La democracia liberal se funda en dos principios que, en cierto modo, tienen un sentido contrario. Como explicó brillantemente Ortega, la democracia establece quién debe mandar, mientras que el liberalismo impone unos límites precisos al poder legítimo. La ley es, precisamente, el conjunto de esos límites, porque establece con nitidez qué puede hacer el Gobierno y qué no puede hacer de ninguna manera.
Entre nosotros, el respeto a la ley no es una costumbre sólida. La ley está ahí, pero eso no suele ser equivalente a que la ley se cumpla. España está inundada de leyes que no se aplican, tal vez porque, en parte, se hayan hecho precisamente para eso. Me parece que esa idea de que puedan existir y existan leyes que no se aplican resultará intraducible, por lo menos, al alemán y al inglés. Si eso se complementa con el abundante conjunto de leyes cuya aplicación resulta imposible o, incluso, absurda, tendremos una primera aproximación a lo que los españoles entienden por ley y al respeto que le profesan.
Hay que aclarar urgentemente, sin embargo, un equívoco muy común. No es que no cumplamos la ley debido a nuestro supuesto carácter anarquista, a la peculiar manera en que entendemos lo de la soberanía popular. No. La razón de la general falta de respeto que los españoles suelen sentir por la ley se funda en una de las más recias y sólidas tradiciones políticas de nuestra historia, a saber, en que el primero que la incumple es el Gobierno. Siendo el Gobierno el principal insumiso, no tiene nada de particular que los españoles apliquen habitualmente esa sabiduría popular que establece dar la vida por el amigo, negársela al enemigo, y aplicar la legislación vigente al indiferente, lo que suele tenerse por castigo nada pequeño.
Estos días que hemos estado con especulaciones sobre el cambio de Gobierno, se ha podido comprobar la ligereza con la que el Presidente se toma la propia estructura del Consejo de Ministros. No es que esa estructura sea inviolable, pero todos sabemos que su cambio no ha producido nunca otra cosa que gasto inútil y confusión añadida. Aquí se añaden Ministerios de Igualdad o de Diferencia por razones tan fútiles que resultan ridículas y lo sorprendente es que el respetable pierde el tiempo indagando el sentido profundo de unas alteraciones que no significan nada. ¿Alguien recuerda algún cambio en la estructura de gobierno de los Estados Unidos? Tal vez se deba a que los americanos no saben hacer política como es debido. Este asunto sirve para mostrar que lo que los gobiernos españoles suelen querer es poder hacer su real gana, sin limitación alguna. En esto siguen siendo franquistas y considerando que el poder y la legitimidad residen en una misma persona, antes en El Pardo, ahora en la Moncloa.
Ya he dicho que la falta de respeto a la ley por parte del Gobierno se remonta en España, al menos, hasta Fernando VII, pero, por razones de eficacia, me concentraré en ejemplos del presente. ZP ha dado muestras de que la legalidad le importa casi tan poco como la economía, y que ambas realidades le parecen un campo apropiado al ejercicio de la más desenfrenada y creativa imaginación. Al llegar al Gobierno, dio la orden de retirada de Irak sin reunir al Consejo de Ministros, esto es, actúo como si fuese el Presidente de los Estados Unidos y no el de un órgano colegiado en una monarquía parlamentaria. Minucias, pensaría él, si es que alguien se atrevió a insinuarle que no era claro que pudiera hacerlo de ese modo. Ya puestos, anuló una ley orgánica, la de educación, con un simple decreto y anunció que la ley del Plan Hidrológico nacional era papel mojado, aunque la metáfora no haga justicia a la sequía.
Así las cosas, no tiene nada de extraño que la Vicepresidenta haya podido votar sin derecho a hacerlo en Valencia, o que el simpático Bermejo se dedicase al furtiveo de modo profuso y aparatoso. Naturalmente, si el Gobierno no cumple las leyes, ¿para qué han de hacerlo los jueces? Aquí, los jueces no entienden que su papel pueda limitarse a aplicar unas leyes que nadie respeta, de manera que los más aguerridos se dedican a la interpretación de la ley, seguros de que nadie les va a meter mano, porque eso no se hace entre compañeros, y porque el respetable gusta de esta clase de espectáculos de justicia inmediata, y sabe que lo de las garantías y los procedimientos no se aplica nunca al que roba una pera, de manera que al trullo con todos.
No es extraño que, en esta atmósfera alegal, muchos españoles se sientan muy libres. Ahí es nada poder hacer lo que a uno le da la gana. Es lo que hacen muchos profesores al poner nota, muchos guardias al poner multas, muchos funcionarios al tramitar expedientes. Actúan como soberanos porque nadie les va a discutir a ellos sus atribuciones. España está llena de Ínsulas Baratarias en las que, desgraciadamente, suele faltar el buen sentido y la humildad de Sancho, que algo había aprendido junto a su integro y enloquecido maestro.
[publicado en El Confidencial]