La Virgen de agosto

El verano es esa estación que parece interminable y que, paradójicamente, tiene un punto medio, este 15 de agosto en que se celebra la festividad de la Asunción de Santa María.
El verano es una estación más corporal que el invierno que tiene más vocación de retiro, de interior; es la epifanía de los cuerpos y se hace fácil el olvido del alma, eso que trata de recordarnos la fiesta de la Virgen, de la mujer que le prestó sus entrañas a nada menos que todo un Dios.
Estaba dándole vueltas a esto del cuerpo y el alma, que es una de mis manías, digamos, intelectuales, cuando me he encontrado a un viejo conocido con aspecto de estar realmente perdido en medio de tanto sol, de tanta luz y tanta algarabía. Apenas un minuto y me estaba contando lo que le pasaba, que se había quedado viudo, que, aunque no lo dijese así, estaba demediado, sin cuerpo y sin alma, haciendo por vivir, porque a vida le parecía una obligación, no precisamente un placer.
La vida, un buen tema, sin duda, siempre repetido y siempre nuevo. Mi conocido me habló de sus seis hijos y de sus trece nietos, y yo le mostré mi envidia, le dije que no tenía derecho a quejarse. Me respondió que no se quejaba, y se fue por la calle abajo con esa sensación de desamparo que solo se advierte en quienes han querido mucho.
Ese quedarse solo es, sin duda, una antesala de la máxima soledad, de la muerte, una estación desconocida a la que este hombre se enfrenta seguramente sin prisa, pero sin temor. Me lo encontré en la iglesia, imagino que buscando consuelo, alimentando alguna esperanza en el reencuentro. No creo que la fe sea algo muy distinto de esa esperanza que trata de sobreponerse a la muerte y a la soledad.