Dentro del programa veraniego del gobierno le ha tocado al ministro de justicia hacer de ministro de jornada. Ha dicho cosas curiosas y sorprendentes, aunque la sorpresa es menor si se tiene en cuenta la elevada conciencia de superioridad que muestran estos ministros de un gobierno desvencijado pero siempre impertinente. El ministro ha dicho que no ha lugar a la objeción para los médicos en el caso del aborto. Al parecer esto le parece una cosa religiosa enteramente fuera de lugar en el ámbito civil, que es en el que él manda, aunque por delegación.
Esto me recuerda a una estupenda anécdota de Lenin que cuenta Martin Amis en su excelente libro sobre Stalin y el comunismo. El partido de Lenin siempre se había opuesto a la pena de muerte en tiempos de los zares y, como ya en el poder, habían ejecutado a unos miles, un dirigente le hizo notar a Lenin la contradicción y Lenin le contesto: “¡Bah, paparruchas!”, aunque no recuerdo si hizo algo más. Pues bien, a nuestra izquierda le parece que son paparruchas los principios que defendieron para llegar al poder, y entre ellos, la objeción de conciencia. Con ello denotan una enorme desvergüenza, pero también algo más profundo, a saber, que les importa una higa lo que puedan pensar los demás, que no respetan la ni la conciencia ni la libertad ajena, y no lo hacen porque tienen una idea meramente instrumental de la libertad y de la conciencia.
Puede decir el ministro lo que quiera, que para eso es ministro, pero cualquier persona con un mínimo de conciencia de su dignidad sabe con claramente que uno de los rasgos de la democracia liberal es el respeto inherente a la conciencia individual, respeto del que nacen todas las libertades que, de otro modo, pierden completamente su sentido. No hay en esto ni el más mínimo atisbo de religiosidad, es un asunto puramente civil, pero es una cuestión decisiva. En ello reside, precisamente, la diferencia entre una democracia liberal y un régimen absolutista, aunque el ministro aparente ignorarlo porque se lo manden.