Militancia pura y dura

Felipe González ha dado un ejemplo de lo que es capaz, de que su sectarismo está intacto. Hace unos días ha publicado un lamentable artículo junto con otra pensadora de fuste, la ministra de Defensa y catalana vocacional, señora Chacón. El maridaje anunciaba novedades sustanciales, una síntesis generacional, qué sé yo, pero se ha quedado en mala escritura al servicio de las peores intenciones.
Aunque el texto era breve, admite resumen: la culpa de todo es del PP, aunque también son malos los nacionalistas que no siguen a Montilla y a la señora firmante. Un ejercicio de autocrítica, como se ve, un estadista este Felipe, capaz de sacar unos minutos de su ajetreada vida de nuevo rico para poner un poco de cordura en las querellas de los españoles.

La farsa del Estatuto

La democracia se inició en España cuando Adolfo Suárez se propuso, con el apoyo de todos, hacer políticamente normal lo que en la calle era normal. Pronto comenzaron los políticos a olvidarse de un propósito tan sensato y, en consecuencia, hay de nuevo dos Españas, la de la calle y la de los políticos. El caso más obvio es el de la política territorial. Las autonomías no han evolucionado como la gente deseaba, para acercar el poder a los ciudadanos, para evitar el centralismo y la burocracia; su desarrollo ha supuesto exactamente lo contrario, más burocracia, nuevos centralismos y mayores dificultades para la vida común, para gestiones y negocios.
La actualidad política debería estar centrada en los esfuerzos de todos para superar una gravísima crisis que afecta a nuestro modo de vivir, a nuestras expectativas, pero, gracias al estupefaciente caso del Estatuto catalán, estamos todos en otra cosa. Son muchas las razones del desencuentro entre los intereses de los políticos y las inquietudes de la gente, pero la raíz de todas ellas está en que los políticos se olviden de quienes representan, y se dediquen exclusivamente a manejar en su propio beneficio los resortes del poder que les conferimos.
El caso del Estatuto es ejemplar. El Estatuto no ha nacido, como se empeñan en repetir, de un mayor deseo de autonomía de los catalanes. Los catalanes de verdad no habían manifestado nunca el más ligero descontento con el Estatuto vigente desde 1979. Su modificación fue una ocurrencia de ZP para desmarcarse del PP y romper las reglas del juego que habían permitido las dos victorias electorales de Aznar en 1996 y 2000. Para algunos socialistas, si la democracia permite el triunfo de la derecha es que algo está mal, y Zapatero se propuso arreglar ese algo, “cueste lo que cueste”, como dice ahora. Naturalmente, los políticos catalanistas vieron el cielo abierto y no acababan de creer el regalo que llovía del cielo: un presidente, español y socialista, dispuesto a pasarles por la derecha en su nacionalismo, y pensaron, naturalmente, que quien ríe el último ríe mejor.
Una vez instalados en este escenario surrealista, las anomalías no han dejado de multiplicarse. Muchos barones regionales de ambos partidos decidieron sumarse al festín y se lanzaron a promover absurdos estatutos de segunda generación, justamente cuando la mayoría de los españoles ya estaban pensando que, de ser necesaria una reforma, habría de ser en el sentido de dotar al Estado de mayores medios de control y de coordinación en infinidad de materias en las que el ámbito territorial adecuado era el nacional, y no el de los nuevos territorios regidos por señoritos deseosos de blindaje, boato y embajada.
La farsa del Estatuto bien puede terminar en tragedia porque nunca acaban bien los intentos de los políticos por ir más allá de lo que razonable. Una vez que el Tribunal Constitucional declarase inconstitucionales varios aspectos esenciales de un Estatuto antiliberal, megalómano e innecesario, los disparates han alcanzado el delirio. Montilla, que pretende engañar a no se sabe quién tratando de ser más catalán que la butifarra, se pone al frente de una manifestación contra la sentencia, es decir contra la ley. Zapatero que, al parecer ama a Cataluña sobre todas las cosas, promete corregir la sentencia, que ya es suficientemente chapucera debido a las impúdicas presiones de su gobierno, por la vía de hecho y se une al preámbulo inconstitucional del estatuto al proclamar que Cataluña es una nación política, un nuevo concepto surgido de su inagotable verborrea. Hay que reconocerle que está a punto de lograr un milagro: ahora que no tiene dinero para comprar a los insaciables, ha conseguido ofrecerles leyes de nueva planta a medida de sus intereses.
Todo esto es absurdo, y también desastroso. Es normal que muchos políticos parezcan no inmutarse mientras haya garantías de que puedan seguir en su puesto; lo que no es normal es que les sigan votando los que son preteridos a mayor honra, por ejemplo, de los políticos catalanes y vascos. Lo realmente anómalo, lo verdaderamente misterioso, es que los votantes no tomen nota de lo que están haciendo en su nombre, que siga habiendo andaluces, extremeños y cántabros, por no agotar la enumeración, que vuelvan a depositar su voto en un personaje entregado a los intereses de los nacionalistas, de quienes están haciendo de la democracia una caricatura, a quienes han instaurado una nueva religión civil que incluye mandatos tales como impedir que los niños de un albergue puedan ver la final del campeonato del mundo ¡porque juega la selección española! Pues bien, quienes votan a Zapatero votan también a quienes más odian a los españoles, a quienes nos desprecian, a quienes cobran el sueldo a nuestra costa para levantar murallas de incomprensión y desigualdad, algo que no interesa lo más mínimo a los ciudadanos de Cataluña, ni, desde luego, al resto de los españoles.
[Publicado en El Confidencial]

Vuelve la burra al trigo, o sobre la nación política

El debate sobre el estado de la Nación (al parecer, jurídica y española) ha girado, sobre todo, en torno a la creatividad verbal del presidente que siempre está dispuesto a encontrarle una salida personal y partidista al principio de contradicción, una norma que le debe parecer una cosa machista o algo así. Zapatero admitió que la nación jurídico-constitucional que reconoce la Constitución es solo la Nación española, y da la impresión de que considera que es algo con lo que debiéramos conformarnos los mentecatos que tomamos medianamente en serio las ideas y las palabras que las expresan.

A partir de esas migajas de triunfo (¿jurídico? ¿político?) ZP se lanzó a explicar que el Tribunal Constitucional admite otros conceptos de nación. Queda claro que ZP piensa que el TC debiera ser en realidad una especie de Tribunal Conversacional que vaya dando entrada a términos no necesariamente inequívocos con tal de que él, o el propio ZP, les sepan encontrar un acomodo en el discurso político. Lo malo es que la presidente del TC también parece pensar lo mismo. Piénsese en lo que diríamos si al esperar una sentencia sobre una supuesta estafa, el Tribunal decidiese enrollarse sobre la relación entre el mundo de las estafas y el de los negocios, para concluir que lo que se le somete pudiera parecer una estafa, pero que no se debería perder de vista el hecho de que el acusado no lo entiende así, lo que resulta bastante relevante dado el hecho de que el mundo de los negocios es muy cambiante y que el supuesto estafador ha declinado su derecho a presentarse ante el Tribunal.

Dado que el TC ha decidido cambiar de oficio, atendiendo a las sutiles recomendaciones que la vicepresidenta de la moda le hizo a doña Emilia en el lugar tan escasamente visible que todos recordamos, ZP ha decidido volver a la sofística chapucera, que es lo suyo. A su juicio, el TC permite suponer que en «términos políticos, sociológicos o históricos» sea posible hablar de nación como expresión de un sentimiento, de una visión de su historia. Este argumento ha debido parecerle débil al propio ZP, pues se lanzó a complementarlo de la siguiente guisa: «Por otra parte, lo dijera o no el Tribunal Constitucional son hechos, suceden y hay ciudadanos que consideran que su comunidad responde a esas características». «Les podemos tapar la boca, pero como en democracia eso no se puede hacer, tenemos que respetar y limitar jurídicamente el alcance de esa realidad».
Este hombre no tiene remedio. Los argumentos le importan una higa. Ya lo dijo hace tiempo, la lógica y la política no tiene nada que ver. Lo tremendo es que esa es la vía por la que ZP se comunica con una parte importante del electorado que ve, de tan brillante manera, convalidada su torpeza y su ignorancia, porque ya nadie necesita otra cosa que, por ejemplo, desear ser un ornitorrinco para que Zapatero recuerde que él no ha ganado las elecciones para negárselo.
Solo un ignorante sin fronteras, un demagogo irresponsable, o un traidor, podrían admitir sin pestañear que lo importante es el concepto jurídico de nación, porque el uso político del término está en el mercado, es optativo. La verdad es estrictamente lo contrario: el concepto de nación es únicamente político porque a efectos jurídicos no existe la Nación sino el Estado. Así pues, reconocer que Cataluña es una nación (política, por supuesto) es admitir, para la lógica común, que tiene derecho a ser un estado independiente, es decir, dar por bueno que haya una superestructura política que pueda decidir, al margen de la soberanía nacional, y del deseo de los ciudadanos catalanes que efectivamente existen, que hay dos naciones (de momento) en el territorio del estado español: la propia España, que conserva una suerte de extraño poder jurídico sobre la nación catalana, y Cataluña misma a la que, de momento, no se le apetece ser un Estado independiente, pero todo se andará.
No he leído la sentencia del TC, pero me extrañaría que hubiese llegado tan lejos en desvergüenza intelectual como lo ha hecho este presidente, modelo de indignidad, epítome de indecencia sofística, y escarnio de españoles.

El caos somos también nosotros

Tras la manifestación de Barcelona nadie podrá negar ya el éxito de ZP, la fecundidad de su ocurrencia de regalar a Cataluña lo que ningún nacionalista había soñado, su intento de ser más nacionalista que nadie. ZP ha confirmado el sino al que se condenan los que piensen tener que elegir entre el nacional-socialismo o el caos: ZP es el caos en proporciones nunca soñadas.

Nuestro único consuelo es que mañana seguramente ganemos el Mundial y que a ZP le queda poca vida. Tras él, alguien tendrá que restablecer un diálogo sensato con las fuerzas catalanistas para recordarles que no solo ellos deciden, que también cuentan los demás, que contamos todos.

El nacionalismo tiende a travestirse de populismo, y a olvidarse de la democracia: lo lleva en los genes; prefieren las manifestaciones a las urnas y las leyes, y por eso les irrita la sentencia del TC. Deberían saber que también nos irrita a quienes no son como ellos, y no se tome a mérito, porque en ella resuenan las broncas de la Vicepresidenta, las presiones de Moncloa, la indecencia de unos políticos a los que lo único que importa es su destino. Lo asombroso es que haya electores que los prefieran, pero así es. Tal vez sea porque quienes no saben griego piensen que el caos es un estado ideal, de lisonja, de derechos para todos, el estado de Jauja.

La izquierda se ha propuesto desvencijar España con la esperanza de que así haya más a repartir (prebendas, carguillos, boato y mamandurria); lo viene haciendo desde 1981, cuando se empeñaron en que Andalucía tuviese un Estatuto que carecía de cualquier lógica: luego ha venido lo demás, y así nos va, con los Camps y compañía, multiplicando por siete el número de funcionarios. Los catalanes tienen, en el fondo, abundantes razones para estar descontentos, para negarse a pagar la vida muelle de muchos votantes socialistas en Andalucía y Extremadura, por ejemplo; nada de lo que nos afecta tendrá mediana solución mientras sigan existiendo millones de electores que voten al PSOE creyendo hacer algo inteligente. Hay muchos profesionales que le sacan un rédito a su voto, no cabe duda, porque la izquierda es una máquina de generar empleos para los suyos, pero el resto haría bien mirárselo, como dicen por Barcelona.