Los españoles hablamos cada vez peor, y me incluyo. La cosa no sería preocupante si no supusiese un desprecio por la finura del pensamiento, una cualidad que perece irremisiblemente perdida con la abundancia de patadas a la lengua que todos recibimos en la cabeza. Alguna vez me he propuesto hacer una especie de registro sistemático de esas agresiones, pero, además de carecer de la debida autoridad, la tarea se me ha antojado infinita. Me subo por las paredes, y perdón por la frase hecha, cuando escucho o leo, menos frecuentemente, a alguno de nuestros maestros de conciencia, los periodistas, los tertulianos, los políticos, los catedráticos, decir barbaridades o meras tonterías. No puedo apartar de mi cabeza que quien así habla, así pensará. Lo que me trae verdadera preocupación es comprobar que, en ocasiones, estoy de acuerdo con lo que el bárbaro de turno ha creído decir: caigo entonces en profundas cavilaciones preguntándome si mis ideas no serán tan torpes y desaliñadas como sus expresiones. En suma, es un tormento para cualquier persona mínimamente instruida, es decir, de alguna edad, porque he comprobado que los jóvenes carecen ya de la menor sensibilidad en esta clase de asuntos. Seré que soy más mayor que ellos, como decía anoche uno de esos filósofos radiofónicos que van por el mundo predicando las luces. A este mendrugo, perito en exageraciones, no le bastó con decir que era mayor que sus contertulios, todos ellos mozalbetes, sino que hubo de enfatizar, según su costumbre, para proclamarse más mayor. Escuchar esa precisa memez fue para mí como recibir un latigazo, porque, para mi desgracia, tiendo a creer que coincido, aunque no siempre, con las opiniones que manosea el mastuerzo.
[Publicado en Gaceta de los negocios]