Pese a que raramente frecuento el Mediterráneo, hace diez años estuve visitando una urbanización de Altea, cuyo nombre se me quedó grabado por la belleza del paraje y la esplendidez de las mansiones. Altea Hills me pareció entonces un paraíso, un lugar privilegiado, solitario, con unas vistas sobre las bahías de Altea y Benidorm realmente espectaculares. Hoy he vuelto a pasar por allí, y he querido revivir aquella magnífica impresión, pero el recuerdo ideal se ha visto desmentido por una pesadilla de ladrillo y hormigón, por una horrible sensación de hacinamiento. Luego, paseando por Altea, he visto una oficina municipal de planeamiento urbanístico, y me he preguntado a qué se dedicarían, cómo han podido consentir el disparate de las colinas alteanas.
Quizá la clave esté precisamente en la existencia de la mencionada oficina, en el buen dinero que le habrán sacado a la sobreexplotación de un paraje privilegiado hasta hace poco, convertido ahora en una de esas horribles colmenas que rodean buena parte del Mediterráneo. No soy de los que crean que la intervención pública pueda arreglarlo todo, más bien creo que suele contribuir a que los estropicios sean más sistemáticos y sostenibles, de manera que líbreme Dios de tronar contre el pérfido liberalismo que nos corroe y nos explota, según repiten tantos supuestamente benéficos debeladores y liberadores de la miseria humana.
Es una verdadera lástima que la llegada de las multitudes estropee los paisajes y los entornos, pero parece bastante inevitable que sea mucha la gente que quiera ir a gozar de los lugares maravillosos, aparentemente reservados para los happy few. Es absurdo tratar de evitar esa lógica, pero tal vez no lo sea desear que los empresarios que intenten satisfacer esa demanda sean un poco menos desaprensivos. El hecho más que probable es que el abuso de Altea Hills seguramente no haya sido tan gran negocio: se ven bloques a medio terminar, viviendas vacías, aunque también mucha gente encantada aparentemente de vivir en ese lugar antes solitario y ahora abigarrado.
Siempre podemos soñar con que las Altea Hills de este mundo conserven algo de su esplendor, pese al saqueo inevitable, y, en tantos aspectos, benéfico, de las muchedumbres. Pero no depende de la voluntad de ningún poder superior que eso pueda mantenerse e, incluso, mejorar, sino del buen sentido de quienes hacen de esos trabajos su negocio. Me parece que en Altea Hills las cosas no han ido todo lo bien que podrían haber ido y, sinceramente, me cuesta imaginar el beneficio que algunos hayan sacado de tanto estrago, salvo la melancólica evidencia de que el ayuntamiento y las concejalías disponen ahora de mayores oficinas.