Categoría: separatismo
En Orio ganó Holanda
No es fácil entender que haya padres que entreguen a sus hijos, aunque sea solo una semana, a semejantes personajes, que los pongan en manos de organizaciones tan sectarias, tan brutalmente antiliberales. Si fuésemos una democracia normal, alguien debería hacer algo, pero ya queda dicho que entre nosotros se homologa sin ningún reparo la libertad con las cadenas.
La farsa del Estatuto
A una semana de la fiesta española
Entre unos miles y más del millón
En nombre de todos
La democracia está siempre en estado de riesgo, o crece o muere. La nuestra no está mejorando, hay pocas dudas de ello, pero tiene a la vista una gran oportunidad para fortalecerse. Pese a sus defectos, esta democracia sigue siendo un régimen mejor que todos los demás. La razón para que una democracia, incluso demediada, sea mejor que otro régimen, reside en el hecho de que nada en ella es definitivo, ni siquiera los mayores errores, siempre que persista la esencia del sistema: respeto a la Constitución, y elecciones libres.
Los partidos que aspiran a la mayoría suelen hablar de esa mayoría como si fuese de su exclusiva propiedad y así dicen “todos quieren esto” o “nadie está de acuerdo con aquello”. En un sistema bipartidista suele ocurrir que esos mensajes chocan con sus contradictorios, que los rivales también manejan el “todos” y el “nadie”. De este modo, se produce un enfrentamiento irresoluble y contradictorio en que se aboca a un estado permanente de guerra de trincheras, y en el que son los ciudadanos de a píe, los que no son ni nadie ni todos, quienes soportan los costos de la bronca interminable.
Esta suplantación por el nadie y el todos supone un auténtico secuestro de la democracia porque implica la sustitución de la voluntad popular por la voluntad del partido, lo que puede acabar significando, tantísimas veces, el mero capricho del líder. Es, por ejemplo, escandaloso, que los partidos no hayan sido capaces de renovar, como marca la ley, la composición del Tribunal Constitucional, un ejemplo claro de subordinación de la ley a la voluntad de los mandamases. Es triste que el respeto a la ley se suela preterir en España, especialísimamente por la izquierda, por obediencia al líder del partido. Esto es gravísimo y está en el fondo de muchos de nuestros problemas. Sin embargo, en una democracia verdadera, nadie debiera estar jamás por encima de la ley.
La Constitución se pensó como una Ley especialmente respetable y, precisamente por eso, estableció un Tribunal Constitucional que, al margen de los vaivenes de la política, pudiese corregir tranquilamente los excesos legislativos de las mayorías, y hacerlo en nombre de una legalidad superior, y libre de presiones electorales o pasajeras. Ha sido una verdadera desgracia que, a las primeras de cambio, y por un tema menor, como lo fue el de Rumasa, el Tribunal se hubiese de postrar ante el enorme poder del gobierno de González.
Ahora el Tribunal Constiucional tiene en sus manos una cuestión decisiva, la constitucionalidad del Estatuto Catalán. ¿Seguirá el poco glorioso antecedente de someterse a la voluntad del Gobierno o sabrá encontrar fuerzas para estar a la altura que la Constitución lo colocó de manera sabia y previsora? Es de esperar que conozcamos la respuesta a este interrogante con cierta rapidez, pues ya son incontables las demoras que lleva en su contra una sentencia tan fundamental.
Quienes esperan que el Tribunal, pese a su deficiente constitución, defienda la Constitución en puntos en que es de claridad meridiana, desean que sus miembros se comporten como ciudadanos valientes y honrados, capaces de resistir el halago y las presiones para custodiar con valor el legado decisivo que se les ha encomendado.
Quienes temen que haga precisamente eso, se han dedicado a atacarlo, de manera preventiva, refugiándose en la idea, absolutamente errónea, de que el Tribunal Constitucional no representa a nadie. La verdad, ahora sí, es estrictamente la contraria. Representa, por definición, la voluntad de la Nación que se dotó de una Constitución y que confió a un puñado de insignes juristas la defensa de su integridad y de los ataques de los enemigos de la libertad, de la ley y de la democracia. El Tribunal Constitucional sí puede decir que habla en nombre de todos, de ese todos que constituye la Nación y que se encarna en una voluntad histórica de ser sujeto por encima de diferencias y de partes.
La sentencia no va a afectar, pues, a un tema importante pero particular. No. La sentencia puede ser el acta de defunción de la Constitución o, por el contrario, un vibrante alegato en su defensa, un mandato que, por mal que dejase a un Gobierno metido en camisa de once varas, le restituiría el poder político que, como Gobierno de todos los españoles, le pretende sustraer un Estatuto Catalán que es, a toda luces, inconstitucional, por su texto, por sus intenciones y, como se está viendo ya, por su efectos.
En mi opinión no cabe una tercera vía, una sentencia interpretativa, un quiero y no puedo que dejaría al Tribunal Constitucional, y a todos con él, a los píes de los caballos del monumental lío que, inevitablemente, se generaría. No puedo creer que personas de talento y categoría moral quieran pasar a la historia como los liquidadores de un texto que ha sido capaz de fundar el período más próspero de la historia contemporánea de España, aunque se disguste el presidente del Gobierno.
Diguem no
Tal era el título de una canción de Raimon (de nombre civil, Ramón Pelejero Sanchís, nacido en Játiva, Valencia), cuya simplicísima letra, por lo demás, desprendía una notable suficiencia moral y estaba rebosante de ese tono de superioridad que era corriente entre las juventudes ricas, izquierdistas e ignorantes de los años sesenta. A pesar de todo, ese título me ha venido a la memoria como grito de rebelión frente a un asunto muy distinto, al que creo que hay que poner claramente la proa antes de que sea demasiado tarde, y demasiado el mal inevitable.
Me refiero a la escalada simbólica y verbal de los independentistas catalanes que parece no contar con ninguna oposición, sino con un desdén fingido y una indiferencia cobarde. No basta a los independentistas tener al Gobierno de la Nación a sus pies y a la Generalidad a su servicio, sino que pretenden que nos traguemos sus referendos tramposos en los que triunfan los suyos de manera indiscutible y comencemos a pedir perdón por tenerlos tan inicuamente sometidos. Creo que somos muchos, en Cataluña y fuera de ella, los que no vamos a quedarnos con la boca abierta y los que vamos a exigir a los poderes públicos que no toleren por más tiempo esas tomaduras de pelo.
Hay que decir que no a la independencia de Cataluña por tres razones fundamentales que no pueden darse de barato. Por amor a la libertad, por el bien de la democracia y por respeto a la ley. Y hay que comenzar a hacerlo con los actos simbólicos que, abusivamente, pretenden dar a entender que la mayoría de los catalanes quieran dejar de ser españoles.
La libertad corre peligro en manos del independentismo que, al saberse minoritario, no tiene otro remedio que recurrir a la coacción, a la violencia, y al miedo, creando un ambiente en el que el miedo impida el atrevimiento de pensar lo contrario.
La democracia no existe sin controles y está claro que los independentistas buscan únicamente la expulsión y el anonadamiento de quienes no se adapten a sus designios; lo que es increíble es que las autoridades se presten a semejantes maniobras de modo que, dicho sea de paso, habrá que pedir las correspondientes responsabilidades a quienes hayan consentido la utilización del censo para la patochada del referéndum reciente.
Silbidos aislados
Lo peor que puede pasar con un hecho desdichado es que se comente de una manera estúpida. Los recientes silbidos y abucheos al Himno nacional, en presencia de los Reyes, constituyen, sin posible discusión, un grueso paquete de malas noticias, pero algunos descerebrados, celosos de preservar nuestro bienestar, los han transformado en una auténtica desgracia al comentarlos diciendo que se trata sólo de unos hechos aislados. Es muy difícil decir una cosa más idiota, más inexacta y más absurda con menos palabras.
Ya es grave que muchos españoles entiendan que les irá mejor si faltan de esa manera al respeto que nos deben a todos los demás y a nuestros símbolos comunes; es, por supuesto, grave, la muestra de gamberrismo y de pésima educación que eso supone; pero es más irritante aún que haya quien nos tome por tontos de solemnidad y pretenda convertir ese suceso en una mera anécdota. Es como si alguien quisiese consolarse de que le han robado la cartera o le han atropellado, arguyendo que el autor había sido sólo uno.
En primer lugar, el hecho no puede considerarse aislado de ninguna manera. Ni es la primera vez que se produce, ni ha sido nada imprevisto, sino, al contrario, perfectamente organizado. Por otra parte, el número de los saboteadores fue realmente alto. Pues bien, aquí estamos en manos de gente a la que lo único que se le ocurre es no televisar el acto, culpando luego al inocente director de deportes de TVE, cuando se protesta por esa manipulación intolerable. También es grave que el líder de la oposición, que es cómo se le llama, haya dicho algo muy semejante: se ve que está en racha de aciertos.
¿Por qué razón tendríamos que negar los españoles gravedad a una falta de respeto que se consideraría insoportable en cualquier otro lugar? ¿En razón de qué se puede considerar una especie de virtud política el disimulo frente a esa afrenta necia y cobarde? El nuevo ministro de deportes debiera tomar rápidamente medidas para que no pueda volver a producirse nada semejante. Si parte de las aficiones del Barça o del Athletic quieren pasarlo bien a costa de nuestra honra, o hacerse los valientes, deberíamos establecer un escenario legal en que esas bravuconadas les resulten lo suficientemente excitantes. Por algo bastante parecido a llamar negro a un negro se puede cerrar un estadio, pero si se trata de agredir a los símbolos comunes, a lo que esos idiotas piensan que es España, la cosa resulta gratis.
Es increíble que tengamos tantas tragaderas, pero más intolerable aún es que haya tantos memos en puestos de importancia que se piensen que nos chupamos el dedo. ¡Qué mal los hemos acostumbrado, por Dios!