Una de espías

Este asunto del espionaje a los políticos tiene, como a veces se dice, varias lecturas o, tal vez mejor, varias capas, como las lacrimógenas cebollas, capaces de ocultar su verdadero sentido. A primera vista, el que espía es el que manda y, al parecer, quiere tener bajo control a los que pueden arrebatarle el puesto. Podría decirse que nada más natural y que todo lo que habría, si este fuese el caso, es una pequeña desviación de poder, pero apenas otra cosa, una desviación que, por otra parte, podría muy bien disfrazarse, y disculparse, con cualquiera de las múltiples retóricas que el poderoso de turno podría aducir en su favor: el contraespionaje, la seguridad rutinaria, etc.

Pero las cosas tal vez pudieran verse de una manera menos simple, aunque tal vez más incierta. Por ejemplo, una primera posibilidad pudiera ser que el espionaje sirviese de cortina, y nunca mejor dicho, de cortina de humo, quiero decir, para ocultar otra clase de cosas. Si esa hipótesis fuese cierta serviría para explicar el interés de unos y otros en mantener vivo un asunto que prolonga como ninguno la ocupación del espacio público por las figuras de la política. En esta tesitura, se haría evidente el interés y la oportunidad de un efecto inmediato de toda esta trama, a saber, el aumento de la respectiva relevancia de los diversos sujetos sometidos a pesquisa supuestamente ilícita. Si no te espían es que no existes, mientras que si te espían es que eres realmente alguien de importancia. Cuando las cosas se plantean así, se da lugar a un enorme negocio que favorece numerosos intereses: entren en escena, los abogados, los jueces, las presuntas pruebas, los periodistas de las respectivas cámaras; se organiza un guirigay que oscurece cualquier otro asunto, especialmente si los incendios empiezan a escasear.

Hay otra perspectiva, complementaria de la anterior, que quizá pudiese tenerse en cuenta para entender esta eclosión de espionajes que padece el país. Desde los orígenes de la democracia ha aumentado enormemente la complejidad de los aparatos públicos. En este contexto, es inevitable que unos organismos sospechen de otros y que unos servicios de seguridad se pongan a vigilar a otros. ¿Acaso piensan, por ejemplo, que los gobiernos regionales, especialmente los más belicosos y suspicaces con Madrid, habrán renunciado a tener sus propios servicios de seguridad e información? Cuando se cae en la cuenta de esto, podemos empezar a echar las cuentas y seguramente quedaremos asombrados de la cantidad de personas que se dedican a vigilar de manera más o menos sistemática lo que hacen unos y otros: el CNI, los servicios de información de los Ejércitos y de la Armada, la Guardia civil, la Policía nacional, las policías autonómicas y municipales, los agentes de potencias extranjeras, los servicios de información de los gobiernos autónomos, confesados o no, las compañías privadas de seguridad, los servicios de seguridad montados por los partidos, los Bancos y las grandes empresas, y un largo etcétera de lo más variopinto. Con este panorama, los que no nos sentimos espiados somos unos auténticos parias.

Se ha repetido hasta la saciedad que vivimos una época en que la preocupación por la seguridad es casi una histeria. Sea cual sea la utilidad defendible de toda esta variopinta industria, lo que es evidente es que aumenta el peso y la influencia de los servicios públicos sobre la inmensa multitud de personajes perfectamente anónimos e inocentes que se ven sometidos a controles que en ocasiones son humillantes por motivos realmente discutibles. El caso es que la seguridad se ha convertido en una mercancía escasa y ha creado un mercado muy competitivo, aunque un mercado perfectamente controlado por los políticos, y así volvemos al tema inicial.

Los políticos están habitualmente sometidos a la tentación de sobrepasar los límites de su legitimidad, especialmente cuando, como le pasa a la izquierda, por simplificar, no se cree en la existencia de ninguna clase de límites al poder cuando se ejerce democráticamente, en representación de la soberanía popular. Los políticos que creen en la libertad, lo que siempre significa la libertad de los demás para hacer lo que a ellos les guste y a nosotros no, saben que hay cosas que no se pueden hacer, aunque a veces las hagan, y debieran combatir la exuberante proliferación de competencias policiales y de seguridad que supongan mermas de las libertades civiles. Los que creen que sus adversarios son ignorantes y/o perversos, tenderán a caer en la tentación de destrucción del adversario y puede que no duden a la hora de emplear métodos manifiestamente ilegales para tratar de atribuirles toda clase de perversiones.

Los ciudadanos debemos juzgar ante qué caso nos encontramos con esto de los espías, pero sin perder de vista que, además de que pueda haber algún exceso, es una materia que se presta a la dramatización y al oropel, a gastar nuestro dinero como quien hace algo.