Hoy se inaugura oficialmente el nuevo trazado de alta velocidad que une Madrid con Valencia, sin duda alguna, el que debió hacerse primero de todos, en buena lógica. Hace dieciocho años se inauguró la línea del Madrid- Sevilla, la ciudad de Felipe González, que muy bien podía haber esperado hasta ahora, y en medio el Madrid- Zaragoza-Barcelona y esa medianía que es el Madrid Valladolid. La propaganda política, de derechas y de izquierdas, ha sido hoy unánime: una gran obra, fruto de la unidad, la mayor red europea y patatín-patatán. Sin embargo, se debería imponer una reflexión sobre el enorme gasto público que ha supuesto esta clase de infraestructuras y sobre si sus beneficios, de todo tipo, justifican el disparate inversor.
Como convendría que nos acostumbrásemos a poner en dudas las grandes afirmaciones de los políticos, apuntaré tres objeciones de fondo a la manera en que se ha desarrollado la alta velocidad en España:
En primer lugar la elección caprichosa de las líneas; el buen sentido establece que las líneas a las que hay que dar prioridad son las que obtengan mejor índice sumando los habitantes de las cabeceras y la inversa de la distancia. El orden debería haber sido Madrid-Valencia, Valencia-Barcelona, Madrid-Barcelona y, muy al final, Madrid-Sevilla. De cualquier modo, la nueva línea a Valencia no tendría que haber pasado por Cuenca, y es completamente disparatado el nuevo trazado, de Cuenca a Albacete, para unir ambas metrópolis, cuando Albacete tenía ya una excelente comunicación con Madrid por ferrocarril y carretera (la nueva vía es, además, más larga que la existente, que es el mejor trazado convencional de España). Así se ha conseguido, otra de las genialidades que hay que atribuir a Bono, que todas las capitales de Castilla la Mancha tengan servicio de alta velocidad, gran proeza perfectamente estúpida, propia de nuevo rico, insigne necedad política. Mientras, Valencia y Barcelona carecen, todavía, de una vía doble en condiciones en numerosos puntos del trayecto.
La segunda objeción tiene que ver con que se engaña al público sobre los costes reales del conjunto de la inversión, lo que hace que, en ningún caso, sea rentable una línea de alta velocidad exclusivamente para viajeros, porque, casi nunca lo son a corto plazo, ni siquiera olvidándonos de la necesidad de retribuir el capital empleado en la construcción.
En tercer lugar, la extensión de la alta velocidad ha sido contemporánea de un hundimiento casi definitivo del transporte ferroviario de mercancías, que debiera haber sido la mayor preocupación de la política ferroviaria, y de un gran deterioro del nivel de mantenimiento del ferrocarril convencional; no es un objetivo fácil, desde luego, pero el monocultivo de la alta velocidad que se presenta como el bálsamo de Fierabrás del ferrocarril español ha sido, más bien, un veneno letal y de acción bastante rápida.
Es necesario rectificar, no sea que algún día descubramos que nuestra política de alta velocidad ha sido una barbaridad tan grande como la de los sueldos de los controladores.