Vargas llosa y una tal Belén

En un debate epistolar con un grupo de amigos, partidarios de que nada es tan claro como parece, y siempre dispuestos a oscurecerlo un tanto para que no decaiga el ánimo, me he atrevido a comparar la autoridad de Vargas Llosa con la de una tal Belén, de la que he oído que es el segundo nombre más buscado en Google (¡Dios mío, qué pensarán de nosotros en Mountain View!). Todavía no he recibido el palmetazo merecido, que imagino plural, pero me reafirmo en lo dicho.

¡Qué se le va a hacer! Ya dijo Miguel Boyer hace muchísimos años que España es un país de porteras; lo que resulta sorprendente es que muchos de nuestros intelectuales, por decirlo de algún modo, tengan esa clase de hábitos, es decir que solo lean a los famosos o que coloquen las opiniones de los tales como si se tratase de fuentes inequívocas de autoridad cuando, en muchas ocasiones, carecen de cualquier conocimiento sobre el tema. Me parece que fue Ortega, seguramente escocido, quien dijo que fuera de la Física a Einstein no se le ocurrían más que tonterías. Eso es lo que creo, que casi cada cosa de la que merezca la pena discutir tiene sus dificultades y que, o se conocen si se han estudiado, o es mejor callarse, justamente lo que hacen los famosos, los tuttologos, los que si dejan de hablar dejarían de existir. Aquí somos muy aficionados a preguntarles a los escritores, por ejemplo, sobre el darwinismo o sobre el cambio climático, a tratar de averiguar lo que piensa un Almodóvar sobre la crisis o sobre Afganistán, o a titular a lo grande las ocurrencias de un cantante sobre el Papa.

Mi interlocutor, que es hombre prudente y leído, nos colocó un texto del Varguitas sobre la violencia que, a mi parecer, y al de algún otro, era una auténtica mierda de toro, como dicen los sajones. No tengo nada contra dosis razonables del producto sin las que sería muy duro llenar tantas páginas y tantas horas, pero cuando se trata de pensar un poco en serio hay que huir como de la peste de los bien pensantes y de los que fabrican mierda de toro sin pestañear.

¿Cuáles serán las razones de este curioso proceder? Trataré de no incurrir en el vicio que critico y evitaré pontificar sobre lo que no sé. Sugiero, sin embargo, que la vagancia y la alergia al estudio pueden tener algo que ver con el asunto. Somos un país de repetidores, de seguidores. De hecho, mucha gente pretende llegar a la cumbre repitiendo lo que dice alguien supuestamente eximio, siendo el representante o el equivalente de X en España, de manera que nos gusta el pensamiento bien empaquetado y si es guapo el que lo sostiene, mejor.

¡Que inventen ellos!

Ayer uno de esos periodistas que pueden pasar por personas cultas, ya sé que no hay muchos, dijo que había que olvidar la frase de Unamuno (el «¡que inventen ellos!») porque nos había hecho mucho daño.

Unamuno escandalizó con esa frase, pero lo peor ha sido el equívoco que se ha creado en torno a ella. Unamuno pretendía responder a los positivistas sin ambición, haciéndoles ver que antes que imitar la ciencia foránea, lo que había que hacer era tener vivo el espíritu, y no se cansaba de reprochar a los españoles esa vaguedad espiritual que es la raíz de nuestros males, de la falta de ciencia también.

Por una serie de curiosas vericuetos Unamuno ha sido interpretado como una especie de energúmeno opuesto a la ciencia, a la técnica y a la razón. Lo que Unamuno zahería no era la ciencia sino el conformismo, también en ciencia. Unamuno estaba muy cerca del espíritu cajaliano en su actitud frente a la investigación, claro que también Ramón y Cajal decía de sí que no era un sabio sino un patriota. Lo que molestaba a Unamuno era nuestra tendencia a imitar, a no arriesgar en nada. Lo curioso es que ese es el auténtico espíritu científico, una capacidad para no convertir la ciencia en una fe muerta, en un sistema.

Unamuno no es culpable de otra cosa que de haber tratado de despertar al Quijote que hay detrás de cada Sancho demasiado conformista, un Sancho que, por mucho que se disfrace de científico y de moderno, sigue siendo el creyente acomodaticio y dogmático que tanto abunda entre nosotros.