Mas entre la realidad y el imposible

He leído el discurso de Mas. Es una pieza correcta y sería asumible si no diese en suponer que existe algo que no existe y que no existe algo que sí existe. Que Cataluña es, o ha sido,  una nación desde el punto de vista cultural, no ofrece demasiadas dudas, ni tiene otro interés que el histórico; que Cataluña no ha sido nunca, ni es ahora, ni podrá ser nunca una nación en el sentido político es algo bastante obvio, aunque el futuro no esté nunca del todo escrito.
Que Mas  crea que es fácil pasar de lo que no es a lo que es, sin violencia, sin olvidarse del estado de derecho, sin vulnerar la democracia y sin saber a dónde se va, no a Europa, desde luego, pues Mas sabe muy bien que fue esta advertencia europea y no la corrupción, lo que le quitó los votos que han ido al sector más radical y escasamente leído  del nacionalismo, que Mas crea esto, digo, es sorprendente, pero parece cierto.  Pues bien, Mas puede creer lo que quiera, estamos en un país libre, pero no puede hacer que el pueblo catalán constituya un sujeto político capaz de autodeterminarse, primero porque el único pueblo catalán realmente existente seguramente no querrá hacerlo, ni ahora ni en muchos años, y segundo porque no es la creencia sino el derecho efectivo el que rige las relaciones políticas. Yo no puedo, y Mas tampoco, presentarme con cien mil personas, por poner un número, ante, por ejemplo, el Banco Santander y decir nosotros creemos que este banco es nuestro, así que «váyase señor Botín».  La diferencia esencial con el ejemplo, deliberadamente absurdo, es que, hasta ahora, el «señor Botín» ha estado haciendo como que no le importaba el banco y ese es un error que no se puede seguir cometiendo.  

Motorola y Google

Un horizonte para el patriotismo español

La distinción entre patriotismo y nacionalismo, no siempre sencilla,  se apoya en dos características; en primer lugar, el carácter excluyente del nacionalismo, frente al carácter integrador del patriotismo; en segundo lugar, en que el  nacionalismo se mueve exclusivamente en el plano político, mientras que el patriotismo actúa en el plano cívico y moral.
En la España de 2012, el embate del secesionismo catalán debiera llevarnos a distinguir nítidamente ambos conceptos para evitar que la dinámica acción-reacción se convierta en una rémora para las posibilidades de mantener en píe la unidad de una vieja Nación cuyo protagonismo reciente, hasta 2004, ha sido notable, y cuya estela histórica no es menor que la de nadie. Nuestra desaparición sería una buena noticia para viejos rivales, y eso, junto al dinero invertido por las embajadas catalanas,  puede explicar algunas actitudes foráneas.
Que el patriotismo es más que una política hay que demostrarlo contribuyendo a que exista un patriotismo integrador, que, aunque pueda ser contraria a los intereses políticos locales e inmediatos, contribuya al engrandecimiento de todos, también de los catalanes, de los gallegos y de los vascos, tanto de la izquierda como de la derecha. Para eso, lo primero es no dejarse ganar por el instinto puramente reactivo ante los secesionistas. Es verdad que las identidades suelen construirse en contraste, salvo cuando se es capaz de crear una identidad reflexiva, culta, moral, una identidad basada en la exigencia, pero también  en el respeto, y la admiración de todo lo que lo merece, sea nuestro o no. Este objetivo estimulante y difícil debería ser la guía moral del patriotismo, la emulación más que el rechazo, el deseo de gloria y de grandeza antes que la mera contraposición, lo que fue capaz de hacer, sentir y pensar Santiago Ramón y Cajal, por ejemplo, que decía de sí mismo, no ser un sabio (como entonces, a la francesa, se llamaba a los científicos) sino un patriota.
Nuestro horizonte es incierto, y hemos de esforzarnos por superar la ola de rechazo y cabreo que se produce en el español de a píe a consecuencia de los insultos y el desprecio de los secesionistas catalanes.  Hay que resistir el embate desintegrador, y hacerlo con voluntad firme y con una estrategia de largo alcance. No será fácil, pero la batalla es de las que merecen la pena, de las que se ganan con gloria y provecho, aunque también se puedan perder con deshonor y desastre. Nos hace falta grandeza de ánimo, ambición, más que codicia, como solía distinguir Unamuno, y saber aprovechar inteligentemente la energía que con su necia suficiencia nos presta el adversario.
No tenemos ningún derecho a abandonar a nuestros compatriotas catalanes a la tiranía que sobre ellos se dibuja con escandalosos rasgos totalitarios. Tenemos que ganar con ellos la batalla de la libertad política que siempre va unida al valor cívico. Los secesionistas catalanes quieren ahogar a la Cataluña que no les está sometida y no dudan en echarle encima al propio Barça, sin que les incomoden, ni poco ni mucho, las analogías entre ese gesto abusivo y las iconografías de Leni Riefenstahl.
El secesionismo catalán, como virus oportunista, ataca en los momentos de impotencia, ahora como hace un siglo. Nuestra mayor debilidad está, sin duda alguna, en la endeblez de nuestra democracia, en su carácter más superestructural y formal que moral, en nuestra cobardía para defender valores, en la partitocracia insensible a las demandas de una sociedad que quiere prosperar y vivir en libertad, algo más que pagar impuestos cada vez más altos para que se mantenga el boato de los menos. Pero este defecto  nuestro adquiere en Cataluña los rasgos furiosos de una clase política absolutamente ensimismada en su locura identitaria y destructiva. Aquí está la clave de nuestra superioridad sobre un error tan vetusto, traidor a los más, antiliberal y mezquino: ganaremos en la medida en que sepamos hacer realidad el proyecto de democracia y de libertad que se inició en 1978 y se torció arteramente un 11 de marzo de 2004, sin que hayamos tenido el valor de recuperarlo, fortalecerlo y llevarlo a su esplendor, el de una España libre, solidaria y grande en la que todos cabremos, y en la que nadie sea más que nadie, ni siquiera los catalanistas.
Puesto que los partidos nacionales se esconden cobardemente para disimular el peligro, los ciudadanos tendremos que recordarles su deber. El PP, absurdamente desgajado de su pasado reciente, carece de una posición consistente y, por las razones que fuere, no cree que deba constituir un elemento clave de su estrategia. El PP de Rajoy se ha convertido en una confederación de partidos localistas (Galicia primeiro) en el que la condición española es un factor residual y disfuncional, hasta en la propia Cataluña. Pero no basta con defender la Constitución, una mera etapa de nuestra historia, hay que saber defender a España, lo que somos, y lo que queremos y podemos ser.
lo que sea, pero con teléfono

Sentimientos y leyes

Los separatistas catalanes juegan obscenamente con dos sentimientos básicos: el de identidad y, sobre todo, el miedo. El primero tiene, como todos, una base perfectamente real, pues, en efecto, Cataluña no es Castilla, aunque España no haya sido nunca más castellana que catalana. El miedo hace que ese sentimiento se convierta en una espiral imparable, en un arma de poder. Pero  ¿qué miedo? Para empezar, el miedo de los catalanes no separatistas a quedar ahogados en una Cataluña hostil, lo que lleva al camuflaje del charnego (a quien no se llama así para que no sea consciente de lo que es, y de serlo), y, sobre todo, el miedo absurdo y culpable del PP y del PSOE, a que se les eche la culpa de todo, de manera que su claudicación acaba  por hacer que las mentiras circulen como verdades indiscutibles: que los españoles somos opresores, vagos y ladrones, mientras que ellos, los  verdaderos catalanes son  limpios, honestos y laboriosos, y que si se quedan con un 3%, que algo habrá subido, es para impedir males mayores.
Para evitar que se formen comunidades supuestamente enfrentadas, se consintió que la lengua catalana expulsase a la española de la escuela, de la administración y del imaginario del prestigio y del poder; para evitar no se sabe exactamente qué, se permite que se incumplan las sentencias; para evitar que se nos llame lo que fuere, se consiente a los separatistas que vejen nuestros símbolos y sentimientos.  El miedo trae más miedo, y la victoria sobre los cobardes acrecienta el poder que obtienen con su disimulada violencia.  
Ahora el Parlamento catalán acaba de aprobar una resolución manifiestamente ilegal, y todo lo que se le ocurre decir al Gobierno es que tiene medios para evitarlo, pero para no asustar a nadie no dice cuáles: una muestra más de quién manda en Cataluña, y de que allí no hay otra ley que la que dicten los Pujoles. No todo está perdido, pero no se puede seguir así.
Mal comienzo

El problema del PSOE

Y de Rubalcaba y del PSC. Consiste en que nunca podrá tener mayoría en España sin sus votos de Cataluña, mientras cree que no tendrá suficientes votos en Cataluña si renuncia o debilita su catalanismo. No es un problema tácticamente fácil, pero debería tener una solución que no fuese una chapuza. Es de temer que no sea así y se quede sin posibilidades de ser nada en Cataluña, y absolutamente alejado de cualquier opción en España al haber propiciado con sus vacilaciones y su indefinición el separatismo catalán.
En estas circunstancias, hablar de federalismo es una necedad. Ya somos un estado federal más descentralizado  que cualquier otro en Europa. La cuestión no es esa, y Rubalcaba debería saberlo. Por cierto, el PP, si todavía existiese, cosa harto dudosa, no debería beneficiarse irresponsablemente de la debilidad de Rubalcaba en estas cuestiones: el interés nacional debería estar por encima y llevarles a ayudar a Rubalcaba a evitar lo que puede llegar a ser inevitable, pero no inocente. Es lo que haría un partido nacional, pero ¿lo es todavía el PP?
Transparencia

El problema no es Cataluña

Se encoge el corazón pensando si sabremos superar inteligentemente el desafío de Mas. No será fácil, bastó el debate en El gato al agua entre Josep Maria Gay, Ernesto Juan Viladrich y Alejo Vidal Cuadras, tres catalanes de solera, para entenderlo.
El separatismo plantea un escenario que requiere  una combinación de serenidad, comprensión, firmeza y afecto. Lo peor es que se funda en los graves defectos de nuestro sistema, en el hábito partidista de olvidarse de lo esencial, de la libertad y de la dignidad. En una democracia plena nadie osaría manipular los sentimientos con tanta desvergüenza para no alterar a los mandarines.
Juegan con fuego quienes se oponen a una unidad pacífica y multisecular, pero también les ayudan los que han carecido de valor para defender a España y los españoles de la marea negacionista fomentada por irresponsables dispuestos a ser héroes del pueblo a costa de su ruina completa.  Cuando el partidismo oprime a la sociedad, cuando le dicta los sentimientos y la moral, la democracia muere y se entroniza la tiranía, por más que se disfrace de galas identitarias.
Es la hora del valor, de los catalanes, en primer lugar. Se enfrentan al riesgo de dejar de ser españoles, y al todavía mayor de perder la libertad en aras de un ídolo tiránico. Hemos de ser capaces de ofrecer un proyecto atractivo de convivencia, una patria común de la que nadie tenga motivos reales para querer marcharse.

La ambición de los chacales crece con la crisis: quieren una justicia propia para delinquir sin temor, una hacienda propia para evadir más impuestos, una policía propia para detener a españoles. Algo muy hondo está fallando cuando un programa así es capaz de seducir a alguien más que a sus directos beneficiarios. No basta con refugiarnos en la conllevancia orteguiana, es hora de hacer las cosas que permitan a la libertad política abrirse paso, en Cataluña y en España.

Ojo con no confundirse

El separatismo catalán plantea un reto endemoniado, entre otras cosas porque no es separable de los defectos del sistema; lo que quiero decir es que una democracia en forma, de la que carecemos, resolvería mejor las complicaciones que plantean unos políticos bastante  corruptos pero que manejan muy bien sentimientos, que, aunque se puedan considerar equívocos o absurdos, no son, por eso, menos reales y peligrosos. La primera cosa que hay que hacer, por tanto, es darse cuenta de que tenemos un grave problema, lo teníamos ya, pero se está agravando, y la segunda cosa es reparar en que el tacticismo debería dejar paso a posiciones más sólidas y más de fondo… pero eso empieza a parecerse peligrosamente a lo que nuestra sabiduría popular describe como pedirle peras al olmo. 
Como no me gusta ser pesimista, pero me gusta menos ser iluso, creo que la solución, aunque la palabra sea inadecuada, hay que acordarse de la conllevancia orteguiana, tiene que ir por la línea de propiciar más libertad y más democracia, en lugar de más privilegios para una oligarquía que maneja ya muy bien sus hilos populistas y que está dispuesta a todo, o eso quiere hacer creer, para no poner en riesgo sus mamandurrias. 
Europa y Torrelodones

España, lo único importante: tres aclaraciones

Que España es, y debe ser, algo importante para los españoles es tan obvio que, en general, nadie lo subraya. Ahora, se está convirtiendo casi en lo único importante, porque  llevamos un largo período de tiempo, para muchos toda la vida, soportando la matraca de los independentistas/nacionalistas/separatistas/como se llamen, cuya diversidad de denominaciones ya indica la confusión en y con la que juegan. Esta penosa y pesada circunstancia nos obliga a subrayar que, a muchos efectos políticos, España debe ser lo único importante, cosa que debieran de tomar en serio, muy especialmente, los votantes de izquierdas, con cuya supuesta falta de patriotismo  tanto se comercia a favor de nuestros enemigos. 
1. Que el nacionalismo/independentismo/separatismo catalán es un negocio me parece evidente, pero es un negocio político, no meramente económico, aunque sea obvio que una amplísima parte de nuestros políticos no entienden otro lenguaje que el de sus intereses.  He escrito que es un juego win-win, aunque sea win-win solo para ellos, para nosotros es un pierde-pierde, sin duda, y eso nos obliga a combatirlo por tierra, mar y aire. Nuestra victoria no es su derrota, lo que muchos desearíamos su desaparición, sino su reducción, su confinamiento, lo que les llevaría, en un plazo no muy largo,  a la renuncia y a la desesperación. Resistir es ganar, sin más. El peor error en que podemos incurrir es el de dar por descontado su éxito. Habría que decir que no triunfarán jamás, incluso si no lo creyéramos, que no es mi caso. Su triunfo, en el fondo, no se lo creen ni ellos, pero sí saben aprovechar muy bien nuestra confusión, en éste y en otros asuntos, entre democracia y debilidad. 
2. Es verdad que la contraposición entre nacionalismo y patriotismo (sobre cuyo asunto escribí un libro hace años) se puede reducir a que el nacionalismo-malo es el de ellos, y el patriotismo-bueno es el nuestro, pero eso es solo la mitad de la cuestión. No hay que reducirlo a eso. El patriotismo es moderado, emulador y no excluyente, tanto si es catalán como si es español; el nacionalismo es inmoderado, envidioso y excluyente y, para nuestra suerte, apenas existe en España y respecto a lo español. Pero, además de eso, si así fuere, ¿cuáles son las misteriosas razones para que se pueda estar orgulloso de ser catalán y sea un baldón sentirse orgulloso de ser español? Es la cosa más tonta y cateta que se pueda imaginar, es como ser forofo del Alcorcón, que ya está en segunda, pudiendo serlo del Real Madrid, y no exagero, pero ese infausto éxito lo han tenido los nacionalistas en Cataluña a base de considerar, muy posmodernamente, que no existe la realidad, que todo es un relato y que el relato lo hace quien manda. No es más que eso. Por eso hay que emplear el poder para contrarrestar ese abuso, y hay que echar a la calle a cualquier político español que se muestre equívoco o blando en esta cuestión, sin confundir el fondo con la necesaria habilidad para operar en vivo y en zonas sensibles, pero hay que hacerles ver a todos, y desde luego a los que no se apellidan Pujol&cia, que España significa libertad, y libertad significa, además, bienestar y progreso.
3. El independentismo es perfectamente respetable en una democracia; lo que no es respetable es la ley del embudo, o el saltarse la ley a la torera, y hay que aprender a meter a Capone en la cárcel por la cosa de los impuestos y a que el FBI se líe a leches con la policía local siempre que toque, por poner dos ejemplos de cine. Delinquir tiene que salir caro y ha sido intolerable la blandura con la que se han despachado los delitos de la kale borroca catalana. En eso habría que girar 180 grados y cuanto antes, sin escudarse en la crisis económica ni en otras zarandajas.  
Código abierto en sanidad

No mear fuera del tiesto

Cuando nos referimos al desafío político de los separatistas catalanes, es fácil dejarse llevar por la mala uva, y, para no hacerlo, es conveniente recordar que ese puede ser su objetivo, de manera que no deberíamos hacer un esfuerzo excesivo en facilitarlo. En mi opinión, hay unas cuantas cosas que deberíamos tener claras:

1. La política seguida desde los inicios de la transición con respecto al nacionalismo, no ha producido los efectos deseables, luego hay que cambiarla.
2. No es fácil porque, en buena medida, esa política fue también la del franquismo: mucha retórica contraria, pero un fantástico trato económico y fiscal, también con los vascos.
3. El nacionalismo, es, sobre todo un negocio de poder basado en un objetivo absurdo e inalcanzable, con la ventaja adicional de que, si les saliera, también se lo iban a pasar bien los padres de la patria. O sea, un win-win contra el que hay que enfrentarse con mucha inteligencia estratégica, con determinación, con serenidad y con el amparo de la ley y del buen sentido.
4. Los principales perjudicados del nacionalismo son la mayoría de la población, por un doble motivo; en primer lugar porque se trata del negocio de una minoría política archicorrupta, peor que la media española y ya es mucho, y, en segundo lugar porque supone convertir en ciudadanos de segunda categoría a la mayoría de los españoles que allí residen.
5. No se olvide que el Estatut inconstitucional y vigente fue votado por poco más del 30% del censo. No olvidemos las matemáticas, que están de nuestra parte. 
6. La lógico es que el PSOE abandone pronto su demencial ceguera: un PSOE sin Cataluña ni el País Vasco jamás ganaría en España y no parece que ese sea el objetivo, por más que sean especialistas en el juego del gallina. 
Como propina a los que hayan tenido la paciencia de llegar hasta aquí, les recomiendo este estupendo artículo de una diputada de UPyD, y otro de José García Dóminguez: son dos perspectivas complementarias, optimistas y que no debemos olvidar los patriotas españoles, Cataluña incluida.
Motorola y cierra España