En este verano de incendios grandes y turismo menguante, de sequía informativa e inanidad política, es bueno reflexionar unos minutos sobre nuestra situación en el mundo. Adelantaré el diagnóstico de un amigo bastante viajado: estamos como con Franco, al pairo y en medio de ninguna parte. Ya sé que vamos a presidir la Unión Europea a partir de enero, pero ¿quién sabe qué país ostenta la presidencia ahora? No nos engañemos, la política del gobierno en materia internacional apenas supone una ligerísima variación de la política exterior típica del franquismo: simpatía con los regímenes equívocos de la América hermana, relación fraternal con el castrismo y el chavismo, amistad tradicional con nuestros hermanos árabes, en fin, todo lo que tiene que ver con esa meliflua idea de la alianza de civilizaciones, iniciativa perfectamente digna de un Castiella. Y, en Europa, de nuevo fuera de lugar, feudo de una Francia que no se resigna a dejar de ser grande, y sabe hacerlo razonablemente bien, y a cuyos intereses solemos servir de manera tan generosa como estúpida.
¿Es que nuestros diplomáticos son necios? No está ahí el problema que reside, muy por el contrario, en la miopía congénita de buena parte de los políticos españoles. El franquismo no podía asomarse al exterior y nuestros socialistas, hijos renegados, en parte, al menos, de la revolución pendiente, cualquier cosa menos liberales, han convertido esa necesidad en virtud, han hecho de la falta de miras un principio estratégico. ¿Quién va a necesitar una política internacional si puede entretenerse colocando las banderas de las autonomías, que, además, aceptarán siempre un cierto vasallaje, a las puertas de la Moncloa? Podría decirse que hemos sustituido los riesgos externos por las aventuras interiores, de manera que el almirante se ha convertido en una especie de jefe de personal, abandonando el timón de la nave al piloto automático, dotado, para nuestra desgracia, de un programa escasamente original.
Como en el franquismo, el mundo exterior sirve para lavar los pecados de omisión, para explicar la crisis, y para hacer una política de gestos de la que raramente se enterarán los destinatarios. De la misma manera que, según se cuenta, un editorialista del Arriba se frotaba las manos con las presuntas angustias del Kremlin al leer su periódico, en la Moncloa abundan los que se regodean pensando en la sonrisa de Obama ante las flores y los homenajes de nuestro líder. Tras el traspié del desfile y la bandera, ZP parece dispuesto a todo con tal de obtener, de higos a brevas, un gesto benévolo del emperador.
Ese neofranquismo exterior no es una flor aislada en el jardín de nuestra izquierda política. La paz social, a cualquier precio, es otra de esas flores que han resistido el paso de los años; nuestros sindicatos no son verticales, pero sus políticas, y sus frutos, se parecen demasiado a los de los viejos funcionarios sindicales del Paseo del Prado: todos quietos, siempre de la mano del gobierno amigo, y protegiendo a fondo a los que ya no lo necesitan, aunque, mientras tanto, los jóvenes mileuristas tengan que seguir viviendo bajo el amparo de sus familias. El inmovilismo laboral que proponen es una apuesta insensata en este mundo que es muchísimo más ancho y ajeno que el de la autarquía.
Nada de esto podría tener mucho futuro si viviésemos en un régimen de libertad pleno, pero el sistema se ha encargado de configurar un sistema de control de la información, un auténtico monopolio de la verdad, que es extremadamente aburrido e inútil, pero que tiene la virtud, para sus promotores, de que gran parte de los ciudadanos se hayan desengañado de la política mucho antes de lo que fuera conveniente y razonable. En España, si se entiende, con Dahl, que la democracia es poliarquía, tenemos una democracia muy seriamente demediada. Es difícil, por ejemplo, encontrar un juez que no obedezca al Gobierno, pero si, por un casual, se hallase alguno, lo más fácil sería que resultase ser un corifeo de algún otro partido.
La independencia produce miedo, y los valientes, siempre y en todas partes, han sido menos que los cobardes. Que los jueces del Tribunal Constitucional, que están protegidos como nadie, puedan tener miedo de las consecuencias de sus actos, como parece ser que pasa, indica hasta qué punto sigue viva la consigna de coordinación de poder con diversificación de funciones, tan propia de esa época que, en teoría, tanto se condena, pero cuyas maneras, en la práctica, y empezando desde arriba, siguen siendo las dominantes.
No terminaré sin un adarme de optimismo. España es un país viejo, muy viejo, en el que las peores artes gozan de la mejor de las famas. Pero España merece ser, también, un país nuevo, una sociedad capaz de afrontar un futuro amenazador con energía y creatividad: para ello se necesita dejar de estar al pairo, una especie de motín para que la nave se ponga en otras manos. Puede hacerse: depende de ustedes, aunque más de unos que de otros.
[Publicaado en El Confidencial]