Adelanto electoral


Zapatero ha tirado la toalla, pero la ha tirado tan lejos como ha podido, reservándose cuatro largos meses de campaña, a ver si los pájaros maman. No creo que ocurra, aunque no quepa descartar que cualquier atolondrado les sirva argumentos a los perdedores, tal vez aprovechando que van a ser el 20 de noviembre, que no sé a qué me recuerda, por cierto. Ahora el PSOE empezará a hacer uso del doble pensar, y el PP puede caer en esa trampa. Rubalcaba ya ha dicho que sus propuestas van a ser realistas pero ambiciosas, y es fácil que siga por esa senda retórica en la que se le puede considerar una figura. A nada que se descuide se encontrará con un PP que asegure que sus propuestas buscan el cambio dentro de la estabilidad, o algo así. Si fuera época de Reyes Magos les pediría, especialmente a los del PP, que se dejen de jerigonzas y que le digan a los españoles cómo estamos, y lo que piensan que hay que hacer, no es difícil, en realidad, y para discutir eso se inventó la democracia. 
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Cataluña

Tengo la sensación de que las elecciones en Cataluña van a ser celebradas en un ambiente de gigantesco equívoco, de imposible razón. Como no soy catalán y no me gusta pasar por anticatalán, que tampoco lo soy, ni mucho menos, transcribo el último párrafo del artículo de Enric Juliana en La Vanguardia, que a mi parecer, me libera de cualquier sospecha. Dice de manera expresa lo que yo sentía de manera difusa: “Oyendo estos días a los políticos catalanes, prisioneros del lenguaje autorreferencial generado por más de quince años de denso y ferragoso empate (en 1999 dejó de estar claro quien [sin acento en el original] manda en Catalunya), no es difícil llegar a la conclusión de que esta campaña comienza con un gran desajuste narrativo. Las palabras ya no anticipan los hechos. Los eslóganes giran sobre sí mismos. La multiplicación de la oferta mediática empequeñece a los candidatos, que, en un ejercicio demencial, se prestan a ser actores del guiñol. Ganará con autoridad quien sepa romper el círculo de la banalidad, se eleve, ensaye un nuevo lenguaje y se atreva a explicar que todo pende del empréstito”.
Hay algo que Juliana no dice, porque se refiere solo a Cataluña, pero esa es también la situación de toda España, y es posible que empeore en los meses que quedan antes de las elecciones: no podemos vivir del préstamo indefinido y sin motivo, nuestros políticos se olvidan de nosotros y solo están a su timba, y esto no hay quien lo resista. En fin, no se trata de ser pesimista, sino de echar números, mirar el mapa del mundo y convencerse de que no está claro de que haya mucha gente dispuesta a seguir pagando para que vivamos como nos plazca.

La política de las palabras

José Luis Rodríguez Zapatero ha decidido afrontar la tribulación con la misma impavidez de siempre, como si fuera representante de alguna verdad indestructible que ni el tiempo ni el desastre pudieran devastar. Quien mejor ha expresado esa férrea determinación ha sido uno de sus más lúcidos alfiles, dicho sea sin ironía, el Ministro que habrá de encargarse del inmediato desmantelamiento de las inversiones públicas, el otrora Pepiño, quien ha declarado paladinamente: “¿qué nos han obligado a rectificar? Bueno, ¿y qué?”. No sé si José Blanco habrá leído a Lewis Carroll, pero sus palabras parecen una brillante anotación a la inmortal sentencia del huevo parlanchín: “lo importante es saber quién manda”.
ZP, al parecer, piensa, con el poeta, que le queda la palabra, y eso puede bastar a un pueblo que, en su imaginario, parece considerar incondicionalmente fiel, y vocacionalmente austero. Es sorprendente tal confianza en la palabra para salir indemne de los malos pasos, para convertir los fracasos más sonoros en ocasiones de rectificar con orgullo y al ataque. Es lo que tiene la palabra del verdadero líder, que siempre dice lo que el pueblo quiere y necesita oír; si el líder ha sido capaz de convocar al jolgorio, será igualmente vitoreado cuando su palabra nos llame al sacrificio, al ascetismo y al retiro para resistir una época de vacas flacas, sin duda breve.
Esta actitud del presidente puede considerarse como un signo de fidelidad a una tradición cuya legitimidad ha querido apropiarse de manera explícita, a la memoria republicana, al menos a una cierta interpretación de cómo fue nuestra segunda República. El siempre sarcástico Josep Plá la caracterizo como un régimen hablado, como una época de delirio en la que las palabras valían tanto o más que las cosas, y eso es lo que nuestro presidente considera inteligente y justo. Zapatero se siente a su gusto entre quienes estiman que la política es una realidad predominantemente verbal, un reino en el que todo se puede arreglar con palabras, y en el que, por consiguiente, las palabras nunca puedan representar un obstáculo considerable frente a la voluntad. Azaña había sido muy de la misma opinión, pues, como dijo en un discurso vallisoletano de 1932, “Felizmente, en política, palabra y acción son una misma cosa”.
Zapatero es, por tanto, decidido partidario de emplear a fondo el único recurso que no le ha de faltar, la insólita ligereza y libertad de su verbo, un instrumento con el que se siente capaz de las más insólitas hazañas. Es el remedio que aplicó a la crisis, hasta fingir su inexistencia, y será también el remedio que invoque para superar la decepción de quienes pudieran sentirse traicionados por sus promesas de ayer, esos que algunas encuestas consideran, de manera un tanto precipitada, irremediablemente perdidos para su causa.
Si los españoles cultivásemos con más cuidado la memoria, Zapatero merecería recuerdo eterno aunque solo fuera por una de sus grandes proezas verbales, por su “solución” a la incompatibilidad constitucional entre la nación española y la pretendida nación catalana. ZP lidió el asunto con envidiable vaporosidad de tuttologo al recordar que nación es un concepto discutido y discutible. Claro es que se le olvidó a nuestro presidente, esperemos que no le pase al Tribunal Constitucional, que la hermenéutica nos ha dotado de un arsenal de técnicas muy precisas para reducir el equívoco, de modo que se pueda seguir hablando con sentido. Basta, en realidad, con recordar que en la totalidad de los casos, las voces con alguna ambigüedad dejan de tenerla a medida que se precisa su contexto de uso, y que, por ello, el significado del término nación en un texto constitucional no puede considerarse de ninguna manera como un concepto equívoco. La creatividad verbal de Zapatero arrastró en este punto a su partido, al Parlamento nacional y al Parlamento catalán, para que luego algunos hayan hablado de que este país resulta ingobernable. Hay que confiar en que, en un órgano en el que la independencia es obligada, se sepa recordar que, como diría Orwell, aunque el partido se empeñe en ser inventor del helicóptero, no es así.
Josep Plá anotó muy oportunamente que “España es el país de Europa en el que las apariencias tienen más fuerza”, y el gobierno se apresta a fortalecer las apariencias con su indómita palabra: la apariencia de que todo se debe a agentes externos (movidos por quien todos sabemos), la apariencia de que se van a tomar medidas eficaces, la apariencia de que lo peor ya ha pasado, la apariencia de que con otros sería peor, y un sinfín de embelecos de este porte.
Lo tremendo no es que se emprendan estrategias vacuamente retóricas, sino que puedan resultar eficaces, que no encuentren el antídoto adecuado en quienes debieran enunciar políticas distintas, claras, valientes, persuasivas, deseosas de lograr nuevos adeptos, sin miedo a los costes que aparentemente pudieran conllevar.
[Publicado en El Confidencial]

El revés de la trama

Este era el título de una de las novelas de Graham Greene (The Heart of the Matter) que más me impactaron en mi juventud. Apenas recuerdo sus detalles, pero sí la honda impresión que me causó, a mis dieciséis años. Luego, fui educado en una cierta trivialización del tipo de equívocos morales que novelaba el quijotesco inglés. Aprendí a meditar sobre la realidad y la apariencia, estudie a los filósofos de la sospecha, aunque yo siempre sospeche de Nietzsche, sobre todo.
Por si faltara poco, he seguido siempre con interés la política, y creo haber aprendido a distinguir sus distintas retóricas. El caso es que ando preocupado estos días con el riesgo que corremos por el desvelamiento de un Zapatero capaz de cambiar de política, por el engaño perezoso de no ver más allá del humillante humo de la circunstancia. Cuando se baja el telón, es cuando mejor se perpetra el engaño, cuando el público se muestra más propicio a creer en la magia, y por eso es imposible hacer negocio revelando la carpintería del espectáculo. Vale, de momento.

El estúpido prestigio de la ambigüedad

Una de las costumbres más idiotas de una buena mayoría de políticos, y hay donde escoger, es la de hablar de una manera indeterminada cuando es obvio que se refieren a una situación particular. Yo no sé exactamente que pretenden, pero sí estoy cierto de que han conseguido que esa estúpida manera de hablar se imite y se contagie.
Por ejemplo: uno del PP está hablando de corrupción, y en lugar de decir que también hay casos en el PSOE, dice algo así como “no somos los únicos afectados, porque también hay casos en otros partidos que se han financiado ilegalmente, lo que no es nuestro caso”, aunque, en general, lo dirán de manera más embarullada y menos comprensible. Lo normal sería que dijesen simplemente: “el PSOE debiera estar callado porque en esto de la corrupción son imbatibles”, pero eso debe parecerles poco general, escasamente ilustre.
Amando de Miguel inventó el término politiqués para referirse al extraño lenguaje de la tribu partidaria. La cosa no ha cesado de empeorar dese entonces. Para que vean que no exagero, les cuento lo que he leído hoy en un blog de El Confidencial: un forero hablaba de que “se están quemando sedes de partidos” cuando se refería, obviamente, a que se había tirado un coctel Molotov contra una sede del PP, concretamente en Galicia. Me viene a la cabeza la broma del gran Miguel Gila : «Aquí alguien ha matado a alguien y a mi no me gusta señalar». En este país tan raro, la imprecisión, la ambigüedad, el barroquismo chapucero, la generalización sin ton ni son, y el hablar de oídas, siguen teniendo premio: así nos va. Lo único que hay detrás de todo esto, además de estupidez, es miedo.

ZP y la política vudú

Que la política supone un alto número de factores irracionales es algo que nadie que haya pensado seriamente en estos asuntos ha puesto nunca en duda; casi por las mismas razones, hay unanimidad en la recomendación de que en las sociedades democráticas se ha de propiciar un debate racional sobre las distintas opciones, más allá de dogmatismos y de cualquier clase de exclusiones. Esta forma de debate público requiere un conjunto de instituciones entre las que no pueden faltar ni una prensa independiente y crítica, ni una praxis política que castigue de manera rigurosa la demagogia y el populismo. Se trata, desde luego, de un ideal, cuya realización determina fuertemente el grado de eficiencia de las distintas instituciones democráticas para enfrentarse a los problemas de la realidad política.

Cuando las cosas son así, un alto número de electores está siempre dispuesto a modificar su voto en virtud de razones puramente pragmáticas, lo que supone un sistema de vigilancia rigurosa del comportamiento político de líderes y partidos. Como se sabe, y para nuestra desgracia, el electorado español no se comporta generalmente de esta manera, sino que, por el contrario, permanece fiel a sus opciones ideológicas más allá de lo razonable. Esta forma de actuación no favorece precisamente la flexibilidad política y consolida un bipartidismo ideológico que, aunque sea común en la mayoría de las democracias, alcanza entre nosotros unos perfiles excesivamente dramáticos.

En virtud de ese atavismo, los debates parlamentarios sobre política general son perfectamente previsibles. En el último de los celebrados sobre la naturaleza y los remedios de la crisis económica que nos afecta, y en sus secuelas de toda la semana, se han podido observar dos conductas diametralmente opuestas cuyo análisis puede apuntar alguna novedad de interés.

El presidente ha intentado, seguramente sin mucho éxito, cargar sobre las espaldas del PP los costos de una demora en superar una situación claramente insoportable. La música de fondo ha sido que no se le pide al PP una ayuda al gobierno sino una ayuda a España. Se trata de una música inhabitual en la izquierda clásica, aunque ZP ha recurrido a ella ya en otras ocasiones, una cantinela cuya intención sería legitimar la pretensión de que haya que ayudar al Gobierno por patriotismo, y que, en consecuencia, quienes no lo hicieren se convertirían en responsables de cualquier desastre.

La pretensión es tan absurda que solo puede compararse apropiadamente con el vudú. En lugar de analizar los problemas en sus propios términos se busca un monigote al que se le clavan los alfileres a la espera de que la magia opere sus milagros. Ahora bien, lo que efectivamente sucede no tiene nada que ver con esa superchería política. Es el Gobierno el que dirige la política del país y no puede descargar en nadie la responsabilidad de sus actos. Cualquier oposición sería responsable si impidiese que el Gobierno sacase adelante proyectos legislativos y políticas que beneficien al país, pero es evidente que el PP no puede hacer eso porque no tiene la mayoría en el Parlamento. Si el Gobierno ha podido aprobar leyes como la de la memoria histórica o la del aborto sin ningún apoyo del PP, también podría sacar adelante las medidas de política económica, fiscal y presupuestaria que considerase oportunas. El PP no podría hacer nada para impedirlo y, por su propio interés, no haría absolutamente nada cuando estimase que las medidas eran razonables y positivas para el conjunto de los españoles. ¿Qué pretende el vudú de ZP? Reforzar en el imaginario de sus fieles la imagen básica de su política, la idea de que el PP es el mal, el peligro, la irresponsabilidad y el egoísmo llevado hasta el punto de no querer apoyar a un Gobierno que pretende sacarnos de esta crisis que, conforme a las ideas de ZP, se debe precisamente a errores gravísimos de los gobiernos del PP.

¿Conseguirá esta magia repetida aumentar la clientela del PSOE? No parece razonable y es alarmante que al presidente no se le ocurran soluciones algo más creativas.

Pues bien, frente a este recurso al vudú, el señor Rajoy sorprendió al respetable con una afirmación tan inhabitual como plena de buen sentido, que, aunque seguramente esté destinada a la esterilidad de un modo inmediato, será recordada en el futuro porque apunta a uno de los defectos radicales de nuestro sistema político. ¿Qué dijo Rajoy? Algo que debiera ser obvio, aunque muchos han considerado una inconveniencia. Mirando a los bancos del PSOE, recordó a esos diputados que la responsabilidad de la política de Zapatero es suya, y que, visto lo visto, la única posibilidad de cambio de política y de protagonista, o de ambos, está únicamente en sus manos. Rajoy pretendió agitar unas aguas, estancadas pero íntimamente inquietas, la conciencia crítica de aquellos socialistas que no creen en el vudú, y que saben que estamos a escasos metros de un abismo peligroso.


[Publicado en El Confidencial]

Salvo y sino

La extraordinaria pieza retórica de Zapatero en Copenhague me ha estado rondando por la cabeza sin que supiese decir por qué. Me reconcomía como un enigma. La repasé sin encontrar motivo alguno para que ese breve texto me golpease las meninges. Tenía la impresión de que algunos de sus conceptos eran chirriantes como, por ejemplo, la idea de que pueda haber una “democratización de la producción de energía”, o la corajuda suposición de que la cumbre de Copenhague responda a una convocatoria conjunta de la ONU y la ciencia (sic), pero todo eso me parecía relativamente normal dentro del ideario zapatético.

Rebeca me sacó del apuro al hacerme ver que, en el archifamoso final de texto (“Pero la Tierra no pertenece a nadie, salvo al viento”), había un error gramatical que me había pasado inadvertido, y era chirriante.

El error consiste en que la palabra salvo está mal empleada porque, en su lugar, debería haber otra palabra, la conjunción adversativa sino. Zapatero debería haber dicho: “Pero la Tierra no pertenece a nadie, sino al viento”. Para verlo con claridad, haré una ligera corrección en la profunda sentencia zapateril. Veamos: “Pero la tierra no pertenece a ninguno de nosotros, salvo al viento”; en esta forma queda más claro el absurdo de considerar que el viento sea uno de nosotros (no creo que ni Zapatero ni ninguno de sus asesores hayan llegado a este extremo, eso puede esperar a otra legislatura), que es lo que daría sentido al uso de salvo, como, por ejemplo, cuando decimos alguna frase del tipo de “ninguno de nosotros ha estado en Finlandia, salvo Federico” (que sí es uno de nosotros).

Al decir “Pero la Tierra no pertenece a nadie, salvo al viento”, el Presidente ha dado pie gramatical al absurdo de que el viento sea uno de los nuestros, lo que no es el caso, ni lo sería incluso si fuésemos pieles rojas, como el jefe Seattle, del que según varios exégetas ha extraído la vena poética el gabinete monclovita.

En resumen: pasable en literatura, insuficiente en gramática. No es extraño, porque el presidente es de los que cree que la gramática está al servicio del pueblo, es decir que no cree en ninguna gramática que pueda estar por encima de sus caprichos.

Coming Up for Air

[El gran jefe Seattle, según aparece en

Nuestro simpático presidente ha dado la nota en la cumbre copenhaguesca. Se ha sentido aventado, le ha dado un aire, aunque no se ha airado, porque el viento no ha podido con su talante. Como resulta imposible no repetir cualquiera de las cosas que se han dicho sobre su chusca intervención, gastaré unas líneas en trazar una interpretación más benigna. Me parece que ZP creía estar comentando al indio Seattle; da igual, porque, aunque yo encuentre más concomitancias con una historia de Orwell, es muy probable que no conociese directamente ninguna de las dos posibles fuentes.

Nuestro líder es una especie de letraferit, aunque me temo que en versión de usuario de servicios de un Speechwriter, una especie de poeta de guardia convencido de que, como decía José Antonio Primo de Rivera, aunque seguramente ni ZP ni su Speechwriter lo sepan, a los pueblos los mueven los poetas. En estas estábamos cuando nuestro presidente se sentía agobiado con el egoísmo universal y necesitado de decir algo; estaba como sin aire, y resolvió subir a por aire, como en el título de la novela de George Orwell que, aunque denunció el totalitarismo, todavía puede ser citado sin desdoro por un progre.

En Coming up for Air, Orwell nos cuenta la historia de un hombre que se ahoga con un futuro incierto y recurre a refugiarse en su infancia, en los recuerdos. Esta es también, me parece, la clave de la memoria histórica, otro invento zapateril de gran consumo. El viento que enloquece a los más le sirve a ZP para encaramarse a la lírica. En esa tesitura nos suelta sus sermones y hay que ser muy malvado o muy cínico para no resultar conmovido.

Algunos desalmados han dicho sentir vergüenza por esta salida lírica del dirigente de izquierdas, como si la izquierda hubiere de renunciar al dulce consuelo de la sensibilidad herida para ser, simplemente, una especie de ciencia. ZP ha superado hace mucho esa falsa disyuntiva, y practica una especie de marxismo-ecologismo-literario y cañí que no le está dando malos resultados.

Hay una tercera referencia literaria implícita en el discurso zapateresco, un eco que nos remite, nada menos, que a Shakespeare y a Marx, a esa frase sapientísima, que se insinúa en La tempestad de Shakespeare, y que califica al capitalismo en el Manifiesto comunista de Marx, según la cual, “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Este Zapatero, erudito por cuenta ajena y gesticulante por virtud propia, que es capaz de mezclar en apenas cinco palabras parejo caudal de sabiduría, es también capaz de transformar el viento de la locura en una suave brisa poética, ese es su carisma más envidiado, y, por ello, es una voz única que hay que saber escuchar con silencio reverencial porque, de lo contrario, vuelve a recordarnos a Fray Gerundio.

Hay que saber leer a Zapatero. Es una especie de Quijote resabiado que no se enfrenta con los leones (lo prohíbe su religión de la tierra y el viento), pero no porque le asusten, sino porque cree más educativo salir corriendo. Es una lección que el mundo entero debiera aprender, y, además, deprisa. Tal vez no salgamos de la recesión, pero no se podrá negar que vamos mejor que nadie en retórica barroca.

Ésta, pese a que les duela a algunos, es mercancía que les gusta mucho a todos los que piensan que, si son ignorantes, lo son a su pesar. Es una retórica que tiene su público, así que no se olvide que el presi es un cuco que no da puntada sin hilo.

El arte de tener siempre razón

Con este irónico título, Schopenhauer describió 38 técnicas para derrotar al oponente, no para convencerle. Una de las reglas más innovadoras del catálogo del filósofo, es la que indica la necesidad de convencer a la audiencia antes que al oponente. El libro, que todavía se lee con provecho, nos puede parecer hoy bastante ingenuo porque las estratagemas dialécticas se han sofisticado mucho. Otro alemán las perfeccionó para aplicarlas a las masas: se llamaba Goebbels y, no sin cierto disimulo, es considerado un profeta en muchas escuelas de negocios.

Muchos políticos se dejan llevar por la perversidad haciendo de la mentira verdad, y de la verdad mentira. Algunos alcanzan grados sublimes de perfección: el caso que se me viene a la memoria es el de la Vicepresidenta primera presentando la ley del aborto como un texto que garantiza los derechos de los no nacidos.

Schopenhauer, y desde luego Goebbels, sabían que la trampa es posible por la enorme credulidad del público, que, para mayor escarnio, se apoya muchas veces en una bondad genérica, porque son mayoría los que no pueden ni imaginar siquiera que se les esté utilizando constantemente, que se les esté engañando. Otros viven del engaño, porque todos los que engañan se saben en precario y tienen que comprar adhesiones a precios normalmente muy altos. El caso es que entre crédulos e interesados se va formando un clima social favorable a que el mentiroso sea convertido en héroe, a que sus engaños se presenten como profecías, a que sus traiciones a cuantos debiera servir se publiciten como pasos inequívocos hacia un futuro mejor para todos, o hacia cualquier simpleza semejante. En castellano hay un dicho que reza que no hay disputa si dos no quieren; por idénticas razones se podría decir que no hay engaño sin voluntad de ser engañado. Quien quiera romper con esta situación insana deberá alejarse mucho del lenguaje común, ese brebaje en el que se han diluido las mentiras básicas y que impide reconocer con facilidad que dos y dos siguen siendo cuatro.

[Publicado en Gaceta de los negocios]