Añoranzas

Cuando se oye a algunos supuestos pensadores de la derecha hablar del nuevo gobierno del PP, no son pocos los que entonan una especie de llanto preventivo lamentándose de que la derecha vaya a volver  de nuevo a ocuparse del empleo y de la economía, pero olvidándose de la regeneración moral, así suelen llamarlo, los valores, la familia y cosas de este tipo. Yo, para estas cosas, soy barojiano, y en cuanto oigo la palabra regeneración me mosqueo, pero, aparte de mi manía, creo que los que así piensan, si es que lo hacen, ponen el carro delante de los bueyes. Los partidos y la democracia están para gobernar, no para hacer una sociedad al gusto de unos pocos o de unos muchos. En esto parecen algunos querer ser como Zapatero, imponer el código moral de su preferencia, y eso es siempre un error, con independencia de la calidad del tal código. Lo pasmoso es que muchos de los que dicen este tipo de cosas hablan también de sociedad civil, como se ve, no se privan de nada. No negaré yo que sean preferibles ciertos valores, los cristianos, sin ir más lejos, a muchos de los que son dominantes en la sociedad española de ahora mismo, pero no creo que esa sea tarea del PP, francamente. El PP bien haría en apartarse cuanto pueda de este género de individuos que todo lo confunden, pero tal vez sea mucho pedir.
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Manos a la obra


Una de las cosas que más sorprenden en la política española es que el descrédito del gobierno, el más amplio y fundado en lo que llevamos de democracia, no va acompañado de un incremento significativo de ilusión o de esperanza en la alternativa. Frente a ello, nada más fácil que decir que la oposición y su líder no lo están haciendo bien. Sin negar este aspecto del problema, sería bueno preguntarse por las razones más hondas, si es que las hay, que sean capaces de explicar la desesperanza y el conformismo de los electores.
Pese al carácter berroqueño del voto de izquierda, la verdadera razón reside en que una gran mayoría de los electores, de izquierda y de derecha, está acostumbrada a que el gobierno y los políticos lo sean todo, a que no haya nada en el espacio público que no sea política partidista. Entre quienes pretenden hacernos creer que poseen las llaves del Paraíso, y el que las políticas de unos y de otros sean con frecuencia indiscernibles, el interés por la política ha llegado a ser el que es, de manera que la gente se queja de lo que va evidentemente mal, pero no se entusiasma con nada de lo que pudiera sustituirlo. Por eso, aunque la oposición se oponga, lo mismo da si lo hace con fiereza que si lo lleva con parsimonia, no se generan novedades en que los ciudadanos puedan depositar sus esperanzas.
El enorme peso de los poderes públicos hace que los españoles nos hayamos acostumbrado a esperar casi todo de los distintos gobiernos, y que los políticos se hayan dedicado a prometernos el oro y el moro. Frente a esta situación en que cualquier iniciativa se subordina a la razón política, y en la que la oposición pretende que cualquier esperanza dependa de su llegada al poder, la sociedad se adormece, se inhibe y ello trae consigo la disminución radical de cualquier posibilidad real de hacer que las cosas cambien de verdad y, en consecuencia, también en política.
Lo que se puede reprochar a la oposición es precisamente su parvedad a la hora de sembrar esperanza, su dedicación exclusiva a la crítica y/o a la política rutinaria. Lo curioso es que la alternativa política no hable de estas cosas por miedo a perder votos, que no diga que solo trabajando más, siendo más valientes, creativos y arriesgados podremos hacer una sociedad más rica y competitiva. Cuando la derecha se dedica a superar el populismo de la izquierda, está cavando su propia tumba, esa cultura política predominante en España y que nos distingue con nitidez no ya del mundo sino del resto de Europa. Mientras el PP no se atreva a sostener que, por ejemplo, los sindicatos se queden sin subvenciones, como sucede en Alemania, o que los partidos, vivan de las cuotas de sus afiliados, lo que haría, por cierto, que pudiesen empezar a ser internamente democráticos, como quiere la Constitución, los ciudadanos que lo prefieran lo seguirán haciendo por falsas razones, por motivos puramente negativos, y no se dignarán creer que pueda representar una alternativa realmente nueva y atractiva, que puedan atreverse a arreglar la justicia o la educación, por poner ejemplos obvios. El PP debiera saber que una victoria sin programas orientados en esa línea será siempre una victoria pírrica, que gobernará, si es que llega a ello, atenazado por sus adversarios y que, en mucho menos de dos legislaturas, le estarán llamando de todo a calles llenas. A veces se oye decir que si los políticos le dijesen la verdad a los ciudadanos perderían completamente su apoyo, no ganarían nunca las elecciones, y que esta es precisamente la causa de la atonía de la oposición. Me parece que esto pone en funcionamiento una versión bastante idiota de la estrategia de poner el carro delante de los bueyes.
Claro está que poner en píe una alternativa distinta no es sólo tarea de los políticos, ni siquiera es tarea primordial de ellos, porque siempre preferirán subirse a un carro en marcha que empezar a empujarlo cuando parece inamovible. Somos los ciudadanos los que tennos que agitar el panorama y empezar a crear una sociedad distinta, una nueva realidad económica que solo será posible con iniciativas imaginativas y atrevidas, que a veces fracasarán pero otras muchas saldrán adelante. Los ciudadanos tiene que darse cuenta de que, además de imposible, una vida en la que no todo se reduzca a conseguir un salario público o a obtener los favores de cualquier baranda, tiene que ser forzosamente aburrida, detestable. Es obvio que los aparatos políticos han creado la situación en que muchos esperan vivir de la sopa boba de las administraciones, muchos sí, pero no todos.
Los españoles no podemos permitirnos el lujo de perecer a causa de la suma incompetencia del gobierno y de la escasa diligencia de la oposición. Urge que dejemos de pensar en soluciones que nos lleguen desde arriba y que comencemos a pensar no en qué puede hacer el gobierno, sino en qué podemos hacer por este país tan desafortunado y, naturalmente, por nosotros mismos, así que ¡manos a la obra!
[Publicado en Gaceta]

La democracia, treinta años después

Las democracias modernas se caracterizan por la enorme importancia que llega a adquirir la mediación de los distintos sistemas de representación, de manera que el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo es el nombre de un ideal que no puede considerarse sin cierto grado de eufemismo. Precisamente para paliar en cierto modo ese carácter deformador de los sistemas de representación, los teóricos de la política han insistido en la gran importancia que hay que otorgar a la poliarquía si queremos que sigan existiendo formas de gobierno como las de las democracias liberales. Cuando en una democracia hay pugna entre un buen número de instituciones y de personas, podemos estar seguros de que la libertad política está garantizada y que su ejercicio producirá efectos beneficiosos en el sistema. Cuando, por el contrario, con la excusa de la eficacia, con la disculpa de las urgencias, o con el amparo que fuere, se impide la poliarquía, podemos estar ciertos de que esa democracia camina hacia su propia disolución, se hará, tarde o temprano el hara-kiri, tal vez no en forma espectacular pero sí de manera efectiva. La poliarquía es el único recurso al que podemos acudir para asegurar la continuidad de las democracias liberales, de los sistemas que son realmente sensibles a la opinión, y cuyos gobiernos aceptan su destituibilidad por medios enteramente pacíficos. Pues bien, el nivel de poliarquía en España no ha sido nunca alto, pero se encuentra en un proceso acelerado de descenso, próximo a la mera extinción.
Los estados son muy poderosos, y los gobiernos manejan con soltura una enorme cantidad de recursos capaces de manipular de manera certera las opiniones y los sentimientos de la mayoría, lo que da lugar a que la democracia se subvierta, pues no es ya la voluntad de los ciudadanos quien legitima al poder, sino el poder quien construye una voluntad ciudadana a su imagen y semejanza. Ello pone muy en riesgo al poder político de dejarse seducir por los encantos y la eficacia del absolutismo, tanto más cuando se puede pretender que se trata de un absolutismo de la propia voluntad popular, un ejercicio de la soberanía ultima que reside en los ciudadanos.
El correlato más visible de todos estos movimientos en el subsuelo de la política es la tendencia a entronizar al líder político, a convertirlo en algo más que un representante de la voluntad pasajera de una mayoría, a tratarlo como a un Cesar, a una personificación de la divinidad. Lógicamente, la dinámica de los medios de comunicación no hace sino intensificar esa tendencia a la divinización del líder convertido en ícono carismático capaz de resolver, por su mera aparición, toda suerte de contradicciones, de allanar cualquier clase de dificultades. La política entra así en un reino en el que las imágenes sustituyen a los argumentos y los sueños a los proyectos, con un resultado de entontecimiento colectivo.
Me parece que la tendencia de los partidos a simular lo que realmente deberían hacer, a sustituir los congresos por convenciones, a amañar los mítines populares para que parezcan actos de una campaña puramente publicitaria, es una consecuencia de su renuncia a ejercer la política democrática, a enriquecer el debate de ideas, un instrumento más para alcanzar el objetivo de minimizar la conflictividad social que pudieran generar una discusión más abierta de sus proyectos, en el caso de que pudieran hacerse más explícitos. Pero lo más grave ocurre cuando se da un paso más, y no solo sucede que los partidos disimulen sus intenciones, sino que, a base de especializarse en tácticas de simulación, acaban realmente por no tenerlas. La conquista del poder se convierte entonces en el único móvil de sus acciones, el programa no importa en absoluto, hasta el punto de que se consienta que determinados líderes locales o regionales ejecuten programas de hecho contrarios a los principios que se dice defender; en esta situación, lo único que importa a los partidos es lograr el grado más alto posible de desprestigio del adversario, sin importar para nada la zafiedad intelectual y moral con la que se emprenden determinadas campañas de acoso al rival.
Treinta años después de iniciar con ilusión una democracia, los españoles contemplamos con cierto asco el desmoronamiento de nuestras esperanzas. Los partidos lo ocupan todo, el legislativo es un mero apéndice del ejecutivo, y el poder judicial se prostituye acudiendo raudo en auxilio del vencedor, digan lo que digan las leyes. La sociedad civil apenas existe. Es una situación terrible porque afecta también, de manera que sería escandaloso negar, a los medios de comunicación en la medida en que, renunciando a su independencia, se olvidan de dar información y se dedican a edulcorar las noticias que convienen a sus dueños, legales o reales. A quienes creemos en la libertad, nos queda todo un mundo por conquistar, pero será una tarea larga y trabajosa. 
[Publicado en El Confidencial]

Esto no es América

A raíz de la aparición del Tea Party en el panorama político de los EEUU, han abundado los comentarios sobre la posibilidad de que en España pudiese darse algo parecido. Independientemente del juicio político que se reserve al fenómeno, parece obvio que nuestra sociedad no está en condiciones de crear y potenciar grupos políticos fuera del control de los partidos existentes, lo que no creo deba considerarse ni virtud ni mérito.
España ha venido siendo, al menos desde el siglo XIX, el país de las revoluciones desde arriba, una sociedad en la que lo público goza de un enorme poder y de una autoridad incontestable. Más allá de los tópicos folclóricos que nos han dibujado como un país de Quijotes, de individualistas y anarquistas, la verdad es que nada se ha hecho en España sin voluntad del poder constituido. Basta pensar en la crueldad y la duración de las guerras carlistas para comprender que el pueblo ha servido en España como munición, nunca como vanguardia.
La democracia, al menos teóricamente, podría haber traído consigo un cambio en esta dinámica, pero, sin que pueda negarse que se instauró con el aplauso del público, todos los pasos que se han dado desde 1975 han sido en interés de las minorías políticas, de los partidos y los grupos que se han encargado de controlar la situación. En consecuencia, desde el momento en que los partidos y los nuevos poderes fácticos, la monarquía, el dinero, los poderes mediáticos, y poco más, se sintieron legitimados por un consenso ciudadano muy amplio e indiscutido, ninguno de ellos ha hecho nada para que la democracia pueda ampliar su campo de juego; por el contrario, se han opuesto con buenas o malas razones a cualquier reforma que pudiese amenazar el statu-quo, o poner en duda la legitimidad y eficacia del tinglado. Por su parte, los ciudadanos han llevado con paciencia esta situación, en parte por confundirla con la democracia misma, pero también en la medida en que el sistema había venido siendo razonablemente eficaz para resolver los problemas comunes.
Todo este peculiar consenso se ha puesto seriamente en duda, sobre todo, tras la victoria de Zapatero y el rumbo que ha conferido a la política que se caracteriza, a mi modo de ver, por tres novedades esenciales. En primer lugar, por mostrar una ineficiencia pasmosa frente a la crisis económica, al tiempo que se continuaba practicando una política de gasto realmente insostenible. En segundo lugar, por exacerbar las tensiones territoriales al promover un nuevo Estatuto para Cataluña que, a la postre, se ha mostrado como esencialmente insostenible e inconstitucional y ha traído, además, una deriva absurdamente imitativa en otras regiones, con el resultado final de que buena parte del público haya caído en la cuenta de que el sistema no es solo políticamente peligroso, sino económicamente insostenible. Por último, aunque tal vez lo más importante, el que los políticos se hayan extralimitado en sus responsabilidades adentrándose en terrenos que la mayor parte de los ciudadanos creían poder gozar de lo que Constant llamó la libertad de los modernos, su capacidad para hacer de su capa un sayo, cuando les plazca, la soberanía absoluta en su vida privada, que es la única que realmente interesa a la mayoría. Pero el gobierno zapateril, escaso de éxitos en otros sectores, ha decidido contentar a sus fanes más doctrinarios y antiliberales promulgando leyes sobre cómo se fuma, cómo se bebe, qué se cree, cómo se piensa, cómo se matrimonia o se fornica, es decir, se ha puesto a intervenir la conciencia moral de los ciudadanos, de modo que muchos han percibido por primera vez al poder político como un intruso sin verdadero derecho a hacer las cosas que hace.
En EEUU, los electores se encalabrinan por los impuestos, aunque no protestan si se les prohíbe fumar; en España es distinto, porque los impuestos suelen ser ignorados por quien los padece (gran habilidad de hacendistas y socialdemócratas), mientras que el personal se encocora si le reglamentan lo que aprecia como su real gana.
Todo ello ha atizado un sentimiento oscuro frente a los partidos, frente a los privilegios de la Banca y de los poderosos, frente al abuso de los nacionalistas, frente a las extralimitaciones del Gobierno, un rechazo que comenzó con la creación de nuevos grupos políticos, y que ahora está a la espera de cristalización. Se trata de un caldo de cultivo que, por primera vez, no se ha cocinado en Palacio, que expresa el descontento con un sistema demasiado ensimismado y suficiente.
No creo que la cosa se vaya a parar como de repente, y dudo de la capacidad de adaptación de las maquinarias de los partidos, de manera que, a medio y largo plazo, tal vez nos enfrentemos a una crisis seria del sistema, que no podrá continuar en píe con un desafecto creciente y con una economía que nos asfixia. Se trata de un reto, y no solo para la derecha, aunque sí, sobre todo, para ella.
[Publicado en El Confidencial]

¿Hay alguien ahí?

La democracia produce siempre la impresión de que todo está ya decidido. Son muchos los que actúan en elecciones dándolo por hecho: la inmensidad de los que se abstienen que, si pudiesen ser homologados positivamente,  constituirían casi siempre el partido más votado.

El ciudadano se siente impotente ante el espectáculo. ¿Qué puedo hacer yo, piensa, frente a los miles de funcionarios y de políticos profesionales y contra los fortísimos intereses que mueven ese tinglado lejano y difícil de comprender que ahora llamamos Europa, por ejemplo?

Se trata, sin duda, de una sensación apropiada al caso. De hecho, cuando alguien se aleja de la vida política experimenta una sensación muy similar, y cae en la cuenta de que las cosas que le movían, le aburren, y que quienes le parecían amigos y dignos de admiración, han pasado a ser personajes completamente ajenos a su existencia.  

Y, sin embargo, por detrás de toda esa turbamulta de las campañas, se mueve algo que, en ningún caso, debiera dejar de interesarnos. Es el curso de un río voluminoso que no sabemos a dónde va, es el futuro que pasa ante nosotros y nos pregunta: ¿y tú, qué harías? Y nuestra respuesta, la que sea, la de votar o la de abstenerse, la de votar a favor o votar en contra, la de elegir, sí que tiene consecuencias. A veces no sabemos medirlas, pero las tiene.

Lo que podemos reprochar a nuestra clase política es que confunda tanto sus asuntos con los nuestros, su acceso al poder con nuestro bienestar, sus pequeñas batallas con eso que los pensadores clásicos llamaron el bien común, un ideal que tantos se empeñan en negar, para que tomemos por tal, únicamente, lo que a ellos interesa.

La confusión deliberada entre los actores y el libreto es exasperante. La sociedad del espectáculo ha llevado esa identificación al paroxismo, y a la mera necedad. Que un grupo de creadores culturales (los de la ceja) se haya prestado a hacer mimos para apoyar a ZP, da muestra de un grado de disolución verdaderamente patético. Que algún rival haya hecho el chiste de “menos ceja y más Oreja”, no es menos lamentable: recuerda esa historia, mil veces repetida, de nuestros peliculeros que, a la hora de vender un bodrio, se dirigen a los atónitos espectadores y les cuentan aquello de “¡qué bien lo hemos pasado en el rodaje!”, como si esa diversión suya nos diera algún motivo para reír, o nos hiciera más capaces de soportar el tostón que pretenden endosarnos.

Muchos sienten impotencia y rabia al comprobar cómo los grandes partidos parecen ajenos a sus preocupaciones, o se dedican a simular que no lo son. Algunos se lanzan a la aventura de crear un nuevo partido, o acarician la idea de hacerlo con la esperanza ingenua de evitar esa clase de lacras en sus formaciones. Me encantaría que lo consiguieran, pero temo que equivocan el diagnóstico. La batalla pendiente para quienes sienten que la política democrática debería ser de otra manera, habrá que darla en la sociedad civil y en el interior de los partidos. Allí es difícil, pero es posible. Fuera parecerá fácil, pero seguramente será una ilusión.

En el seno de los partidos está el terreno de conquista, el espacio en el que se podrán modificar algunas de las cosas que no nos gustan. Es cierto que se trata de un terreno parecido al del salvaje oeste, con sus jueces de la horca y todo, pero es allí donde hay que pelear por una política más cercana a los ciudadanos, menos gratuitamente maniquea, más seria en el análisis de las cosas, menos abandonada a los trucos del comunicador de turno, o del gurú sempiterno, que de todo hay en la viña del señor.

La gente que se irrita con la burocratización de los partidos, con su patrimonialización de la democracia,  con su solipsismo y su arrogancia, suele pedir que se cambien las instituciones, que haya listas abiertas, distritos personales, toda clase de buenas ideas. A parte de que se trata de ideas discutibles y que, en cualquier caso, no obtendrían resultados mágicos, nunca podrán salir adelante si en la sociedad y en los partidos no hay vitalidad, participación, análisis, democracia. Y eso no depende sino de los ciudadanos, de los que quieran conseguirlo. Otra cosa es que sea gratis, que no lo es, pero es la batalla que merece la pena dar cuando, como sucede entre nosotros, las reglas del juego están suficientemente claras y son mínimamente razonables.

La democracia es mucho más aburrida y costosa de lo que sería en el país de las maravillas, pero cuando admiramos los frutos que otros obtienen, que haya podido surgir un líder como Obama, por ejemplo, no pensemos en sus instituciones, sino en el temple de su gente, en la disposición a poner tiempo, energía y dinero para que sus ideas salgan adelante, y en su lucha desde abajo, que es constante, y no solo en campaña. Aquí la mayoría de los partidos solo son interesantes si se está arriba, por eso hay que renovarlos y eso solo es posible sin empeñarse en empezar la casa por el tejado.   

[Publicado en El Confidencial]