¿De quién puede ser este texto?

«Se han prometido al pueblo […] cosas fantásticas, sin que piensen por un momento si se pueden realizar, porque eso, la realización de sus promesas, importa poco a los políticos que buscan solo halagar a las muchedumbres que les escuchan con palabras tremebundas y excitándolas, para que, así, borrachas, inconscientes, vayan como un rebaño de ovejas a las urnas». Pues bien, estas palabras, que podrían ser un comentario a la campaña de CiU y Artur Mas, son, en realidad de un discurso de don José Ortega y Gasset en León, el 26 de junio de 1931. 
No es que hayamos prosperado mucho, la verdad, pero no desesperemos porque se puede mejorar y… empeorar.

Un gobierno a prueba

Artículo aparecido en El Confidencial
Como para ilustrar la verdad de que las alegrías del político son escasas y cortas, Rajoy ha pasado directamente de la exaltación congresual, tan merecida como inane, a padecer el acoso de la calle, las amenazas de unos aventureros, que algunos pretenden presentar  como inocentes jovenzuelos en plena edad mocosa, el acoso sindical, y una rotunda descalificación de todo lo poco que queda en píe del socialismo y de la izquierda. Si el Supremo puede ser tildado de fascista por una sentencia,  se trata de poner contra las cuerdas al gobierno, no sea que acabe creyendo que una mayoría parlamentaria signifique algo, sin ser de izquierdas.
Lo importante no es ni lo que ha pasado ni lo que se supone que pueda pasar, sino si el gobierno va a acertar a responder inteligentemente a unos desafíos tan inadecuados, tan intemperantes, tan precipitados y tan histéricos. La regla de oro debiera ser muy sencilla: si buscan que el gobierno pierda los nervios, habrá que mantener la calma y el ánimo impasible. Eso es lo que el gobierno está haciendo más allá de algunos deslices verbales fruto de la bisoñez, algo que se cura con cierta rapidez a nada que se tenga un mínimo de espíritu crítico.
Llama la atención el escaso aprecio que hacen de la calidad y el peso del gobierno los estrategas de un acoso tan prematuro como impetuoso. Lo normal será que se lleven un chasco bastante grande a no mucho tardar, porque es de esperar que el gobierno no se mueva ni un milímetro del programa trazado, y que el público advierta con extrema rapidez el gato encerrado en esta intentona de guerra relámpago. Si el PSOE se piensa que de este modo vaya a recuperar algo de la prestancia perdida está en un grave error. Este es tal vez el aspecto más preocupante de los recientes episodios, la ligereza de criterios de Rubalcaba, la nueva jefa de la cocina de Ferraz o del señor Madina y la nueva portavoz parlamentaria, una Soraya, por si cuela la comparación. Desde lo del caso Blanco no se recuerda en los anales parlamentarios una exageración tamaña, y eso que aquella vez los grises le arrearon estopa a un don Jaime socialista cántabro.  
Se ve que los dirigentes socialistas no están todavía en condiciones de pensar en lo que les ha pasado, porque bastaría un adarme de reflexión para caer en la cuenta de que si algo no necesita el futuro del socialismo es demagogia e improvisación, tratar de seguir viviendo del cuento de las perversidades de la derecha cuando, resulta que al país le da por votarla mayoritariamente y en todas partes, o casi, al menos de momento.
Es posible que esta paliza en los lomos de un gobierno a sonrisa batiente por lo de Sevilla les haga caer en la cuenta de lo inútiles que resultan ciertas cautelas, y de la urgencia de algunas cuestiones pendientes, como remozar una televisión capaz de dedicar cinco o seis veces más espacio a un funeral como el del congreso socialista que a la  exaltación rajoyana y cospedalesca, puestos a comparar.
Hay un gen sectario en la política española que habría que neutralizar para que podamos razonar con una cierta libertad y algo de sosiego y objetividad. El gen afecta a todos, pero en el caso de la izquierda su efecto se ve potenciado por la mezcla con otros cuadros patológicos, por una creciente sensación de desamparo, y por una falta de claridad respecto a los orígenes de sus males, y esa confusión siempre da en pensar que algo marcha mal en la democracia cuando resulta que gana la derecha, y más si es por mayoría, y se atreve a hacer cosas que guarden alguna relación con su programa.
Es realmente sorprendente que sin haber transcurrido ni siquiera los proverbiales cien días de gracia, se pretenda zarandear al gobierno y que Rajoy presente su  renuncia, por radical. La izquierda parlamentaria, si pretende continuar siéndolo, debiera considerar con calma su papel en todo este proceso, y poner en cuestión el esquema según el cual cuando ella gobierna, los sindicatos se han de limitar a hacer  seguidismo, mientras que, cuando gobierne la derecha, izquierda haya de entregarse  a  los piquetes sindicales  y antisistema, a los pelotones antigubernamentales. Si pretenden recuperar voto ciudadano con esta estrategia es que no hacen ni puñetero caso de sus sociólogos, gente competente.
La serenidad parece una de las virtudes del nuevo presidente y, por tanto, sabrá tomarse estos golpes con la debida distancia, aunque sin dejar que los aspirantes a Che se crean que todo el monte es orégano. Pero, además,  deberá acelerar las reformas porque está claro que sus rivales políticos no están en condiciones de apreciar delicadezas. Si acierta, tendrá mejores soportes cuando tenga que afrontar la irritación de las gentes de bien que se desesperan por la tardanza del cambio de ciclo, por lo mucho que se demoran las vacas gordas. Justamente por eso es mejor apretar el acelerador a fondo, ahora que las protestas operan en un clima de expectación y de incredulidad. 


Garantías de Chrome

2012

Nos espera un año 2012 que amenaza con ser terrible, pero la mayor incógnita tal vez sea cuánto han de tardar los responsables principales del desaguisado monumental en que se ha convertido este país en echarle la culpa, sin mayores remilgos, al nuevo gobierno. Se admiten apuestas, y verán cómo no valen ninguna clase de disculpas. Sé de lo que hablo, porque ayer me encontré con uno de esos personajes y ya estaba tomándose a broma que Rajoy no hubiese conseguido arreglar la crisis. 
La televisión educativa, por fin

¿Qué preferimos, médicos o pasteleros?

En el Gorgias, un diálogo platónico del que comúnmente se dice que trata de la retórica, Sócrates contrapone el lenguaje halagador de los cocineros con el lenguaje austero de los médicos para explicar que los niños, o los hombres que se comportan como niños, preferirían seguramente seguir el consejo de quien les procura placeres halagadores  que el de quienes, preocupados por su salud y por su mejor bienestar a largo plazo, les incitan a la contención y a la disciplina.
A este texto alude  un espléndido artículo de dos médicos, José Luis Puerta y Santiago Prieto, para mostrar cómo el sistema sanitario español no puede presentarse como una mera víctima de la crisis económica, sino como un sector al que se ha llevado, de manera bastante irresponsable, a un aumento desenfrenado e incontrolable del gasto, un problema que llevamos muchos años, al menos desde el informe Abril, sin querer afrontar. 
En opinión de Puerta y Prieto, la crisis sólo ha servido para aflorar el déficit de más de 15.000 millones de euros de la sanidad, de ningún modo para crearlo, pero los electores, y los partidos, de manera sumamente irresponsable, siguen prefiriendo la retórica suave y halagadora de los cocineros en lugar de atender a la realidad que nos recuerdan los médicos, los datos innegables de algo que no resulta sostenible por más tiempo. Puerta y Prieto advierten que, de seguir así, se puede llegar a una situación muy paradójica en que el gasto en sanidad se emplee en auténticos caprichos y disfunciones sin que haya dinero para atender a lo que de verdad sea esencial. Su artículo es una llamada a la contención, al destierro de la demagogia, pero es tal el barullo que arman los cocineros dispuestos a ganar clientela a cualquier precio,  que es fácil que nos sigan engañando a todos y tirando el dinero que no tenemos, mientras continúan afinando su retórica social y ciega. 


El valor del dinero

Panorama desde el puente

Tomo el título de Arthur Miller porque me parece que lo que nos pasa a los españoles no se entiende bien desde las alturas. La distancia física y moral en la que se sitúan los que mandan facilita la confusión: desde el puente, lo que pasa puede parecer relativamente previsible y ordenado, pero, como en el drama de Miller, no es así.
La historia política solo parece coherente cuando se contempla a toro pasado. Antes de que las cosas sucedan, la coherencia ocupa un lugar mediano, apartada por lo imprevisible, lo azaroso, y lo discontinuo. Si eso es así en general, la contingencia se acentúa cuando se viven tiempos excepcionales, y estos lo son, sin duda alguna. No hace falta esforzarse en demostrarlo cuando acaban de dimitir tres miembros del Tribunal  Constitucional, por lo demás, de filiaciones muy distintas. Nos está pasando algo que no cabe resumir en un “lo de siempre”, y eso hace que el panorama pueda ser especialmente sombrío, en especial si los políticos renuncian a coger el toro por los cuernos, como se dice de forma tan expresiva.
Hay un diagnóstico que se repite con mucha frecuencia, y que oculta un gigantesco equívoco. El sistema no funciona, se dice, los políticos no solo no resuelven nuestros problemas sino que constituyen un problema que preocupa a muchos. Ahora bien, ¿qué es exactamente lo que no funciona? Mi hipótesis no es que el sistema falle, sino que, entre unos y otros, el marco constitucional se ha ido deteriorando sin que se llegase nunca a aplicar más que en beneficio de parte. Pongamos un ejemplo: la reciente sentencia del Tribunal Constitucional permitiendo a Bildu la participación plena en las elecciones sin que ETA haya dejado de existir puede ser leída como una legitimación a posteriori del terrorismo, algo así como “No importa que asesines, violes y te saltes la ley, si tienes un número suficientemente alto de partidarios”. Esa deberá ser, por cierto, la lectura que los indignados más radicales, aunque no sean precisamente finos constitucionalistas, o quizás precisamente por eso, le estarán dando, es decir, “podremos hacer lo que nos de la gana con tal de que mantengamos la presencia y la lealtad de un grupo numeroso”.
Análisis parecidos podrían hacerse sobre el funcionamiento de los partidos; no hay ninguna ley que habilite sus prácticas más necias, su intolerable apropiación de todo, pero los sostiene el poder de los votos,  y, como no hay un Estado que se defienda, menos habrá un poder que defienda las libertades de los ciudadanos, sobre todo cuando muchos ciudadanos estén, como están, dispuestos a sacrificar su libertad por cualquier promesa, ventaja o bagatela. Que el sistema no funciona quiere decir, sobre todo, que nadie defiende el interés general, que nadie se detiene a pensar que lo que puede ser beneficioso para una Autonomía, es un ejemplo, puede ser letal para todos los demás, o que lo que convenga al sistema financiero puede resultar muy dañino para la economía de los ciudadanos que pagan pacíficamente sus impuestos.
El sistema es tan débil que nos invita a tomarlo a chacota, y por eso ni funciona, ni puede funcionar. Pero su debilidad no depende de su forma jurídica, sino de la falta de ambición y de valor de quienes lo gestionan, siempre dispuestos a ceder al empuje de los menos contra los derechos e intereses de los más. El artículo 155 de la Constitución autoriza al gobierno para impedir que, por ejemplo, una Autonomía atente al interés general, pero los jerifaltes han aprendido hace tiempo que los tigres de Madrid son de papel.
¿Hay que reformar el sistema? No hay ningún sistema que sea perfecto, ni falta que hace. Lo que necesitamos es políticos que de verdad hagan política, y no meros administradores de un bienestar que ya es cosa del pasado, nos pongamos como nos pongamos. Y en estas, se prevé la llegada del PP a Moncloa, con un programa de mínimos, como si aquí lo único que pasara es que el Gobierno no inspira confianza, que no la inspira, y todo se fuere a arreglar de manera milagrosa al minuto siguiente de la toma de posesión de Rajoy. No será así, desde luego, entre otras cosas porque habrá quien se encargue de que todo se ponga bastante peor en ese mismo momento, parafernalia de indignados incluida.
¿Es que Rajoy no va a poder hacer nada? Poco podrá hacer si no se da cuenta de que el problema que tenemos es bastante más grave que un déficit brutal, o que un paro insoportable. Tenemos una democracia que ha premiado abundantemente la irresponsabilidad, que ha tendido a tirar casi siempre por la línea del mínimo esfuerzo, y hace falta que alguien le diga a los españoles que así no se va a ninguna parte. Ya sé que aquí no abundan los ciudadanos capaces de soportar el discurso de “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, pero no debiera haber mucha duda de que, si se quiere hacer algo más que el paripé durante un par de años, habrá que procurarlos, porque no parece probable que vayan a surgir de milagro.

Lo que Botín no dice

Con gran aparato, digno de su significado, se ha reunido el todavía presidente Zapatero con los cuarenta grandes empresarios del país, designados por Moncloa, en un acto que, a los que peinamos canas,  nos recuerda, inevitablemente, los saraos del franquismo y, muy en especial, a esos cuarenta de Ayete que el dictador designaba directamente durante su veraneo en San Sebastián, para que defendiesen con denuedo los intereses generales de los españoles, es decir, lo mismo que habrá hecho cualquiera de estos cuarenta que se haya  atrevido a alzar su desinteresada voz ante un cónclave tan selecto.
Según la prensa, el señor Botín, presidente del Banco de Santander, le sugirió al señor presidente del gobierno que se dejase de embelecos sucesorios, que agotase la legislatura y que siguiese el calendario de reformas. Es difícil que un hombre tan importante como es el banquero cántabro se vaya a meter en berenjenales sin tener muy claro lo que está en juego. Lo que ya no está tan claro, es que los españoles alcancen a comprender con nitidez lo que significa esta clase de aquelarres, un síntoma más, y particularmente elocuente, de que en nuestra Monarquía constitucional la democracia está muy embarrancada.
¿Se pueden sentir los españoles representados por el señor Botín o por cualquiera de los muy ilustres capitanes que compartieron la mesa de reuniones con Zapatero, Rubalcaba y Salgado? No parece. ¿Es razonable pensar que lo que allí se sugiera al presidente suponga un beneficio general, especialmente si estuviere en abierta contradicción con los complejos intereses allí arracimados? Tampoco es razonable suponerlo.
¿Qué imagen trasmite una reunión de ese porte? Muy sencillamente, la de que en España todo se cuece al margen del Parlamento, y ello, sobre todo, porque lo que, según este gobierno tan singular, está en juego, es el marco de estabilidad de las grandes empresas, y, muy en especial de la Banca, que hay que mantener a todo trance, y ello aunque se masacre a los pensionistas, se rebaje el sueldo a los funcionarios, se suban los impuestos de manera inmisericorde y se aumenten sin contemplación alguna los gastos y tarifas con que se benefician ese selecto grupo de empresarios, la luz, los teléfonos, el gas, los negocios de los constructores, o los márgenes bancarios.
Técnicamente, esa reunión es la viva imagen de la plutocracia que gobierna España, mejor dicho de cómo esa plutocracia está dispuesta a lo que sea, incluso a mantener a un gobierno notoriamente incompetente, con tal de que se le asegure la obtención de las ventajas que necesitan para mantener en píe negocios no siempre bien gestionados pero admirablemente cobijados bajo el paraguas protector del poder político, en especial cuando, como es el caso, ese poder tiene bien sujeto al movimiento sindical.
Esa es la realidad que explica que en España se aplique sistemáticamente la más desconsiderada ley del embudo para defender los intereses de las grandes empresas, mientras se aplican políticas financieras y fiscales muy lesivas para las medianas y pequeñas, para los autónomos y para toda clase de personas dependientes de un empleo. Que un Banco, por poner un ejemplo del día, pueda indemnizar a un directivo por supuesto despido con millones de euros, y que ese mismo directivo llegue a otro Banco para reducir de manera brutal su plantilla, sin ninguna clase de indemnizaciones, es algo inconcebible en una sociedad mínimamente acostumbrada a aplicar las leyes de manera equitativa, pero aquí todo es harina para los grandes y poderosos, y todo es mohína para los más indefensos. Este es el calendario de reformas que, con toda razón, defiende Botín, porque sabe muy bien lo que  le interesa a su Banco, una institución que puede ganar miles de millones mientras España se arruina, o lo que interesa a Telefónica, o casi a cualquiera de esos cuarenta principales.
Lo que no dijo Botín, porque no le interesaba, es que esa reunión fue un acto obsceno de ostentación de poder y de desprecio a las instituciones, pero fue obsceno no tanto por los empresarios, de los que hay poco que esperar, sino por los políticos que parecían presidir el pretencioso evento, naturalmente sin prensa ni taquígrafos. Es un auténtico misterio que haya quienes piensen que se puede seguir votando a tales sujetos sin tener un interés personal a cambio; solo se comprende, a medias, si se hacen ejercicios de política comparada, pero ni con esas, la verdad.
El lema político de esa reunión bien podría haber sido algo así como “a Dios rogando y con el mazo dando”, el señor Zapatero ofreciéndose como gestor de los intereses de los grandes de España, no confundir con los grandes intereses de España, y dispuesto a seguir atizando estopa a los que no se enteran, a los que no irán nunca a esos salones, a la carne de cañón que quiere seguir creyendo que sólo un tipo tan versátil como Zapatero les puede defender de la codicia de los poderosos.

Democracia e impuestos


Los que pensamos que hay ocasiones en que la derecha no pone demasiado empeño en ganar las elecciones tenemos razones para hacerlo, fundamentalmente, en la medida en que no se combaten las causas que facilitan un predominio cultural de esa mezcla pringosa de socialdemocracia y populismo con la que suelen conseguir sus éxitos   tanto la izquierda como los nacionalismos.
En cierta ocasión explicaba a mis alumnos las indudables ventajas del modelo universitario americano sobre el europeo, y, por supuesto, sobre el español. Un alumno se atrevió a llevarme la contraria, en un gesto de atrevimiento inaudito, porque, al margen de cualquier retórica, solemos educar a los alumnos en la sumisión repetitiva de lo que diga el profesor, y me dijo que el modelo universitario americano era claramente inaplicable en España; le pregunte por qué y me contestó que por ser carísimo. Aproveche la oportunidad para hacer un cálculo, junto con ellos, de lo que realmente costaba que estuviésemos mantenido esa clase, y de cómo ellos apenas pagaban un pequeño porcentaje de esos costos, es decir que pagan las clases universitarias, sobre todo los que no disfrutan de ellas. Me parece que comprendió el argumento: una enseñanza falsamente gratuita puede ser realmente mediocre, casi enteramente inútil, como desgraciadamente tiende a serlo. Si los alumnos pagasen las clases en lo que valen, la Universidad sería muy de otro modo. Así se explica, por ejemplo, que tengamos las mejores, no es exageración, escuelas privadas de negocios, y unas universidades públicas, en general, de muy baja calidad.
Generalizaré el diagnóstico: los ciudadanos no son conscientes de que ellos pagan cuanto los gobernantes parecen darles, que les sale bastante caro el mecanismo redistribuidor de rentas en que se han convertido los estados del bienestar, sobre todo cuando se dedican a quitar rentas a los modestos y a aumentarlas a los plutócratas, es decir, cuando, por ejemplo, sube sin control la factura de la luz, del gas, del teléfono o de los carburantes, mientras los consejos de administración de esas beneméritas empresas se suben los bonus, de apenas unas decenas de millones de euros, con una alegría contagiosa. No creo que nadie medianamente decente se atreva a negar que algo, más bien mucho, de esto está pasando aquí y ahora.
La derecha podría pensar en algo muy simple, en imitar el modelo americano y obligar a que se separen los precios de los impuestos, de manera que al pagar cien euros por la compra de algo sepamos  con claridad que el objeto cuesta sesenta y que los otros cuarenta se los llevan, los gobiernos, los ayuntamientos, la SGAE y cualesquiera otros beneficiarios de nuestra anónima, involuntaria e ilimitada generosidad. La gente aprendería, por ejemplo, que tiene que ser forzosamente mucho más caro vivir en Madrid, donde el alcalde ha conseguido acumular una deuda sideral, que tendrá que pasarnos al cobro a los sufridos madrileños, que en Valladolid, una ciudad que apenas tiene déficit por lo bien administrada que está. También habría que modificar el IRPF, porque sería esencial que la gente supiese lo que gana de verdad, lo que le cuesta su trabajo al empleador, y no lo que de hecho se lleva a casa, tras ser debidamente sableado por la hacienda y la seguridad social, esas beneméritas instituciones que nos tratan a palos a la que nos descuidemos. Es posible que con medidas de ese tipo subsistieran los masoquistas que prefieren que su dinero lo administren gentes de probada moralidad y eficiencia, como los políticos, y no miro a nadie, pero es seguro que muchos otros empezarían a mirar los servicios públicos con otra cara, y no simplemente a admirarse de lo bueno que es el Estado cuando concede a sus funcionarios tantas ventajas sociales y un régimen laboral que concita las envidias del que tiene que ganarse los euros en un ambiente ligeramente menos estable y más competitivo.
Es una genialidad del estado paternalista que los impuestos sean opacos, que los ciudadanos no caigan en la cuenta de lo que le cuestan las dádivas de los políticos, la cúpula de Barceló en Ginebra,  la aventura olímpica de Gallardón, el teatro del Liceo en Barcelona que pagamos también los de aquí abajo, los puñeteros carteles del plan E de Zapatero, el fiestorro de los  cineastas, a punto de dejar de ser ceja-adictos de avispados que son, o los aviones para que se desplace la Pajín, que siempre tiene prisa porque es muy galáctica.
Muchos siguen pensando que eso son gastos que ellos nos pagan, que el gobierno tiene una máquina de hacer dinero que nos sale gratis, y si que tiene máquina, y la maneja con soltura, pero nos sale carísima, casi cinco millones de parados y  una deuda pública que es alucinante. El cambio de la cultura política imperante, lo que permitirá que haya una democracia real y algo más competida, llegará cuando muchos comprendan que esos excesos no tienen otra finalidad que seguir comprando su credulidad, su inocencia, su voto.
[Publicado en La Gaceta]

Manu militari

El gobierno parece haberle tomado el gusto a su proclamación del estado de alarma y acaricia la idea de prolongarlo, si las circunstancias lo hiciesen oportuno, es decir, si, como hasta ahora, no se le ocurre algo mejor. Que unos centenares de controladores persuadidos de su fuerza y literalmente enloquecidos, hayan sido capaces de forzar al gobierno a proclamar el estado de alarma, algo que nunca había sucedido en los anales de la democracia española, indica muy claramente las graves limitaciones en cuanto a capacidad e iniciativa que aquejan a este gobierno falsamente renovado, porque su presidente sigue al frente de la mesa del consejo de ministros. Nadie razonable puede exculpar a los controladores, y hay que esperar que recaigan sobre ellos las sanciones ejemplares que prevea la legislación. Los controladores, sin embargo, no están sometidos al escrutinio político, y es el conjunto de las acciones del gobierno en relación con la situación de base y en relación con el conflicto presente el que merece ser sometido a disección sin que debamos dejarnos impresionar por las solemnes proclamas que el gobierno ha ido realizando para envolver en una nube de buenas intenciones una actuación, cuando menos, notoriamente imprudente, burda e improvisada. Son muy numerosas las voces autorizadas que advierten que el decreto de estado de alarma puede ser radicalmente inconstitucional, pero, aún sin pronunciarnos sobre ese extremo, parece evidente que el gobierno ha querido tapar con gruesos brochazos su incapacidad para evitar que se produjese una situación de caos como la del último fin de semana. No se elige un gobierno para que se dedique a ganarle pulsos a colectivos mesiánicos, o para que haga exhibición de la panoplia de recursos legales que tiene a su alcance ante cualquier conflicto. Lo que cabe esperar de un gobierno es que sepa afrontar las dificultades antes de que se haga inevitable el conflicto, antes que la cerrazón de algunos pueda causa daños irreparables al conjunto de los ciudadanos, y eso, este gobierno no ha sabido hacerlo. Conforme a su oportunismo habitual, el gobierno se ha dejado deslizar por el camino fácil; en lugar de enfrentarse al desafío de los controladores con firmeza y paciencia, parece haber preferido un escenario en el que pueda producirse un escarmiento, si es que finalmente no acaba escaldado en los tribunales.
No se trata solo de que las medidas de gobierno bordeen la constitucionalidad, sino de que este gobierno no sabe actuar más que a trompicones, es incapaz de trazar una estrategia minuciosa y seguirla paso a paso sin trastabillarse. Nos parece muy peligroso y altamente significativo que este gobierno haya decidido dar un golpe sobre la mesa y refugiarse en la legislación militar. Mucho antes de llegar ahí, tendría que haber acometido una serie de reformas legales, la ley de huelga, por ejemplo, en la que estuviesen perfectamente previstos escenarios como el que hemos vivido, pero seguramente sus prejuicios ideológicos y sus alianzas sindicales le impedirán hacer tal cosa, con grave quebranto del interés y los derechos de todos los españoles.
El gobierno ha procedido con notoria imprudencia, con la precipitación propia de quien no conoce bien sus recursos, y ha puesto en peligro la integridad del ordenamiento legal con la excusa fácil de la eficacia; se trata de un precedente muy peligroso que crea, efectivamente, alarma, conscientes como somos de los abundantes tics totalitarios del gobierno.

Luz que agoniza

Estos días se ha podido ver en Telemadrid la espléndida película de Cukor en la que una hermosísima Ingrid Bergman soporta de manera resignada las mentiras de Charles Boyer, un criminal disfrazado de amante esposo. Lo que es políticamente interesante en Luz que agoniza es la apabullante capacidad que tiene el poder, en este caso la admiración y el sometimiento que la protagonista siente por su marido, para convertir la mentira en realidad, hasta el punto de poner en grave riesgo la salud mental de la víctima.
Que me perdonen los socialistas por si la comparación les parece hiriente, pero viendo la disertación de Zapatero en los actos de las elecciones catalanas no he tenido otro remedio que acordarme de la película de Cukor, de la retórica con la que se ocultan los hechos y se promueve lo contrario de lo que se aparenta. Resulta que Zapatero habla como si nada de lo que ha ocurrido en estos últimos cuatro años en Cataluña fuese de su responsabilidad, porque, según sus palabras, lo único que han hecho él y los socialistas catalanes es procurar la grandeza de Cataluña, el respeto del resto de los españoles, una financiación justa para Cataluña y sacar adelante un Estatuto que no debiera molestar a nadie. Frente a esa magnífica imagen que Zapatero promueve de sí mismo y de los suyos, el propio líder se queja amargamente de la pequeñez de Convergencia, y de lo que considera más insoportable, del anticatalanismo del PP y, en especial, de las insidias continuas que comete su líder con la aviesa atención de ganar así adeptos en el resto de España. Creo que lo único que le ha faltado a Zapatero es pedir a sus rivales que, por patriotismo catalán, se retiren de las elecciones para que Montilla pueda gobernar como solo él sabe hacerlo.
Zapatero, dotado de una prodigiosa capacidad para la memoria selectiva, olvida por completo el desastre de la economía y el paro en Cataluña, el régimen de corrupción en el que se ha instalado, el desastre de la emigración fuera de cualquier control, por no enumerar más que los daños estructurales, que son claramente causas en las que su responsabilidad no puede ampararse en ninguna maniobra de los convergentes ni en maldad alguna del PP, pero se cree todavía con la autoridad moral suficiente como para ponerles límites a sus aspiraciones, por no mencionar la insufrible eventualidad de que pudieran pactar algo en contra de sus intereses que, en cuanto cruza el Ebro, se convierten en los sacros intereses de Cataluña.
De cualquier manera lo que resulta por completo de película es el hecho de que Zapatero se considere en condiciones de hacer nuevas promesas sociales, lo que él llama su nueva agenda. Olvida, o desconoce, ya no se sabe qué pensar, que el increíble deterioro de la economía española se debe en exclusiva a sus años de gobierno, que ha conseguido pasar del superávit presupuestario a un déficit insoportable sin que nadie pueda explicar con un mínimo de coherencia los beneficios que el país haya obtenido de tan insensato sacrificio. Relega a la insignificancia la dramática situación en que todavía nos encontramos, pese a las medidas de choque, enormemente injustas pero imprescindibles, decisiones no valientes sino inevitables, puesto que no ha tenido otro remedio que tomarlas, estando como estaba bajo la mayor amenaza a la que nunca haya estado expuesto un gobernante español. Y en esta situación se atreve, lo que realmente es digno del mayor de los cinismos, a hablar de nueva agenda social, a sugerir que subirá las pensiones mínimas y que acabará con las limitaciones, a profetizar la creación de millones de puestos de trabajo con las energías limpias que están desangrando las arcas de la hacienda española. Es obvio que trata de que olvidemos lo que se nos viene encima para llegar como sea a las próximas elecciones, a una situación en la que sus votantes incondicionales, esos que debieran mirarse en el espejo del personaje de Ingrid Bergman, le liberen de sus responsabilidades y le dejen en franquía para acometer nuevas fantasías surrealistas.

En la película de Cukor un diligente y apuesto policía, Joseph Cotten, sospecha siempre de las verdaderas intenciones del marido traidor, lo desenmascara ante su esposa, y se lo acaba llevando por delante. Desgraciadamente, la política es ligeramente más compleja que un caso policíaco. Lo que debe preocupar a los electores no es que Zapatero, o cualquiera de sus posibles ersatzs, incluyendo a Rubalcaba, pueda volver a ganar, sino que al policía le diera por seguir tentando a la Bergman con historias similares, por miedo a que pudiera preferir, con todo, a su marido mentiroso. De vez en cuando hay que decir la verdad por dura que sea, incluso en política, y resistirse a hacerlo es un mal principio porque perpetúa la inmadurez emocional de la víctima. Quien no se atreva a decir a los españoles que nos esperan años de sacrificio y de dolor, precisamente por haber endosado las bravatas de un demente político, se arriesga a no merecer la fidelidad de sus electores.

El mundo al revés

Se dice de la política que hace extraños compañeros de cama, aunque no sea un dicho inventado entre nosotros. Lo nuestro son, más bien, las extravagantes situaciones por las que atraviesa la política. Gracias a la obra de Zapatero podemos presumir de una situación realmente estrafalaria. Vean, si no:
1. Un gobierno supuestamente de izquierda lleva a cabo el mayor recorte que se haya hecho nunca de los llamados derechos sociales.
2. La oposición desaprueba buena parte de esas medidas, más por el modo que por el fondo, pero se opone.
3. El nuevo gobierno ataca con fiereza a la oposición y empieza por revisar su dotación genética, descubriendo, tal vez sin mucha imparcialidad, que está compuesta de lo peor, que constituye una auténtica amenaza para las buenas costumbres.
4. La oposición se zafa del acecho defendiendo la libertad de expresión y otros principios antiautoritarios que la izquierda siempre había tenido como suyos e intocables.
5. En Cataluña, los aliados del gobierno que han promovido el mayor desquiciamiento del sistema común de leyes y derechos entran en campaña defendiendo aquello que han combatido desde las poltronas.
6. El PP reacciona y mantiene como indiscutibles los principios de los que se han derivado los desmanes de los que ahora trata de desmarcarse el tripartito.
7. El gobierno anuncia que no cederá a las tentaciones en sus relaciones con ETA, que han sido habitualmente intempestivas, pasionales, clandestinas y trágicas, y, para darse credibilidad, de la que anda escaso, acentúa el rigor de la ley de partidos con el beneplácito del PP.
8. El PP se teme lo peor, pero teme también que el PSOE le haga aparecer como enemigo del fin de ETA, y ensaya una estrategia de comunicación equidistante entre ambos temores.
9. Los indicios de corrupción que afectan al presidente del Congreso son como el rayo que no cesa, y el PP parece no verse afectado con tal de que no vuelvan a mencionarle, lo que no lograrán evitar, los trajes y zarandajas gürtelianos.
Es evidente que se podría continuar enumerando asuntos en los que nuestros partidos andan a leñazo limpio, y con la curiosa inversión de que es el gobierno quien ataca y la oposición quien responde. La situación se debe a que, en último término, los partidos españoles conciben la política como una gresca continuada en la que los efectos escénicos son más importantes que cualquier otra cosa. Para ellos la política es cosa de dos, y nunca encuentran nada más interesante que decir que aquello que estimen pueda molestar más al adversario. No les parece que hacer política sea convencer a los ciudadanos, sino enardecer a los partidarios, o, al menos mantenerlos exclusivamente pendientes del guión por el que ha de regirse el espectáculo. Por eso detestan de manera tan obvia a quien se atreva a interrumpir una representación tan interesante para las cúpulas de los partidos como previsible y aburrida para el común de los mortales. Por ejemplo, el pecado de Tomás Gómez, atreverse a imponer en la agenda del día un argumento que no seguía al píe de la letra la hoja de ruta de Moncloa.
Para la doctrina comúnmente imperante en los partidos, cualquiera que se atreva a interrumpir el hilo del discurso es un sedicioso. Si alguien del PP se atreviese a hablar libremente de lo que habría que hacer con las pensiones, con la legislación laboral, con la Justicia, con la Universidad, o con Marruecos, por poner solo unos ejemplos de cuestiones claramente políticas, sería inmediatamente llamado al orden y desautorizado: de esas cosas no se habla porque hay que contestar la última bobada de cualquiera de los bufones oficiales del adversario.
Es evidente que se trata de un mundo al revés, en la forma y en los contenidos. A veces parece como si el ideal fuese que nadie opinara nunca nada, que solo se hablase de lo último, que la política quedase reducida al y tu más, y los cambios electorales se produjesen siempre por cansancio, nunca por convicción. En el fondo, los líderes temen a hablar con claridad, y reservan su escasa elocuencia para insultar al contrario, sin caer en la cuenta de que a quien en verdad menosprecian es al elector que esperaría de ellos algo más que enfrentamientos rituales, una auténtica discusión de ideas, pero eso les parece muy peligroso y prefieren mantenernos a dieta de eslóganes.
Para terminar, me parece que se impone una conclusión bastante simple: la estrategia de enfrentamiento no produce idénticos beneficios en ambas mitades del espectro. Lo que beneficia al PSOE es, aunque no sepan verlo, un auténtico lastre para el PP. El mayor éxito estratégico del PSOE es ver cómo la derecha se entrega a su vicio favorito (del PSOE), como se encomienda a sus radicales dejando ayuno de noticias y de interés a cuantos electores comprenden que el mundo es ligeramente más complejo que lo que sugieren las bravatas de Zapatero, Blanco o Rubalcaba, esos temas que replican con voz aflautada tantos portavoces del PP.