En mi cabeza se juntan dos noticias aparentemente ajenas, pero que componen una polifonía. La primera se refiere al revuelo por el libro sobre el Maquiavelo de León; la segunda tiene que ver con el accidente de tráfico del líder de las Nuevas Generaciones del PP, mientras conducía con algunas copas de más, y alguna precaución de menos.
La música de ambas noticias nos dice que los políticos españoles tienden de manera alarmantemente intensa al solipsismo, a olvidarse de que existe el mundo real, de que están al servicio de los ciudadanos, y a ocuparse obscenamente de ejercer con provecho el poder, poco o mucho, que tengan; tal vez no sea culpa suya en exclusiva, pero tampoco parecen hacer mucho por evitarlo.
El retrato de Zapatero que trasmite García Abad, nada sospechoso de inquina con la causa, es el de un líder encerrado con sus obsesiones, un personaje al que importan muy poco las opiniones ajenas, que cree que la realidad es solo un relato imperfecto, y que si las cosas no le salen como debieran es porque aquí todavía hay algunos que no se han enterado de lo mucho que manda.
Al lado del arco, la sonrojante conducta del líder popular nos ha dado la oportunidad de contemplar la solidaridad corporativa de los dirigentes del PP, su predisposición a aislarse de la opinión común, su diligencia para defender a cualquiera de los suyos, y su olvido de que debieran ser ejemplares, y desaparecer cuando no resulten serlo.
En ambos casos hay un factor común preocupante, la tendencia a reducir la política a un juego de poder en el que los que lo tienen, no están dispuestos a que nada les arruine el festín. España padece un fulanismo corporativo, una sumisión encubierta, una persecución de la libertad política en los partidos que se supone que la representan. Aquí, los partidos se mueven por el miedo al que manda y por la ciega y férrea solidaridad de quienes se sienten miembros de la nomenklatura. No debiéramos asombrarnos, porque así es la sociedad española, así son nuestras empresas, y así fue el franquismo, que se extinguió únicamente por razones biológicas. Otra cosa es que debiéramos procurar que las cosas no fuesen así, pero así somos.
Para nuestra desgracia tendemos a la monarquía con todas sus pompas y privilegios, con su corte, con sus negocios oscuros, su razón de estado, su modelo hereditario, y sus personajes milagreros, que ahora presumen de saber sociología, pero que no son menos siniestros que los clásicos conspiradores de alcoba. No debiera extrañarnos, pues, que el comportamiento de las élites políticas nos recuerde tantas veces a una corte de los milagros.
Se ha hecho muy común remitirse al remedio de la sociedad civil, como si la sociedad civil fuese ejemplarmente liberal, competitiva y limpia, como si los episodios más sucios y lamentables de nuestra historia reciente no hubiesen estado siempre trufados de personajes civiles, de millonarios de ocasión, que han merodeado y merodean, a oscuras, por los pasillos del poder, a ver cómo les arreglan lo suyo.
La democracia ha dejado de ser un factor de progreso y de maduración de la libertad en manos de los partidos. Los partidos generan unas minorías que cooptan un líder, y a partir de ahí todos quietos, que nadie se desmande: como rezaba una canción revolucionaria de mi juventud: “¡al que asome la cabeza, duro con él, Fidel”.
No va a ser tarea fácil solucionar nuestro fulanismo corporativo, pero debería ser la primera de las exigencias ciudadanas a nuestros representantes. Es desesperante ver cómo viejas glorias a las que se les suponía alguna dignidad, se arrastran ante el poderoso del momento, o como deben salir del partido los que quieran seguir pensando por cuenta propia.
Es reconfortante que se haya podido escribir el libro de García Abad, y sería muy interesante ver como los militantes del PP exigen la dimisión de quien no es capaz de llamar a un taxi la noche que ha bebido más de la cuenta, por muy amigo que sea de Cospedal, o del mero mero, como lo dicen en Méjico. Es en comportamientos como estos en los que podríamos fundar esperanzas, en conductas que traten de acabar con la fidelidad perruna y el pacto de sangre, con la omertá, en el seno de los partidos. Si no es así, ¿cómo podríamos esperar que se cambien las normas que pudieran mejorar las cosas?
Hasta ahora habíamos entendido que la democracia consistía en cambiar las instituciones, pero tras las décadas transcurridas, es hora de que nos demos cuenta de que cualquier política democrática resulta incompatible con un funcionamiento tan legendariamente autoritario como el de los partidos, el mal que da lugar a la entronización de personajes como Zapatero y las Cruellas de Ville que le rodean.
Hace falta que les saquemos los colores a los políticos, a los dictadorcillos, y a los infinitos pelotas que les rodean, pero eso solo se consigue siendo valientes porque, como sabía Pericles, el valor es el precio de la libertad.