Los separatistas catalanes juegan obscenamente con dos sentimientos básicos: el de identidad y, sobre todo, el miedo. El primero tiene, como todos, una base perfectamente real, pues, en efecto, Cataluña no es Castilla, aunque España no haya sido nunca más castellana que catalana. El miedo hace que ese sentimiento se convierta en una espiral imparable, en un arma de poder. Pero ¿qué miedo? Para empezar, el miedo de los catalanes no separatistas a quedar ahogados en una Cataluña hostil, lo que lleva al camuflaje del charnego (a quien no se llama así para que no sea consciente de lo que es, y de serlo), y, sobre todo, el miedo absurdo y culpable del PP y del PSOE, a que se les eche la culpa de todo, de manera que su claudicación acaba por hacer que las mentiras circulen como verdades indiscutibles: que los españoles somos opresores, vagos y ladrones, mientras que ellos, los verdaderos catalanes son limpios, honestos y laboriosos, y que si se quedan con un 3%, que algo habrá subido, es para impedir males mayores.
Para evitar que se formen comunidades supuestamente enfrentadas, se consintió que la lengua catalana expulsase a la española de la escuela, de la administración y del imaginario del prestigio y del poder; para evitar no se sabe exactamente qué, se permite que se incumplan las sentencias; para evitar que se nos llame lo que fuere, se consiente a los separatistas que vejen nuestros símbolos y sentimientos. El miedo trae más miedo, y la victoria sobre los cobardes acrecienta el poder que obtienen con su disimulada violencia.
Ahora el Parlamento catalán acaba de aprobar una resolución manifiestamente ilegal, y todo lo que se le ocurre decir al Gobierno es que tiene medios para evitarlo, pero para no asustar a nadie no dice cuáles: una muestra más de quién manda en Cataluña, y de que allí no hay otra ley que la que dicten los Pujoles. No todo está perdido, pero no se puede seguir así.
Mal comienzo
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