Despotismo administrativo

Esta mañana he leído las quejas sobre la burocracia de ciudadanos de Barcelona y de Madrid en los digitales que dedican espacio a este tipo de asuntos. Hay un denominador común, al menos hoy, a saber, la prepotencia y la chapucería de las administraciones, su ineficiencia, su desprecio absoluto hacia la credibilidad del ciudadano que se queja por una sanción injusta, un cobro indebido  o por una arbitrariedad cualquiera. Aquí no rige el principio de la presunción de inocencia sino el de yo cobro, tú protestas y luego ya veremos… Es evidente que cualquier sistema de garantías puede servir para burlarse de la ley, como pasa cada día con delincuentes impunes gracias a una legislación penal inspirada en magníficos principios teóricos, pero poco atenta a proteger a las víctimas.

Con las administraciones pasa lo contrario: el ciudadano es culpable hasta que no se demuestre lo contrario y, en ocasiones, aunque lo demuestre. Somos miles los que hemos debido recurrir una tasa absurda, un error de bulto o una sanción que realmente correspondía al vecino.

Las administraciones se convierten en entidades tan complejas y gigantescas que llegan a olvidarse de que su función es el servicio al público. En ese preciso instante, comienzan a estar al servicio de sí mismas, se convierten en déspotas. La crisis económica va  acentuar esta clase de disfunciones: habrá menos tráfico, pero habrá más multas, menos actividad, pero impuestos más elevados. Las administraciones son inmortales y de algo tienen que vivir: no pueden pararse a pensar en las amañadas disculpas de ese grupo de facinerosos que se dedican a poner recursos, a tratar de desprestigiarlas. Se impondrá la mano dura porque va a estar en juego el sueldo, y los complementos, de tanto funcionario devenido satrapilla por las artes de la letra menuda y por la condescendencia de un pueblo sobradamente escéptico como para intentar que los de arriba aprendan modales. 

[publicado en Gaceta de los negocios]