las bravas. Esta forma de arbitrismo es inevitable y, al tiempo, perfectamente inofensiva. Lo peculiar es que ahora el arbitrismo se ha instalado en el Gobierno lo que, considerado con el buen sentido residual del público, no hace sino potenciar el más negro de los pesimismos. La gente sabe bien que los ciudadanos se pueden permitir las salidas de pata de banco, porque todo queda en un desfogue sin consecuencias, pero siente la tenaza del terror en torno a su cuello cuando ve que un ministro propone cambiar las bombillas, o que el gobierno recurre a resolver el problema del aborto convirtiéndolo en un derecho inalienable.

El gobierno de Zapatero ha vivido políticamente, desde sus comienzos, de los efectos de imagen de un insólito arbitrismo gubernamental. Un gobierno arbitrista es una contradicción en los términos, pero si el panorama es soleado puede confundirse con un gobierno milagroso. Así, mientras duro la cara amable de la economía, el arbitrismo de ZP era visto como un ejercicio poético relativamente tolerable. Daba lo mismo que el gobierno perdiera el culo gallardamente saliendo de Irak (se trató de dar medallas al jefe de la operación) o que se propusiera una célebre alianza de confusiones. Todo iría bien mientras la fiesta continuase. Y así cayeron sobre nosotros las leyes de dependencia, el bachillerato sin exámenes, los 400 euros o las subvenciones hasta para pedirlas.

Pero ha llegado la plaga de las vacas flacas, y ZP sigue en sus trece. La gente tiene miedo, sencillamente, y su comportamiento puede ser imprevisible: tal vez reaccione con valor y coraje, y arrase todo ese absurdo retablo de las maravillas, pero nadie sabe a ciencia cierta por dónde tirará. El PP debería de tomar nota de este estado líquido de la opinión y apresurarse a poner toneladas de buen sentido y precisión en sus actos y propuestas, porque, de lo contrario, el hartazgo se puede llevar por delante todos los diques.