Las democracias europeas posteriores a la derrota alemana de 1945 se estructuraron sobre la base de conceder a los partidos políticos un papel constitucional muy relevante. En España, tras la Constitución de 1978, se hizo exactamente lo mismo, reconocer a partidos y sindicatos un papel institucional imprescindible en el edificio del sistema político. La consecuencia principal de esta opción ha sido que tanto los partidos como los sindicatos han dejado de ser, como lo son de hecho en muchos aspectos, meras asociaciones privadas para constituirse en entidades que administran derechos políticos fundamentales, un extraño mixto en la realidad. En su virtud, partidos y sindicatos pudieron acceder a medios nada pequeños de financiación pública, en lugar de mantenerse, como exigiría una lógica más coherente, como instituciones que se financian por sus afiliados y seguidores, de forma tal que se produce el extraño fenómeno de que quienes están destinados a controlar los poderes del Estado son directamente financiados por éste, con los riesgos evidentes que esa operación ha de conllevar.
La única solución a esta flagrante contradicción es que partidos y sindicatos practiquen ellos mismos la transparencia que debieran exigir a las administraciones públicas en aras del buen gobierno, la justicia y la decencia. Una ley debiera hacerlo obligatorio, pero en tanto no exista esa ley, partidos y sindicatos deberían poner a salvo su honorabilidad explicando a sus afiliados y a todos los ciudadanos, cómo obtienen sus fondos, quién o quiénes se los proporcionan, qué uso hacen de ellos, cómo los invierten y los gastan, porque esa información es absolutamente esencial si los partidos y los sindicatos quieren que se les crea, si aspiran a formar parte de la solución a los problemas de la democracia, y quieren dejar de ser el núcleo mismo de esos problemas.