Conducir por tí

Veo en el Washington Post que algunos padres en los EEEU están instalando cámaras en los coches de sus hijos para poder controlarlos en el caso del que el coche haga algo raro, acelerar bruscamente, girar más deprisa de lo debido etc. La aplicación puede ser sorprendente, pero el uso parece un poco espantoso. 
El amor filial, como todos los amores si se desmiden, puede producir sus monstruos. El afán de control de lo ajeno es siempre un poco patológico, aunque ese ajeno sea nada menos que carne de nuestra carne. Yo recuerdo con inmensa gratitud la libertad que supieron darme mis padres en un momento en el que la libertad estaba escasamente de moda. A mi manera, he procurado hacer lo mismo, pero podría resultar que eso fuese una irresponsabilidad. No lo creo. Me temo, más bien, que las posibilidades que nos brinda la tecnología se pervierten cuando en lugar de servir para hacer el mundo más interesante y nuestro conocimiento más ágil y sencillo se convierten en garlitos, en trampas. Desgraciadamente hay situaciones en que los controles parecen necesarios, pero nada hay más absurdo que el exceso en estas materias. Aunque sea con los mejores propósitos.

La lectura y los muleros

Hace un par de días vi en la tele a Alberto Mangel cuya Historia de la lectura se tiene comúnmente  por  un auténtico monumento cultural. Estaba para comentar una novela que acaba de publicar Todos los hombres son mentirosos, lo que certifica una vez más que ningún erudito argentino puede evitar la tentación literaria. Aparte del regusto paradójico del título y de la innegable sabiduría literaria de Mangel, el hábil entrevistador no pudo evitar preguntarle por el porvenir del libro, a lo que se ve, tan amenazado. A Mangel le parece que está asegurado, que el producto es tan bueno que es imposible que nada le sustituya. Esta es una opinión que resulta un signo de identidad de los hombres cultos, de esos que abominan del mundo trivial y plano de la tecnología. Pues bien, con todo lo que sabe Mangel, al que, muy sinceramente admiro, tengo que decir que me parece incurrir en un vicio hipócrita que oculta, entre otras cosas, el interés de cuantos viven, y no son pocos, de la industria editorial tal como está. Me parece bien que cada cual cuide de lo suyo, pero confundir el libro, tal como lo conocemos,  con la lectura, con la ciencia o con la cultura es un error y puede ser un crimen. Seguramente no he leído tanto como Mangel, pero  no le voy a ceder a nadie en amor a  la literatura, la filosofía o la erudición. Precisamentepor eso soy un fervoroso partidario de los libros electrónicos o e-book. Hace ya casi un año me compré un Papyre (producto foráneo, imagino que chino, con marca española) y creo que ahora ya se venden en el Carrefour. Luego he tenido la ocasión de comprar  alguno más, para mis hijos y para algunos amigos, y tengo que decir que me parece la compra más útil e inteligente que he hecho en mi vida. Estoy feliz, leo con enorme facilidad y sin ningún cansancio y, además, no he hecho ninguna descarga de esas que se tiene por ilegales. Son tantas las cosas legales y excelentes a las que se puede acceder de manera simple e inmediata que no hay ninguna necesidad de hacer cosas de esas que no les gustan a quienes todos sabemos. Naturalmente sigo comprando y leyendo libros de papel, pero sueño con el día en que pueda acceder a cualquier libro a través de mi lector. Eso va a llegar, más pronto que tarde, aunque algunos editores pongan el mismo tipo de pegas que los muleros pusieron al despliegue del ferrocarril. Otro día les cuento más.  

Arthur Clarke, tecnología y optimismo

Sir Arthur Charles Clarke (1917-2008) perteneció a esa rara estirpe de escritores capaces de aunar una fuerte capacidad de fabulación con una importante vocación teórica.  Desde su juventud fue un lector apasionado de los pulp de ciencia ficción que le llegaban de Estados Unidos y frecuentó la lectura de autores como Julio Verne y su compatriota H. G. Wells con cuya obra guarda cierto paralelismo. Ambos han sido profetas tecnológicos de cierta solvencia. Si Wells anticipó las posibilidades de una red mundial de información basada en microfichas compartidas, también se afirma que un relato clarkiano de 1964,  Dial F for Frankenstein, le sirvió a Tim Berners-Lee de inspiración para poner en marcha la World Wide Web in 1989.

Aunque Clarke ha sido, sobre todo, un gran narrador, su fama más específica le llegó, tal vez, por su notable capacidad de predicción, es decir por su calidad como divulgador científico y por su atrevimiento para sugerir cambios en el futuro, alguno de los cuales se ha hecho realidad en forma más o menos similar a lo que él imaginó.  Me parece que lo mejor del espíritu de Clarke está en su apuesta decidida por la invención y su optimismo sobre los beneficios sociales de los diferentes inventos. Como Dyson, Clarke creía que la afición y el entusiasmo son los motores más eficaces del desarrollo tecnológico, de la invención y, también como Dyson, era partidario de que los investigadores pudieran embarcarse en pequeños planes susceptibles de fracaso porque solo esa libertad les podría garantizar, aunque no siempre, desde luego, el éxito. Clarke defendió los efectos positivos del despliegue universal de las tecnologías de la información denunciando el catastrofismo de quienes se oponen a su desarrollo con razones inspiradas en la desconfianza y el temor a la confusión. Tampoco simpatizaba con los malos augurios de los que pretendían parar el progreso tecnológico con el argumento del calentamiento global. 

Clarke era consciente de que vivimos en una época en la que a un experto que afirma cualquier cosa siempre se le puede oponer otro igualmente experto para afirmar la contraria, pero no tenía ningún miedo a los efectos de esa dificultad sobreañadida, porque la parecía que la polución informativa siempre sería preferible a la ausencia o a las restricciones y manipulaciones políticas de la información. Sabía que, aunque la tecnología pudiera confundirse con la magia,  su fundamento está en el conocimiento, no en la superchería y, frente a las críticas de tantos intelectuales exquisitos, siempre defendió los valores que, por ejemplo, se han podido generalizar gracias a la televisión, un invento que, en su opinión, ha hecho más que nadie por la unidad del mundo.  Clarke distinguía con toda nitidez la información, el conocimiento y la sabiduría y sabía que la información es el primer paso, pero siempre hace falta ir más allá. Creo que eso es lo que ha querido decirnos con el epitafio que encargó y que expresa su ideal de humanidad: “He never grew up; but he never stopped growing”.