Lo ocurrido con Camps marca un precedente de exigencia en las relaciones entre Justicia y política del que se sacarán, es de esperar, lecciones positivas, pues ha supuesto un calvario excesivamente largo. Lo más importante es que crea un precedente clarísimo en un asunto que los políticos tienden a oscurecer, la necesidad de asumir responsabilidades políticas en el momento mismo en que exista un procesamiento penal. En medio de tanta mediocridad y disimulo, algo es algo.
Lo que hasta la fecha se sabe del llamado caso Faisán configura el sumario más comprometedor que nunca haya afectado al Ministerio del Interior. Lo que la opinión pública desea saber con certeza es si el Gobierno llevó tan lejos su apuesta, equivocada e indigna, por lo que llamaron el proceso de paz, como para impedir que un grupo de terroristas a punto de ser detenido cayese en manos de la Justicia, que es, precisamente, lo que parece. Eso es lo que cualquiera puede colegir de lo que ahora sabemos, pero la Justicia no puede conformarse con lo que ya ha obtenido, y debe tratar de esclarecer de dónde exactamente salieron las increíbles órdenes que ejecutaron los policías ya procesados y que no eran precisamente unos policías cualesquiera, sino una parte muy importante de la cúpula antiterrorista que actúa sobre el terreno, en el País Vasco. Según publicó recientemente La Gaceta, la investigación, que aún no está cerrada y ya ha obtenido poderosas descalificaciones de los sectores más asustados del Gobierno, puede dar un giro de ciento ochenta grados durante el próximo otoño, si se confirmara que se pueden encontrar indicios de delito suficientemente graves como para procesar al actual ministro del Interior, Antonio Camacho, quien, desde su puesto en el Ministerio, al lado mismo de Alfredo Pérez Rubalcaba, tenía, en todo caso, la obligación de seguir muy de cerca los que pudieran hacer sus hombres.
El problema es ya de enorme gravedad para el Gobierno, pero si, en el otoño, se produjera el procesamiento del actual Ministro del Interior, el caso pasaría al Tribunal Supremo, una razón de peso que ha podido influir para nombrar Ministro al señor Camacho, pero, aunque eso supusiese un cierto respiro, la confirmación judicial de las fuertes sospechas sobre la responsabilidad de Camacho, colocaría tanto al actual Gobierno como al candidato socialista en una posición de extrema debilidad política.
Fuentes judiciales han llamado la atención sobre las iniciativas de la Fiscalía general tratando de retirar del caso al juez Ruz para ponerlo en otras manos, y sobre el envío de una circular de obligado cumplimiento exigiendo en los fiscales la “adhesión ideológica” como requisito del delito de colaboración con banda armada, un intento bastante desesperado de modificar la calificación jurídica que pudieren revestir las acusaciones que resulten de la investigación en curso. Algo así como si una circular de la Fiscalía hubiese exigido para casos como el de los trajes valencianos el deliberado propósito de presumir, por ejemplo.
El juez Ruz no parece persona impresionable, y está dedicando a un asunto tan delicado y grave una atención muy detenida y escrupulosa que contrasta con la proclividad a perder esta clase de sumarios en cualquiera de los múltiples cajones de los que disponía un juez algo más descuidado como era Garzón.
El asunto que el juez tiene entre manos es de una extraordinaria gravedad penal y podría suponer, de llegar a buen término, una impagable lección sobre los límites penales y morales que los Gobiernos no pueden en ningún caso, sobrepasar. No hay doctrina política capaz de justificar una indignidad y una traición a los intereses de la democracia y de la Nación española, tratando de evitar que el conjunto de la sociedad española llegase a conocer lo que el Gobierno de Zapatero ha sido capaz de hacer con tal de conseguir una mínima y falsa apariencia de solución pacífica para un problema que cualquier democracia mínimamente respetuosa con la ley y con su dignidad política habría encomendado en exclusiva a los policías, bajo la atenta vigilancia de los jueces. El deseo de convertirse en aprendiz de brujo podría depararle a Zapatero un último y definitivo disgusto.