Una de las características que hacen interesantes, y peligrosas, a las personas es nuestra capacidad de disimulo, de mentir. Se trata de una amenaza que pende siempre sobre las relaciones humanas que, a medida que se hacen íntimas, tienden a consagrar un ambiente de confianza, de sinceridad, una atmósfera que, como todos sabemos, resulta arduo mantener. Curiosamente, lo que es válido en la vida común, no se puede aplicar inmediatamente a la política, por la sencilla razón de que el poder, por muy democrático que sea, tiende siempre a ocultarse y, con frecuencia, a mentir descaradamente. Revel decía, acaso con un punto de exageración, que la mentira es la primera de las fuerzas que rigen el mundo.
Una vieja canción infantil, ensartaba con humor unos embustes increíbles: “Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas, tralará”. Al evocarla, pienso con frecuencia que podía verse como una poetización de la vida política en la que las mentiras se dicen con idéntico desparpajo. La mentira en política es un hecho tan cotidiano que nos obliga a preguntarnos si nos gusta que nos engañen.
Los amantes del cine recordarán el título de una excelente película de Steven Soderbergh, Sex, lies and videotapes; en ella, una memorable Andy McDowell descubría un chantaje emocional y el negocio que sus próximos hacían a costa de su engaño y, pese a estar enamorada, castigaba con el abandono a su pareja. Pues bien, lo notable es que esta conducta tan normal en la vida común no rige en la vida pública, seguramente porque es muy difícil ser independiente y comportarse de manera racional cuando se tiene interés por la política. Algo más fácil es ser indiferente y abstenerse, como lo prueba el alto número de ciudadanos que prescinden de su voto por unas u otras razones.
Este verano está siendo un vivero inagotable de mentiras de primer orden, de aquellas que casi no evitan el parecerlo. Por ejemplo, todo el proceso desencadenado en Madrid para desmontar a un tal Tomás, y no digo más, puede considerarse como un legítimo intento de presentar un rival de fuste a la presidenta Aguirre, pero se ha ofrecido como prueba de vitalidad del socialismo madrileño, como garantía de democracia interna, hasta el punto de que Trinidad Jiménez haya dicho, sin inmutarse, que Zapatero no había tenido nada que ver con todo esto, que su candidatura responde a un largo proceso de maduración y debate en el seno del partido, y nosotros sin enterarnos.
¿Es que de repente la bella Trini se ha vuelto mentirosa? En ningún caso: lleva un largo proceso de aprendizaje, como corresponde a una política que, pese a su juventud, ya ha gastado largos años al servicio de la propaganda. Basta con echar un vistazo a sus servicios en Sanidad. Vacuna Jiménez no ha tenido la más mínima duda en exagerar la importancia de la gripe A con el discutible propósito de hacer más relevante el cargo que desempeña, una cartera prácticamente virtual porque la sanidad está completamente transferida. Un político de su talla no puede conformarse con un marbete sin contenido, de manera que la gigantesca empresa de vacunación que concibió ha sido seguramente la más cara y más necia de las campañas de imagen.
Si lo pensásemos bien, deberíamos estar profundamente irritados ante tanta evidencia de que los políticos nos toman por tontos, de manera que debe haber una explicación para tanta complacencia boba con mentiras tan de bulto como las de Vacuna Jiménez. Los políticos no mentirían si no les resultase conveniente, si no supiesen que sigue existiendo un número suficiente de personas dispuestas a creerlos. Se trata, pues, de nuestra credulidad, de una candidez interesada y fingida, que funciona aunque esos creyentes sepan, y lo saben con frecuencia, que la verdad es que el rey está desnudo.
La mentira política es una manera de colocarse más allá del bien y del mal, de sustraerse a cualquier control. Son muchos los que piensan que ellos también se benefician de ese privilegio del poder absoluto, aunque solo unos pocos saquen alguna ventaja tangible del embuste. La mentira es un instrumento de discriminación, una manera de reconocer a los fieles, a los incondicionales. La tolerancia de los ciudadanos hace que los políticos tiendan a pensar que todo consiste en salir del paso, y que en política no se cumple aquello de que se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo. Mentir, por si acaso, se convierte en norma de prudencia elemental: no vaya a ser que la gente se entere y lo pasemos mal.
Rubalcaba aumentó su bien merecida fama el día que, en plena jornada de reflexión, aseguró que merecíamos un Gobierno que no mintiese. Rubalcaba no estaba dando una lección de ética, sino que le convenía llamar mentiroso al PP para derrotarle con mayor facilidad, y no hubo más. Como Rubalcaba, los políticos mentirán mientras calculen que la mentira es rentable y que todavía les queda algún crédito para emplearla a fondo. Eso es todo.