Las verdades de Rodiezmo

Aunque la izquierda siempre ha presumido de rupturista y poco tradicional, la verdad es que, llegada a su vejez inevitable, también ha sabido crear sus tradiciones. Como tantas otras, esta peculiar romería sindicalista, se ha convertido ya en un negocio, sin ningún motivo que pueda considerarse vivo, que es lo que caracteriza a una verdadera tradición.

El lugar conocido como Rodiezmo padece cada año la invasión de una serie de funcionarios sindicales disfrazados de mineros que se dedican a aplaudir a su jefe, que es lo que mejor saben hacer todos los funcionarios. A cambio, el jefe les suelta un discurso que al jefe le interesa para que los compañeros periodistas lo recojan y lo expandan por el mundo entero, así que a los mineros que iniciaron hace ya muchos años el tinglado que les den. A cambio, gran trabajo para los corresponsales internacionales que se apresuran a enviar a sus medios las palabras zapateriles, para que puedan ser inmediatamente analizadas por los principales gabinetes del mundo, y por todos los líderes de la galaxia, con Obama a la cabeza.

Zapatero no suele ser un mal actor de repertorio: hace lo suyo con credibilidad y le pone pasión a un verbo que, si no se puede considerar brillante, hay que reconocer que sabe ser oportuno: siempre habla de lo que más le interesa. Ahora nos ha tratado de explicar lo bien que nos va a venir a todos que nos suban un poquito los impuestos y, sobre todo, ha hecho ver lo terriblemente insolidarios que resultaríamos ser, si nos negásemos a ese mínimo sacrificio, prácticamente indoloro, para remediar el sufrimiento de los más débiles, esa gente que le quita el sueño a nuestro bondadoso líder. Como no conviene separar lo útil de lo deleitable, Zapatero se dedicó a contestar y a lanzar pullitas a un compañero leve y circunstancialmente descarriado, al periódico El País que, llevado de un repentino ataque de independencia, siendo al fin fiel a su viejo lema, no acaba de ver la debida coherencia en los espasmódicos, pero bien intencionados, planes de nuestro Zapatero.

España, al pairo

En este verano de incendios grandes y turismo menguante, de sequía informativa e inanidad política, es bueno reflexionar unos minutos sobre nuestra situación en el mundo. Adelantaré el diagnóstico de un amigo bastante viajado: estamos como con Franco, al pairo y en medio de ninguna parte. Ya sé que vamos a presidir la Unión Europea a partir de enero, pero ¿quién sabe qué país ostenta la presidencia ahora? No nos engañemos, la política del gobierno en materia internacional apenas supone una ligerísima variación de la política exterior típica del franquismo: simpatía con los regímenes equívocos de la América hermana, relación fraternal con el castrismo y el chavismo, amistad tradicional con nuestros hermanos árabes, en fin, todo lo que tiene que ver con esa meliflua idea de la alianza de civilizaciones, iniciativa perfectamente digna de un Castiella. Y, en Europa, de nuevo fuera de lugar, feudo de una Francia que no se resigna a dejar de ser grande, y sabe hacerlo razonablemente bien, y a cuyos intereses solemos servir de manera tan generosa como estúpida.

¿Es que nuestros diplomáticos son necios? No está ahí el problema que reside, muy por el contrario, en la miopía congénita de buena parte de los políticos españoles. El franquismo no podía asomarse al exterior y nuestros socialistas, hijos renegados, en parte, al menos, de la revolución pendiente, cualquier cosa menos liberales, han convertido esa necesidad en virtud, han hecho de la falta de miras un principio estratégico. ¿Quién va a necesitar una política internacional si puede entretenerse colocando las banderas de las autonomías, que, además, aceptarán siempre un cierto vasallaje, a las puertas de la Moncloa? Podría decirse que hemos sustituido los riesgos externos por las aventuras interiores, de manera que el almirante se ha convertido en una especie de jefe de personal, abandonando el timón de la nave al piloto automático, dotado, para nuestra desgracia, de un programa escasamente original.

Como en el franquismo, el mundo exterior sirve para lavar los pecados de omisión, para explicar la crisis, y para hacer una política de gestos de la que raramente se enterarán los destinatarios. De la misma manera que, según se cuenta, un editorialista del Arriba se frotaba las manos con las presuntas angustias del Kremlin al leer su periódico, en la Moncloa abundan los que se regodean pensando en la sonrisa de Obama ante las flores y los homenajes de nuestro líder. Tras el traspié del desfile y la bandera, ZP parece dispuesto a todo con tal de obtener, de higos a brevas, un gesto benévolo del emperador.

Ese neofranquismo exterior no es una flor aislada en el jardín de nuestra izquierda política. La paz social, a cualquier precio, es otra de esas flores que han resistido el paso de los años; nuestros sindicatos no son verticales, pero sus políticas, y sus frutos, se parecen demasiado a los de los viejos funcionarios sindicales del Paseo del Prado: todos quietos, siempre de la mano del gobierno amigo, y protegiendo a fondo a los que ya no lo necesitan, aunque, mientras tanto, los jóvenes mileuristas tengan que seguir viviendo bajo el amparo de sus familias. El inmovilismo laboral que proponen es una apuesta insensata en este mundo que es muchísimo más ancho y ajeno que el de la autarquía.

Nada de esto podría tener mucho futuro si viviésemos en un régimen de libertad pleno, pero el sistema se ha encargado de configurar un sistema de control de la información, un auténtico monopolio de la verdad, que es extremadamente aburrido e inútil, pero que tiene la virtud, para sus promotores, de que gran parte de los ciudadanos se hayan desengañado de la política mucho antes de lo que fuera conveniente y razonable. En España, si se entiende, con Dahl, que la democracia es poliarquía, tenemos una democracia muy seriamente demediada. Es difícil, por ejemplo, encontrar un juez que no obedezca al Gobierno, pero si, por un casual, se hallase alguno, lo más fácil sería que resultase ser un corifeo de algún otro partido.

La independencia produce miedo, y los valientes, siempre y en todas partes, han sido menos que los cobardes. Que los jueces del Tribunal Constitucional, que están protegidos como nadie, puedan tener miedo de las consecuencias de sus actos, como parece ser que pasa, indica hasta qué punto sigue viva la consigna de coordinación de poder con diversificación de funciones, tan propia de esa época que, en teoría, tanto se condena, pero cuyas maneras, en la práctica, y empezando desde arriba, siguen siendo las dominantes.

No terminaré sin un adarme de optimismo. España es un país viejo, muy viejo, en el que las peores artes gozan de la mejor de las famas. Pero España merece ser, también, un país nuevo, una sociedad capaz de afrontar un futuro amenazador con energía y creatividad: para ello se necesita dejar de estar al pairo, una especie de motín para que la nave se ponga en otras manos. Puede hacerse: depende de ustedes, aunque más de unos que de otros.

[Publicaado en El Confidencial]

La huelga de Telemadrid

Los sindicatos de Telemadrid han condenado al silencio total a Telemadrid sin apenas molestarse en dar explicaciones. Siempre es triste ver una televisión condenada a negro, pero es más triste todavía considerar la irresponsabilidad de los trabajadores que, al amparo de una legislación caótica y desequilibrada, se permiten causar tal daño a una empresa pública y a sus millones de usuarios.  

Se ha señalado repetidamente que las consecuencias laborales de la situación económica podrían soliviantar a los Sindicatos. Sin embargo, los sindicatos han mantenido, en general, una actitud de calma y responsabilidad que, aunque algunos puedan tildarla como  hipocresía, constituye un ejercicio de responsabilidad y de buen sentido. En realidad, si la economía y el empleo pudiesen arreglarse con huelgas, los sindicatos deberían estar permanentemente en la calle, pero ellos ya saben que eso no es así, ni siquiera cuando gobierna la derecha. Es razonable, por tanto, que mantengan la calma y procuren su ayuda a una situación que es muy complicada para todos. 

En Telemadrid se ha roto esa conducta sensata, y es, por tanto, muy interesante que preguntarse por las causas de esa actitud sindical. Una primera respuesta sería la simple y pura politización. Ignoro hasta qué punto sea eso cierto, pero no habría que descartar que ZP y Tomás Gómez estuviesen jugando con fuego para tratar de dañar a un rival que, en Madrid y de momento, se les presenta como invencible. Me parece, sin embargo, que el caso requeriría algunos matices adicionales. Como la información dada por la Empresa no puede ser puesta en duda, puesto que serían miles los medios para desmentirla, hay que preguntarse por las razones que puedan tener un grupo de profesionales con una situación privilegiada y un nivel bastante alto de ingresos para adoptar una estrategia de tierra quemada. 

El mercado de la televisión está que arde por los cuatro costados, cosa que deberían saber hasta los sindicalistas, y en Telemadrid deciden alegremente herir de gravedad a la empresa que les da de comer, puesto que se trata de una empresa, aunque de propiedad pública. Nadie pone en duda su derecho a soñar: sueldos más altos, seguridad funcionarial, complementos estelares, y todo aquello que quiera imaginar el más  fantasioso de los arbitristas sindicales. Pueden soñar y exigir, pero deberían plantearse con claridad quién les va a pagar esas gabelas y cómo lo van a conseguir. Cuando la abundancia de canales de todo tipo está enteramente fuera de duda, no está claro que los contribuyentes tengan que esforzarse para que los sindicalistas de Telemadrid realicen sus sueños. Las televisiones públicas constituyen un agujero demasiado grueso en el bolsillo de los contribuyentes y es evidente que entre las prioridades de los electores, en especial de los más modestos, no está la mejora de unos trabajadores que tienen más motivos para ser envidiados que envidiosos.  

Telemadrid es una empresa que sus trabajadores deberían cuidar. Es la más barata de las televisiones autonómicas porque cuesta tres veces menos que la televisión catalana, por comparar con un caso similar. Sus espacios de interés público alcanzan una estima razonable, y no desdicen de los de empresas de presupuestos mucho más poderosos. Con sus altibajos, ha sabido encontrar un nicho en la audiencia y realizar un servicio estimable. Si yo estuviese a sueldo de Telemadrid, no pondría empeño en recordar a los electores que se trata de algo de lo que se puede prescindir sin que se conmuevan los sillares de la tierra. 

Me parece, por tanto, que lo que da a entender la huelga de la cadena madrileña es que sus sindicatos han decidido explotar a fondo su poder y olvidarse completamente de las variables del entorno. Se trata, en el fondo, de una actitud muy castiza: yo me ocupo de lo mío y a los demás que les zurzan. Supongo que a esto no le llamarán solidaridad, ni siquiera cuando no les oiga nadie.  Da igual que TVE haya tenido que hacer un ERE, por cierto bastante lujoso, que hemos pagado entre todos sin caer mucho en la cuenta; da igual que las televisiones privadas, con un gasto de personal mucho más ajustado, estén pensando en fusionarse; da igual que los ingresos  publicitarios del sector  hayan  disminuido de manera radical; da exactamente igual que se hayan cumplido las exigentes normas legales en los despidos debido a reajustes técnicos y por causas objetivas; da igual, por último, que cada día se pierdan en España 7.500 empleos y que la crisis nos tenga a todos con el corazón encogido. Todo da igual.

A los sindicalistas de Telemadrid les parece que peligran sus puestos de trabajo y han decidido pasar a la acción haciendo que Telemadrid desaparezca de las pantallas cuatro días de esta primavera, para ir abriendo boca.  Hay que reconocer que es todo un ejemplo y un método nuevo de afrontar las crisis del que debieran tomar nota los líderes que quieran ser cariñosos con Zapatero.

[Publicado en El Confidencial]