Como he leído a Chesterton, ya sé que es peligroso generalizar sobre españoles, franceses o turdetanos, pero no puedo resistir la tentación de subrayar el extraño destino que ha tendido a tener la libertad entre los españoles. Sin remontarse a los tiempos de Maricastaña, en los que, a ciencia cierta, encontraríamos más de lo mismo, no hay más remedio que asombrarse ante el arrinconamiento de la libertad que se ha adueñado de buena parte de la opinión pública en la democracia española. Muchos creímos ingenuamente en que a un régimen como el franquista, en que la opinión estaba férreamente controlada, le sucedería una situación en que floreciese el pluralismo, el respeto, el diálogo y una discrepancia razonable. Pues no. Lo que tenemos es algo muy distinto, una sociedad que tiende sañudamente al dogmatismo, que convierte en verdad incuestionable sus más atrevidas conjeturas, que ha perdido, casi por completo, la capacidad de razonar, de relativizar, de poner en cuestión sus propios puntos de vista y que, desde luego, no está dispuesta a tolerar, mientras pueda impedirlo, la difusión de las opiniones ajenas. Una buena mayoría de españoles considera un agravio que alguien opine de manera distinta a la suya y se pasa, a las primeras de cambio, al improperio, a la manifestación de sus peores deseos para el criminal que piensa de manera distinta. Si uno lee con alguna frecuencia los comentarios a los blogs que tocan temas vidriosos se queda aterrorizado.
[Publicado en Gaceta de los negocios]