Los españoles y los dogmas

Como he leído a Chesterton, ya sé que es peligroso generalizar sobre españoles, franceses o turdetanos, pero no puedo resistir la tentación de subrayar el extraño destino que ha tendido a tener la libertad entre los españoles. Sin remontarse a los tiempos de Maricastaña, en los que, a ciencia cierta, encontraríamos más de lo mismo, no hay más remedio que asombrarse ante el arrinconamiento de la libertad que se ha adueñado de buena parte de la opinión pública en la democracia española. Muchos creímos ingenuamente en que a un régimen como el franquista, en que la opinión estaba férreamente controlada, le sucedería una situación en que floreciese el pluralismo, el respeto, el diálogo y una discrepancia razonable. Pues no. Lo que tenemos es algo muy distinto, una sociedad que tiende sañudamente al dogmatismo, que convierte en verdad incuestionable sus más atrevidas conjeturas, que ha perdido, casi por completo, la capacidad de razonar, de relativizar, de poner en cuestión sus propios puntos de vista y que, desde luego, no está dispuesta a tolerar, mientras pueda impedirlo, la difusión de las opiniones ajenas. Una buena mayoría de españoles considera un agravio que alguien opine de manera distinta a la suya y se pasa, a las primeras de cambio, al improperio, a la manifestación de sus peores deseos para el criminal que piensa de manera distinta. Si uno lee con alguna frecuencia los comentarios a los blogs que tocan temas vidriosos se queda aterrorizado.

La novedad más llamativa en este panorama es que la intolerancia ya no es de derechas. La izquierda ha desarrollado una amplia panoplia de adjetivos invalidantes, es decir que excusan de pensar, y se dedica a tratar de expulsar del círculo de lo razonable a todo aquello que a ella no le place. Pondré dos ejemplos recientes. La vicepresidenta primera acometió recientemente contra los Obispos, argumentando que el gobierno tiene que defender las creencias de todos, pero en especial (sic) “las creencias de los que no las tienen”, lo que deja traducir, con meridiana claridad, que el gobierno se siente representante de todos los que no creen, precisamente porque supone que todos los que no creen, comulgan con lo mismo que el gobierno quiere creer. Ni se le pasa por la cabeza que, además de que sea contradictorio y absurdo hablar de las creencias de los que no creen, no hay base alguna para reducir esa enorme diversidad a una nítida oposición a los Obispos, que es de lo que se trataba. Un ejemplo más del quimérico y cruel cordón sanitario que tratan de aplicar a cuanto ni entienden ni les interesa. Usan métodos de reprobación fulminantes: ayer mismo, en una reunión de progres, escuché una descalificación radical de Elena Salgado: al parecer, “es del Opus”. Me quedé tan atónito que no supe qué pensar: tal vez el desastre del CNI explique estos fallos.

[Publicado en Gaceta de los negocios]