Estas navidades beberé champán

Soy el tipo menos alcohólico que conozco, pero estas navidades compraré Freixenet para brindar por su dueño. No tanto porque siendo catalán de pura cepa se atreva a hacer propaganda a favor de la convivencia de todos los españoles en una España democrática y unida, sino por ser valiente, porque hay que serlo, y mucho, para enfrentarse a esos poderes mediocres, ombliguistas y tribales que quieren hacer que Cataluña sea su cortijo, aunque ya lo sea en buena medida. Hay que ir contra ellos, y el de Freixenet se ha atrevido a alzar su copa en favor de ese largo porcentaje de catalanes que no ven razones para dejar de ser españoles, en un viaje a ninguna parte y a las órdenes de un tramoyista burocrático que se cree un héroe político, sin dar un palo al agua y sin que se le desordene el tupé. ¡Brindemos todos con Freixenet, aunque sólo sea para compensar los ataques de los separatistas rabiosos! ¡Olé sus burbujas y sus bemoles, señor Bonet!
El WP, la lectura y las tabletas

La política y la cucaña

En España cunde la confusión de la política con la agenda del sistema, con los temas que nos proporciona la prensa, la actividad de las grandes máquinas institucionales, es decir, con una enorme abundancia de minucias. Quien quiera ejercer la política tiene que aprender a enfrentarse a horizontes de grandeza, a conflictos aparentemente irresolubles, a batallas de intereses, a operaciones de jibarización de la vida pública, a ortodoxias forzadas, absurdas y mentecatas. No estoy proponiendo ninguna revolución, la toma de Génova o de Ferraz, ni la fundación de un nuevo partido purista; estoy recordando, simplemente, que política es política,  y que esa actividad, que Burke consideraba la más noble de todas las humanas, no se puede ejercer de manera perpetuamente complaciente, ni con los electores, ni con los mediadores ni, menos que con nadie,  con los líderes de nuestro propio partido. Es cierto, pues, que las democracias de masas pueden adormecer a los políticos y esterilizar la política misma, algo de eso nos pasa, más a la derecha que a la izquierda, por cierto. Cuando se sustituye la política por la cucaña se puede acertar en la propia carrera, pero se comete un fraude moral de consecuencias desastrosas para la comunidad, y para la libertad, ese bien que tanta gente no sabe echar en falta. Lo dijo de manera inmejorable Pericles, hace ya mucho tiempo, el precio de la libertad es el valor. La política debiera ser una actividad de valientes, más aun en un país en el que abundan los perros guardianes que ladran y muerden a cualquiera que se atreve a ser mínimamente diferente, por supuesto a cualquiera que quiera alterar el orden establecido, sin demasiado brillo, por otra parte. 
¿derecho a la intimidad?

La rareza de los héroes

Ayer vi algunos fragmentos de Una trompeta lejana, la película de Raoul Walsh protagonizada por Troy Donahue y la bellísima Suzanne Pleshette. No recordaba que el tema de la película fuese, una vez más, el heroísmo del rebelde, la fidelidad a la propia conciencia y la capacidad de decir no al mero poder. Es llamativo el número de veces que esta historia, u otra semejante, se ofrece en la películas americanas, frecuentemente con militares como protagonistas. Ford o Eastwood, por citar los casos más obvios, han hecho unas cuantas, aunque los rebeldes de Eastwood sean más civiles que militares. En cambio, estaría dispuesto a apostar que apenas se ha tocado ese arquetipo en toda la historia del cine español, aunque es posible que haya alguna excepción que ahora no me viene a la cabeza. Ya puestos, me parece que pasa lo mismo con nuestra literatura, que no se nos han ocurrido ni héroes ni personajes ejemplares, tal vez con la excepción de Pérez Galdós y, algo menos y de otra manera, de Baroja. Es notable también que un arquetipo con ribetes heroicos como Don Quijote sea cruelmente vapuleado por Cervantes, aunque la cosa pueda leerse de varias maneras.
Uno de los héroes más atractivos de la novela española es, sin duda, Gabriel de Araceli: pues bien, cuando Garci hizo la película del 2 de mayo, con abundante dinero de la Comunidad, cometió la tropelía de convertir al bueno de Gabrielillo en una especie de pillo, en una mezcla de progre y picha brava. Supongo que a don Benito se le habrá indignado desde la eternidad y yo pasé por un momento de ira que creí que iba a ser incurable, pero todo se pasa. Con tradiciones como estas ¿quién se atreve a pedir, por ejemplo, políticos admirables, honestos, patriotas, sacrificados, ejemplares, en último término?
Nuestra cultura es de pillos y de rameras, de listos y charlatanes, y así nos va.

La cobardía y la libertad

Una de las cosas que producen mayor desconsuelo cuando se contempla la situación española es la falta de coraje y de valor de quienes están institucionalmente obligados a tenerlo, de los jueces, por ejemplo, pero también de los políticos, de los periodistas, y de infinidad de ciudadanos que no se atreven a defender lo que piensan, que prefieren la vergüenza de ser cobardes al temor de exponerse a represalias por vivir libremente y sin miedos.

Es terrible que se pueda pensar que los retrasos en la publicación de la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña se deban, en último término, al temor que los jueces puedan sentir tanto a las consecuencias de sus actos como a la ira de un gobierno que quedase en evidencia. ¿Qué tienen que temer los jueces? ¿Para que existen los jueces si no saben oponerse a las pretensiones de los tiranos? ¿Cómo es posible que tengamos unos jueces que puedan preferir pasar por cobardes a oponerse a quien tiene más poder que ellos? El hecho es tan desgraciadamente evidente que los políticos catalanes, responsables primeros, junto al presidente del gobierno de la nación española, del disparate estatutario, no se les ocurre otra cosa que llamar a las manifestaciones para intimidar más, si cabe, al supuestamente timorato tribunal. No hay que temer, sin embargo, que esas manifestaciones desborden las calles catalanas. Los efectos de una sentencia negativa para los defensores del Estatuto serían, sin embargo, terribles para el brujo irresponsable que se permitió prometer barra libre, y el derribo virtual de la Constitución, a quienes le ayudasen a ocupar la Moncloa.

La magnífica sabiduría de nuestro singularísimo líder político ha permitido que, en momentos en que fuera necesaria la mayor unión imaginable de las fuerzas políticas para sacar adelante la muy maltrecha situación de la economía española, nos tengamos que enfrentar a un tema que forzosamente planteará tensiones posiblemente irresistibles para el orden constitucional. No se pueden hacer profecías al respecto, pero parece claro que cuando debiéramos concentrar nuestros esfuerzos en recuperar una economía que se desangra sin remedio visible, hayamos de dedicar esfuerzos de idéntico porte para resolver el órdago que han planteado una parte significativa de los antiliberales y neo-carlistas catalanes, unos políticos que jamás han creído en otra cosa que en un orden minuciosamente establecido por una tradición, malamente inventada y minuciosamente reaccionaria, por personas que nunca creyeron en la libertad de los ciudadanos en una nación soberana, ni siquiera, por supuesto, en la que imaginan como suya.

Es terrible que sea un mal tan frecuente entre nosotros el deseo de no asumir ninguna responsabilidad, el refugio en lo que se supone inevitable, el consentimiento tácito, y a veces expreso, de la ineptitud, la arbitrariedad y la mentira. Muchas veces nos escandalizamos de nuestros políticos, y, desgraciadamente, no nos faltan motivos para ello, pero no siempre sabemos ver en nuestras conductas esos mismos gestos de sumisión, esa misma cobardía. Hace poco la ministra de sanidad manifestaba que la sociedad española está ya madura para asumir la prohibición total de fumar. Se trata de una declaración muy reveladora, de un testimonio de cómo el gobierno cultiva atentamente el progreso de nuestra sumisión, de cómo hemos ido tragando, con ayuda de los jueces que, permítaseme la expresión, se la cogen con papel de fumar, las limitaciones de nuestras libertades que el gobierno ha ido perpetrando, sin pausa, con leyes inútiles y estúpidas salvo para intimidar, con atentados tan graves a la libertad de conciencia, que es la libertad esencial, como el que ha supuesto la implantación de una asignatura como Educación para la ciudadanía, un bodrio pretencioso que no consiste en otra cosa que en la indoctrinación de nuestros jóvenes con las sapientísimas máximas morales de Peces Barba y Zapatero.

Pues bien, todo esto ha podido suceder porque la sociedad española lo consiente y porque una parte importante de ella, los sempiternos servilones, lo aplaude a cuatro manos. Pudiera ser que la causa de esa pasividad miedica resida en que pensemos que sea la mejor manera de garantizar nuestra inédita condición de nuevos ricos, pero también en eso estamos equivocados. Una prosperidad basada en restricciones al mercado, como la que sueñan nuestros sindicatos y ZP, su primer liberado, es enteramente imposible, y los más refractarios no tardarán muchos meses en convencerse, en medio de los gritos hipócritas de quienes sigan viviendo de un presupuesto que también va a ser menguante.

Ahora, nuestro destino depende, en parte importante, del cuajo y de la dignidad de un puñado escaso de jueces que habrán de escoger entre rendir valiente tributo a su conciencia, o morir avergonzados, aunque se imaginen colmados de dudosos honores, por haber traicionado a la Nación cuya Constitución han de defender.

[Publicado en El Confidencial]